Todos los sábados que puedo, intento ver alguna película. No es que seleccione nada en concreto: ni cine clásico, ni arte y ensayo, ni nada que pase a la historia. Lo mismo puedo pasarme la tarde viendo Distrito 9, que una peli británica rara que no conoce ni su padre (vease Malice in Wonderland o Tuesday) o alguna más propia de la sesión de tarde de toda la vida...Y estas son las que suelo acabar viendo. En el fondo, porque soy una nostálgica y echo de menos ver Golpe en la pequeña China después de los dibujos de TVE1. Porque ahora tengo Internet y reproductor de mp3, que sino me volvía a los ochenta pero ya.
Esta vez le tocó a la ochenterada correspondiente: una película sobre historias cortas en la que aparecen Vincent Price y John Carradine, El club de los monstruos.
La estructura de episodios era bastante común en muchas productoras británicas, que hacían películas de bajo presupuesto en la que una historia principal enmarcaba a otras que distintos personajes iban contando. Vamos, un poco como el 3x1 del Carrefour, pero filmado. El argumento que servía para enlazar los relatos era de lo más variado, pero es en El club de los monstruos la posibilidad original: en agradecimiento por haberle chupado la sangre, el vampiro Erasmus (Vincent Price), le ofrece al escritor R. Chetwynd-Hayes (un escritor de cuentos de terror, interpretado por Carradine) la posibilidad de conocer un club donde se reúnen todos los monstruos para tomar algo, escuchar grupos y bailar.
Sí, han leído bien: los monstruos tienen un club-discoteca. Si la idea fuera más ochentera, llevaría el pelo cardado y le habría votado a Reagan en las elecciones. La principal gracia es que todos los monstruos que aparecen echándose un baile o tomando una copa son, en la mayoría de los casos, tíos con una careta o con un trapo encima de la cabeza, lo que hace que la película tenga un encanto cutre, pero muy cutre…De esas cosas que se recuerdan haber visto siendo muy niño y que hacen preguntarse “¿por qué demonios tengo esto grabado en la cabeza?”.
Las historias que van contando entre copa y copa de sangre son un poco menos cantosas en cuanto a la falta de efectos, principalmente porque van saliendo del paso a base de no mostrar más que un vampiro (que no necesita más que un ataúd y un traje de corbata) o decir que los necrófagos son unos tipos que viven en un pueblo abandonado y que van con ropa muy gastada: el típico caso de suplir la falta de medios con bastante imaginación. En todo caso, los tres relatos que componen la película hablan de lo siguiente:
Y tiene un silbido mortífero
- Un mestizo de vampiro, hombre lobo y necrófago, cuyo poder es un silbido mortal (sí, los monstruos pueden cruzarse, como nos indica Vincent Price. Y no es tan raro porque en True Blood llevan tres temporadas con eso), se venga de la femme fatale que queria quedarse con su fortuna.
Un vampiro, su mujer y su hijo engañan a un cazavampiros profesional.
Un productor de cine llega a un pueblo habitado por necrófagos e intenta escapar. Esta y última es la mejor, porque el tema del forastero llegando al pueblo maldito, y la historia de cómo aparecieron los necrófagos (contada mediante ilustraciones), me recordó mucho a las historias clásicas.
¿Que no hay dinero para hacer necrófagos? Pues contratamos a un dibujante
Y mención especial para el número musical en el que, gracias a un fundido en negro y cambio de fotograma, una stripper va quitandose hasta los huesos mientras suena una banda marchosa.
El club de los monstruos no es una película que recomendaría para un fanático de los últimos estrenos, de los efectos digitales y el 3d, pero sí para cualquier nostálgico de la sesión de tarde, de las películas de la Amicus y especialmente, de ese pedazo de monstruo que era Vincent Price.