Los noventa no destacan especialmente por el terror o el fantástico en su vertiente más simple. En la época de En la boca del miedo, Horizonte final o Cube, parecía que las producciones más sencillas, la serie B, efectos artesanos y sin complicaciones era algo que se había quedado en los ochenta. Sin embargo, una película estrenada a caballo entre ambas décadas, ofrecía, aunque fuera una de las últimas veces que pudiera verse en los cines, una auténtica historia de aventuras y monstruos gigantes en la que un poco de inventiva y buen hacer sustituía las limitaciones monetarias, que hacían que estos no aparecieran todo lo necesario para impresionar al público.
Temblores traslada la acción a Perfection, un pueblo perdido en el desierto de Nevada. Aunque pueblo es una definición muy generosa para las ocho personas que habitan en un lugar cuyo único atractivo parecen ser las pequeñas reparaciones con las que dos manitas se ganan la vida, el aislamiento, para dos de sus vecinos obsesionados con la supervivencia, y las peculiaridades sismográficas que una de los estudiantes de geología que acuden a la zona acaba de descubrir. En un pueblo donde nunca parece pasa nada, unas pocas horas bastan para tener lugar desapariciones de ganado y varios de sus habitantes, la destrucción de la única carretera que conectaba con la civilización y la aparición de los restos de una criatura monstruosa, que parece tener origen subterráneo. Y que es probable que no sea la única que se desplaza por el subsuelo de Perfection.
Aunque cuente con unos cuantos monstruos, alguna que otra muerte, y un entorno aislado que debería derivar en una atmósfera opresiva, el guion opta por un enfoque cómico y un tono muy ligero. Las escenas más violentas se quedan relegadas a los primeros minutos, en los que se va sugiriendo la presencia de los que, posteriormente, serían bautizados por el avispado propietario del negocio local como Agarroides (la traducción al castellano es mucho más divertida que los graboids originales), consistiendo la trama en gran parte, en los intentos de los protagonistas por escapar o alcanzar un lugar geológicamente seguro. A menudo de forma bastante absurda pero efectiva. Y en menor medida, por unos enfrentamientos entre secundarios derivados de unas personalidades a veces cómicas, a veces irritantes. Pese a que las últimas parecieran estar pensadas para que estos fueran los primeros en desaparecer de la historia, esta es bastante blanca, convirtiéndose en una de las pocas películas de monstruos en las que el reparto llega al desenlace prácticamente intacto. Y que funciona dada la buena química entre los personajes, donde los secundarios se convierten en personalidades lo bastante cercanas como para ganarse la simpatía del público, y destaca la pareja principal, interpretada por Kevin Bacon y Fred Ward, como dos vaqueros sin demasiada suerte pero sobrados de recursos y astucia. Al menos, en gran parte, porque el matrimonio de especialistas en supervivencia y acumuladores de armamento acaban convirtiéndose en los secundarios más divertidos, unos de los más recordados, y al menos en el caso de Michael Gross, el protagonista habitual de las cinco o seis secuelas que aparecerían durante los años siguientes.
Son precisamente el conjunto de personajes y el sentido del humor de estos los que hacen que la película funcione, porque el apartado técnico es minoritario: se nota, con la escasa aparición de efectos visuales, que los recursos eran limitados, y estos se sustituyen aprovechando al máximo los exteriores, la luz que ofrece un lugar tan concreto como un desierto en un rodaje diurno en su mayoría, y trucos tan simples como bultos en la arena o mostrar lo justito de un monstruo de latex y movimientos mecánicos. Unas criaturas que, para estar pensadas para aparecer poco, o acabar explotando entre pástico y blandiblub en el momento clave, se han diseñado con mucho cuidado, haciendo que su morfología monstruosa tenga un verdadero aspecto de criatura subterránea pero que a muchos aficionados al fantástico le recuerde a otras creaciones previas (un gusano de arena o un cthonian, dependiendo si nos va más Herbert o Lovecraft).
A Temblores se la recuerda como una de las últimas películas de videoclub como tales: un cartel vistoso, un reparto de caras conocidas pero no demasiado famosas, y un tono optimista. A veces demasiado, intentando mantenerse dentro de la franja para todos los públicos, mucho sentido del humor y una atmósfera muy ligera, por lo que no desentonaría en cualquier pase de sobremesa, por mucho que hoy esa franja tenga una acepción despectiva. Y también su correspondiente continuación, con una cantidad de secuelas, directas a vídeo, que han salido de forma regular en las últimas décadas e incluso una serie de televisión. Dos, si se cuenta el intento de producir una nueva con Kevin Bacon como protagonista de nuevo. Una franquicia a la que, con la desaparición de los videoclubs, se le acabó perdiendo la pista a unos agarroides que, con el tiempo, acabaron siendo capaces de andar, volar e incluso trasladarse de continente.
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