Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 30 de mayo de 2024

Lecturas de la semana. Lo mejor de cada casa


 Han vuelto las colecciones de relatos, porque he adaptado una norma muy simple: si tiene las páginas amarillas por el tiempo, ha sido  publicado por una editorial desaparecida y cuesta menos ce cuatro euros, se viene para casa. Estas, que tampoco se caracterizan por ser muy voluminosas, suelen ser lecturas intermedias entre novelas o antologías más recientes y seguramente, más complejas, y en las que lo aleatorio de la selección parece haber sido el criterio dominante. Pero  encontrar un libro de menos de trescientas páginas a Walter Scott conviviendo con un oscuro autor  pulp, no  es motivo para protestar, más bien al contrario.



A. Van Hageland. Las mejores historias de hechicería. El belga Albert  van Hageland fue publicado varias veces en la coleción Libro Amigo de Bruguera. Sus antologías, traducidas como  Las mejores historia s de fantasmas,  de ultratumba, diabólicas, e incluso de ciencia ficción, incluían una variedad de autores anteriores a 1850 y unos cuentos desconocidos en España, y seguramente, hoy en sus casas también,  de los países bajos. La traducción en este caso de “las mejores historias de hechicería” es un añadido de la editorial, porque la intención de Hageland había sido únicamente reunir trece relatos de esa temática. Y estos, muy cogidos con pinzas. Aunque el prólogo haga alguna mención a magos, brujas y fenómenos sobrenaturales, su presencia se refiere más bien a lo último, y a que el tema brujeríl aparece en menos de la mitad de relatos, curiosamente de forma más evidente en los cuentos francófonos de Odile y La hija del diablo. Estos, contemporáneos a la publicación original, son historias de brujerías donde el punto de vista europeo, muy similar al que podría verse en La máscara del demonio de Mario Bava (hasta es posible imaginar una versión cinematográfica de estos, en colores  chillones o con Barbara Steele poniendo ojos como faros de camión), dotados de un tono trágico y cierta perversidad fatalista.

Las aportaciones anglosajonas son clásicos en su mayoría, como El legado del moro de Irwing, una buena forma de abrir una angiología de magia, o El cuento del espejo misterioso de Walter Scott. Se incluyen relatos  donde inevitablemente, aparecerá lo sobrenatural o la magia: La momia sin nombre, o  El cerco negro de Bron Fane en el que un periodista (seguramente protagonista de alguna serie de  narraciones) se enfrenta a un caso de posesión. Hay barcos fantasma o piezas pulp donde lo mismo  cabe un grupo  de Papua que un malvado mongol como representante del peligro amarillo, junto a una visión mucho más cercana al folk horror, de Robert Bloch. E incluso  la aportación de Eckman-Chatrian que, siendo abiertamente fantástica, presenta una visión mucho más amable y pacífica de aquellos fenómenos que los protagonistas no  pueden comprender.

La selección de Van Hageland leída hoy día, más que ecléctica resulta desquiciada. Queda muy lejos todavía  el Cuentos de brujas victorianas de Peter Hainging o del Bienvenidos al Sabbath de Valdemar… ni se acerca a la calidad de esas antologías, ni lo necesita: es otro tipo de colección, con unos criterios y opiniones muy particulares  que garantizan dos cosas: es muy difícil que ninguno de los relatos se haya leído anteriormente, y divertida, lo es un rato. Si alguien ha querido leer un libro  que  empieza con un cuento romántico clásico, termina con uno de folk horror y pasa por barcos fantasmas y  un señor del crimen mongol que se dedica a trasplantar los cerebros de sus víctimas a n animales de la selva, este es el libro que estábamos buscando.


