Los años de entreguerras se recuerdan como una época especialmente vistosa y próspera. Los locos veinte, las revistas pulp, Josephine Baker paseando a su felino por las calles de París y Jean Ray escribiendo entre vaso y vaso de ginebra, novelitas de Harry Dickson y relatos de fantasmas. Incluso el país vencido, recuperándose, participaba también de este entorno en el fantástico, aunque muchas de su s aportaciones resultaban más oscuras que lo que podía leerse en otros lugares. Strobl escribía en Lemuria relatos más violentos y dotados de humor negro, y en el caso de Ewers, el autor de La mandrágora, no dudaba en recurrir tanto a la tradición del romanticismo alemán como a creaciones propias. Y también, a lo peor que podía dar de sí el ser humano.
La araña y otros cuentos macabros es una antología donde Valdemar selecciona varias de las narraciones de un escritor cuya vida daría para una ficción. Viajero, sibarita, mujeriego y alcohólico profesional, llegó a actuar como espía en Estados unidos y a Manifestar simpatía abierta por los nazis. Una simpatía no recíproca pero que debido a su fallecimiento en los años cuarenta, su figura y libros quedaron olvidados durante mucho tiempo. (algo similar a lo que le pasó a Strobl). Sus relatos no se ciñen siembre a lo abiertamente fantástico, pero sí a lo macabro. Si el cuento que abre la antología se puede considerar el más clásico, en el sentido de su desarrollo y la criatura que aparece en él, el resto está plagado de hechicería, venganza…pero también violencia, locura, y donde no se escatiman referencia a los comportamientos más deplorables, donde en algunos momentos, la necrofilia acaba siendo lo menos malo que puede aparecer en sus páginas.
No es solo el protagonista de La araña, sino también el desenlace que sufre el malogrado artista de John Hamilton, enamorado de una momia conservada en un bloque de hielo, el noble, compasivo hasta la abnegación con la autodestructiva Stanislava D´Asp, perdiendo a su objeto de deseo de la manera más cruel posible. O el enterrador de La peor traición, que ama a cada una de las mujeres inhumadas en el camposanto de un pueblo de Estados Unidos tan siniestro y aislado como podría serlo el Dunwich de H. P. Lovecraft. Ewers, en todo caso, no se corta a la hora de retratar lo peor de sus personajes. Leer como como el protagonista de La mamaloi manifiesta su preferencia por las niñas, o como un clérigo asiste con fascinación a las peleas a navajazos en Andalucía, se describen de una forma tan casual que pasan a ser solo una parte más de un entorno donde lo violento (/descrito con una elegancia que roza lo inquietante) está a la orden de cada página.
Esta violencia se manifiesta también en los escenarios más exóticos de su relatos, donde la visión de sus personajes, para quienes el colonialismo es el orden establecido, se junta con lo salvaje de una ceremonia vudú o de la venganza de un noble asiático despechado. , y donde la visión más romantizada de España (el autor estuvo en España. Aunque hasta donde sabemos, y pese a su nacionalidad, parece que no en Mallorca), se muestra como algo ajeno, también violento e incomprensible. Sorprende que entre una colección donde lo perturbador sea la norma, se encuentren relatos tan desconcertantes como El carnaval de Cadiz, donde los lugareños hacen todo lo posible por acabar con un tronco de madera inanimado. No se si al señor Ewers le habrían contado algo de esto y su imaginación hizo el resto, pero a los que vivimos en Cataluña nos vino a la cabeza la figura de un sonriente e inocuo Tió de Nadal.
La araña y otros cuentos macabros es, además de una recopilación a las que Valdemar ha acostumbrado a sus lectores, una forma de acercarse a un autor injustamente olvidado y una visión previa antes de continuar con la mandrágora o El vampiro. Decadente, siniestra, y a veces, muy sangrienta y desesperada como las contiendas que asolaron a Europa el pasado siglo, quizá hoy lo que pudo escandalizar a sus lectores se queda corto comparado con lo que autores de bestsellers se atreven a incluir en sus páginas, pero con el que es inevitable no sentir la necesidad de asomarse y contemplar el abismo.