Christine Bernard. La araña y otros relatos de horror. La Biblioteca Oro de Molino decidió, en vez de asegurar que eran los mejores (me pregunto quien compraría un libro  que anunciara “los peores relatos”…bueno, probablemente yo lo haría), traducir  The Second Fontana Book of Great Horror Stories por el título del primer cuento. Que no es el de Ewers sino de Elizabeth Walter, aunque la araña en su faceta sobrenatural y la analogía entre esta y los depredadores femeninos, también está presente, hasta el punto de preguntarme si  Walter habría leído algo del borrachín de Ewers.  El tono, en cambio, no podría ser más distinto. Diez relatos modernos, al menos cuando se publicó la colección, discretos y muy básicos en sus escenarios, casi todos dotados de un giro final, o en algunos casos, de cierto humor negro. Estos, por su minimalismo y confianza en el giro inesperado, podrían ser perfectamente un capítulo de Alfred Hitchcock presenta o La dimensión desconocida. Incluso el relato de Kingsley Amis, además de ser uno de los nombres más reconocibles de la edición, deriva más hacia la ciencia ficción que al terror.

Del mismo modo, el cuento de Hjalmar Bergman es una historia de venganza en los últimos días de la segunda  guerra mundial en el que el lector  sin encontrar una sola referencia a fechas o nacionalidades, podrá reconocer sin problema. El resto de los cuentos, más cercano a lo sobrenatural, son muy breves, poco ocupan en una antología que no llega a los 200 páginas, y  se aproximan de distinta  forma l fantástico. La brujería, en el caso de  Margaret Irwin,  los cambiaformas en El circo de Satanás de Eleanor Smith, las extremidades con  vida propia de  W. F. Harvey o  la clarividencia  reinterpretada por Joan Aiken, otra de las más conocidas que aparece en el libro pero que tampoco ha sido publicada en español muy a menudo.

La antología, en su intención de ser una selección de “buenos relatos” o frece una  muestra variada del fantástico un tanto clásico de los sesenta, y que hoy resulta  lejano después de  sesenta años de diferencia, y de las renovación y excesos que llegaría en los ochenta. Pero como  recopilación en su momento, no es una mala idea para leer  en el hipotético caso de sufrir nostalgia sesentera…que después de casi veinte años añorando los ochenta, casi se agradece.

jueves, 23 de mayo de 2024

La mesita del comedor (2022). Debimos haber ido a IkeaLa mesita del comedor (2022). Debimos haber ido a Ikea

 


Aunque con la saturación informativa lo habitual es que cualquier obra audiovisual disfrute de un periodo de interés muy breve y p después sea olvidada, en algunos caso, todavía funciona el boca a boca, sin demasiada  promoción, la película  habla por sí sola, siendo recomendada hasta  convertirse en un éxito inesperado. Pero, ¿qué pasa cuando el que empieza ese boca a boca   es nada menos que Stephen King? Este tras ver una modesta producción española en una plataforma, comienza a genera r un interés que no había tenido un durante su exhibición en diversos festivales. Y así fue como en un par de semanas, Filmin decidió incorporarla a su catálogo y que el público español pudiera verla.


La mesita del comedor   es una historia difícil de resumir cuando lo mejor de esta es que el espectador descubra que pasa. Pero, a grandes rasgos, es la historia de un hombre que ha tomado  una de las peores decisiones de su vida, y solo ha sido una de muchas. Ceder a ante su mujer cuando esta decidió tener un hijo, aunque ni la edad ni la intención de Jesús estuvieran de acuerdo con la paternidad. Mudarse al piso de su abuela, que su esposa ha decorado a su gusto. Ni si quiera, que el mismo día que su hermano y su nueva novia, apenas mayor de edad, vengan a cenar, él tenga que montar la mesita que con tanta cabezonería ha elegido y le ha supuesto una discusión con su mujer. Una mesa que para su desgracia, es la pieza más horrible que  habría podido elegir, y que solo está en su casa como un acto de rebeldía ante una situación cada vez más claustrofóbica. Pero, en realidad, para Jesús, mientras intenta encontrar desesperado, una de las piezas necesarias para asegurar  esa condenada mesa, el peor día de su vida no ha hecho más que empezar.



Lo más curioso de la cinta de Caye casas  es el revuelo generado desde que King la recomendó públicamente. A partir de entonces esta comedia negra o película de terror psicológico, dependiendo de cómo tenga el día el público, se convirtió en el foco de atención alabando lo perturbador de su argumento, así como lo incómodo y memorable de su desenlace. Hay que preguntarse si todo esto es tal y como dicen, pero como  siempre pasa cuando se genera esa expectación alrededor de cualquier obra de ficción, cualquier película, por buena que sea, queda demasiado lejos de lo que dicen las críticas positivas.

La trama transcurre durante un periodo de tiempo muy breve, poco más de una tarde aunque esta  juega muy bien con los tiempos para el protagonista, donde un lapso de media hora o de diez minutos, como se le comunica  en determinado momento, puede ser una eternidad o un periodo demasiado breve. Así como secuencias tan cortas como  c responder a una pregunta o terminar un trozo de comida parecen, según la percepción de este, durar eternamente. Esta distribución del tiempo es también uno de los mayores aciertos, teniendo en cuenta que la situación de los personajes es un poco la de tener las horas contadas, y el público solo puede esperar a un desenlace que ya se imagina.


De la misma forma, el espacio es relativamente escaso: una vivienda, quizá amplia para los  que esperamos hoy, y que es también otro acierto a la hora de caracterizar  a los personajes, comentando  que es heredada (seamos sinceros: nade espera hoy poder vivir en ningún domicilio de 100 metros cuadrados).  Y todavía conviven con la decoración y muebles de su anterior propietaria. Jesús, el protagonista, se mueve entre objetos que no son suyos ni lo representan, bien el mobiliario de los setenta o bien  lo que su mujer ha elegido, recordando que es  ese único acto de rebeldía  elegir una pieza, una que ni siquiera le gusta, la que  provoca la situación en la que se encuentra.

La película es muy oscura, no solo por los tonos azules y la falta de luz que acompaña todo, ni  la atmósfera  cada vez más siniestra, sino porque todos y cada uno de los personajes son de lo más desagradables. Si el protagonista parece moverse sin pena ni gloria, haciendo únicamente lo que le piden, el resto son el epítome de lo peor que uno podría encontrarse en el peor de los casos, y lo más patético en el mejor.  El primer plano de la cara del protagonista, fuera de lugar en su papel de padre, esa vecina cuya única ocurrencia para felicitar es preguntar para cuando la parejita,  su hija pequeña, tan obsesionada en su fantasía que resulta un peligro, o  esa pareja con una diferencia de edad y carácter abismales, que solo sirven para  remarcar lo forzado de la vida de los protagonistas.


De estos, destaca el trabajo de la pareja principal. A David Pareja lo conocía más por su faceta  de cómico en redes sociales (aunque los vídeos que usa como referencia en sus sketches de “reaccionando a seductores” podrían calificarse como cortos de terror) refleja muy bien a ese personaje vapuleado, que está ahí más por estar y afronta como puede una situación de la que nadie podría salir. Aun siendo el principal, destaca mucho más Estefanía de los Santos. Envejecida para su papel, se convierte en alguien desagradable y grosero, demasiado preocupado por lo que ella quiere como para prestar  atención a su pareja. La secuencia donde esta se carcajea durante varios minutos tras el accidente del protagonista es casi tan perturbadora como la escena  donde toda la trama se pone en marcha.

Con personajes así , detalles como el entorno y la actitud de los secundarios es suficiente  como para que la película fuera lo bastante  perturbadora. En cambio, el guion no quiere dar ni un minuto de descanso en este aspecto, y esto supone  uno de los mayores defectos: todos tiene que ser desagradables, no hay ni una persona a que  muestre un mínimo de empatía y un par de personajes, como la niña de los vecino o el vendedor de muebles, sobran.  No todo tiene por qué ser horrible, y algún secundario que no fuera esperpéntico  hubiera  hecho que  el desenlace fuera mucho más trágico.

Es difícil de clasificar esta mesita del comedor como comedia (hay que tener un sentido del humor más negro que Legrá) o como horror psicológico. Horror, en este caso, muy bien logrado. Ahora, no puede decirse que sea la experiencia tan perturbadora como se ha empezado a asegurar desde las declaraciones de King. Es fácil imaginar por qué ha podido gustarle: es una película muy alejada del cine de terror al que seguramente esté acostumbrado. Llana de referencias a la sociedad española actual, con un estilo que recuerda mucho al tono de La cabina o El televisor, e incluso a Rec 3. Suficiente  para sorprender a quien no esté familiarizado con este tipo de cine, y también para aquellos que quieren ver una película desasosegante. Es este caso, sin mostrar nada, solo los silencios y la expresión de su protagonistas, el mal rato está asegurado.

jueves, 16 de mayo de 2024

Sandra Newman: Julia (1984). La secuela oficial autorizada por el Ingsoc

 


Las dos distopías que han resumido el pasado siglo XX han sido  1984 y Un mundo feliz. De la primera puede decirse que la sombra del Gran hermano es alargada. Y  su figura, así como la idea de una población sometida permanentemente a un estado de vigilancia por parte de  un estado dictatorial (hoy sustituida por su equivalente corporativo. Debimos pensarlo mejor antes de aceptar esas cookies) ha prevalecido más allá de las primera intención de  Orwell, donde reflejaba de forma despiadada los excesos del estalinismo y por extensión, de cualquier régimen totalitario. Un escenario que  descartaba cualquier  posibilidad  de escapar, convirtiéndola en una esperanza vana y que aportaría a la imaginación  popular conceptos como  la policía del pensamiento, la neolengua o  ese todo poderoso Gran hermano, cuya existencia es más un artículo de fe que un  hecho probado.

Un novela que como toda distopía, aporta algo positivo, además de su intención de alertar: su carácter literario único, una historia aterradora  pero que por suerte no debería salir de las páginas del libro que la contiene, ni mucho menos, saltar a otro. Al menos, hasta el año pasado, en el que los herederos de George  Orwell decidieron que  volver a visitar Oceanía, no con posterioridad a  lo que su predecesor  narra en los meses de ese año imaginario, sino dando voz a otro de los personajes principales. Y como tiene que estar la cosa  para que volver al futuro de una posguerra distópica sea una buena idea…


Julia, la novela encargada a Sandra Newman, se presenta en la portada como “un retelling feminista de 1984”. Lo  ambicioso de esta afirmación da paso a la misma historia que Orwell hace setenta y cinco años  había  contado a través de los ojos de ese donnadie que en un acto de rebeldía, decidía   contradecir los principios del Ingsoc y del Gran Hermano.

La visión de julia es muy distinta, y a través de Newman  se da a conocer la vida de esta antes de su relación con Winston Smith. Su vida como mecánica  en el departamento de  Ficción, sus compañeras de la residencia femenina, sus conocimientos del mercado negro y lo que sucede una vez  que  su rebelión contra el partido llega demasiado lejos. Pero también, a través de su vida,  se muestra cómo funciona esa Inglaterra ahora parte de Oceanía,  permanentemente  sumida en una economía de guerra, la vida de esa clase obrera reflejada apenas y sobre todo, la de las mujeres como Julia, que  junto a su deber de lealtad al gran Hermano, recae sobre ellas  la obligación de aportar nuevos miembros al partido, así como los abusos que el nuevo orden social, más  que erradicar, los ha consolidado.

El libro fue encargado por los herederos de Orwell a Newman, escritora con varias novelas de ficción especulativa caracterizadas por la importancia de ese punto de vista femenino, y a quien le correspondían dar profundidad a un personaje tan astuto, intuitivo y pragmático como era Julia. Su carrera previa era un punto de partida  razonable para afrontar una tarea tan difícil como esta. Y en este momento, es posible definirla ya como innecesaria.

Uno de los propósitos de la novela parece ser el de   dar un trasfondo más amplio a esa Oceania imaginaria, más allá de su estado de permanente guerra fría y esos trabajadores descritos como una masa anónima. Tarea a la que  se entrega en exceso intentando  intentando llenar todos y cada uno de los  huecos no abordados por  Orwell: desde la situación de los residentes de otras razas, aquí mencionados mediante una secundaria cuyo único objetivo parece ser servir para explicar esta cuestión, como las actividades de las ligas juveniles, así como los aspectos de la vida cotidiana de los personajes femeninos.  Una labor excesivamente completita que parece querer dotar de  profundidad y coherencia al escenario cayendo en el defecto de perderse  en un worldbuilding en el que acaban  empantanados muchos escritores de ficción. Y  que 1984 no necesita: la descripción de Londres  en sus orígenes era tan vaga, pero a la vez tan familiar con el mundo real e incongruente como todas las dictaduras de posguerra que se han conocido  durante el siglo XX.


Completísmo que se refleja también en la trama. Cada uno de los incidentes que vivía  Winston  originalmente tienen aquí su explicación a través de Julia: detalles tan nimios como la muñeca vendada que esta luce o esa nota furtiva donde  él pudo leer “te quiero” escrito con letra tosca  son explicadas de  forma detallada y retorcida a extremos bizantinos.

Algo que no pasa con su protagonista, precisamente. La mujer astuta superviviente y casi hedonista que chocaba a menudo con el hosco e intensito Smith se dedica aquí a preocuparse en todo momento por cuestiones de la vida cotidiana con una insistencia casi machacona,  a mencionar varias veces la clandestinidad de la homosexualidad (la autora  sigue empeñada en tocar todas y cada una de las cuestiones sociales posibles, sea necesario o no) y   a subrayar cosas tan anticlimáticas como destacar  lo atractivo que es Winston Smith (si Orwell, tras esmerarse en describir a semejante cuerpo escombro, levantara la cabeza..) o recordar detalles sobre sus anteriores parejas. Una perspectiva que  más de la de una superviviente dentro de los engranajes  burocráticos del partido, parece estar escrita por Moderna de Pueblo. Y es que en varios capítulos, si hubieran decidido titular el libro “los capullos no son leales al Partido”, hubiera sido más honesto.

Todo ello son defectos inevitables cuando se intenta algo tan difícil como  continuar una obra ajena y muy marcada por la visión social y política de su autor. Los setenta y cinco años son una diferencia abismal que  Newman no sabe   superar, y esa Julia malhablada, rebosante de información innecesaria y destinada a encontrarse con todos los enigmas argumentales de 1984, poco tiene que ver con su homónima en la distopia que va camino de cumplir el siglo.  Como tampoco ese estilo pretendidamente  descarnado  en el que a menudo la escritora se regodea, describiendo lo precario de desagües, viviendas, y de las torturas que sufrirá su protagonista de forma paralela a Winston. Unos capítulos  que desprovistos del contenido e intención de la narración original, se quedan en una  exposición del sufrimiento casi pornográfica, muy similares al bucle en el que acabó cayendo la adaptación  televisiva de El cuento de la criada. Y que en un intento de aportar algo propio, Newman intenta salvar  con un desenlace aparentemente  esperanzador que, por ese aire artificioso, hace preferir el final aséptico y cruel con el que Orwell mostraba que era preferible esa realidad, a modo de advertencia, y no una fantasía edulcorada.

Julia podría  resumirse en “el spin off de 1984  que nadie ha pedido”. Un libro correctamente narrado, pero carente de contexto e incapaz de adaptarse a las circunstancias  en las que el original fue escritor, y que intenta “arreglar” este  con un hipotético final abierto. Newman, además de repasar a Orwell, debería haber  tenido en cuenta a los Sex Pistols: no future for you. Y  los lectores a los que nos pudo la curiosidad, haber hecho caso al meme:  “si ya saben como son estas secuelas, pa qué las empiezo”.

jueves, 9 de mayo de 2024

Mark Samuels. La era del futuro degradado. El porvenir es color estática

 


Se va notando que han pasado casi cien años desde el fallecimiento de Lovecraft: este ha dejado de ser “la” influencia  del terror posterior a 1940 para convertirse en una de las influencias. El terror cósmico fue dando paso a su versión menor pero igual de inquietante, el weird. Y Thomas Ligotti empieza a sonar no solo como escritor sino como referencia  para las siguientes generaciones: El secreto de la ventriloquía de Jon Padgett, es casi un homenaje al este. Laird Barron lo menciona de forma indirecta e incluso le proporciona una aparición en su relato More Dark..y, conociendo a Ligotti, ha sido lo más lejos que ha debido salir de su casa en 30 años. Aunque en algún momento, el Rarito de Detroit sale de su mutismo y es capaz de pronunciarse sobre algún escritor reciente. Y para que este señor salga a decir algo, el libro ya puede ser bueno. O por lo menos, despertar mucha curiosidad.


Este ha sido el caso de Mark Samuels, escritor británico fallecido unos meses antes de que Valdemar publicara una antología suya en castellano. Esta, con el título de uno de sus relatos, recoge unos quince relatos aparecidos previamente en  recopilaciones que abarcan unas dos décadas de producción literaria.


Este lo convierte en uno de los escritores más recientes en aparecer en la colección Gótica, junto a Thomas Ligotti con quien guarda alguna similitud derivada de esa influencia reconocida por  Samuels. Influencia que es mucho más marcada en el cuento  que abre el libro: Maniquíes en los aspectos del terror. Casi un homenaje  en el que  no faltan los tópicos característicos de la narrativa de Ligotti: ciudades deterioradas, edificios vacíos, un narrador que actúa más como testigo que como protagonista y  adelanta el título, maniquíes utilizados como atrezzo macabro y un intento de reflejar esa sensación de extrañeza y pesadilla del terror weird.


Cada escritor tiene sus temas recurrentes, algunas veces, reconozcámoslo también, rozando el tópico o el chiste. Ligotti no sería Ligotti sin las ciudades desvencijadas, Padgett utiliza la ventriloquía como hilo conductor de su libro de relatos y como una suerte de magia negra, y en Samuels, conceptos tan distintos entre sí como el moho, las formas de vida fúngica, y el ruido de estática de las emisiones analógicas. Conceptos que, aunque sacados de su contexto parecen un poco “cada escritor weird con su neura”, Samuels utiliza como un continuo, algo para describir una fuerza animada capaz de acabar con otras formas de vida, carente de consciencia pero con voluntad de supervivencia propia. Y que  aparecen en distintas situaciones como las criaturas  parasitarias de Vrolyck, una fuente de contagio que afecta por igual a cuerpo y psique en Cesare Thodol o el horror cósmico en su   versión más tradicional, descrita en El moho negro.


De forma similar utiliza algo tan aparentemente anodino como la estática, esa niebla gris acompañada de un ruido blanco bastante estridente propio de la tecnología analógica y difícil de evocar para los nacidos después de los noventa, que emplea  como medio de comunicación o de contagio entre mundos, o como una forma simbólica de un vacío (bien como un posible infierno, o un futuro muerto). Recursos  que quedan reflejados en Interferencia externa y La era del futuro degradado.

Aunque estos elementos aparezcan en la mayoría de los cuentos de la colección, Samuels no se ha quedado limitado al weird y al horror cósmico. Se nota que había tenido tiempo de desarrollar una carrera y pulir un estilo, en el que más que el propio Ligotti,  cuenta con muchas más referentes, que sorprenden encontrar en una corriente literaria tan centrada en si misma como suele ser el fantástico anglosajón.  No duda en mencionar abiertamente a Grabinski, Ewers y  autores europeos de entreguerras. Kafka se asoma a menudo en sus relatos, mediante protagonistas que  sin ser únicamente una voz en la narración, asisten desvalidos a situaciones donde el horror y el absurdo conviven. El abogado de Regina contra Zoskia,  heredero de un pleito entre loa responsable de un manicomio y el resto de mundo, no desentonaría en las oficinas donde se desarrolla El proceso. Las referencia a lugares indeterminados de Europa, y a la atmósfera entre el sueño y lo real, están también presentes en la plaza de media noche o Dentro del complejo.

Igual que, sorprendentemente, la revisión de temas clásicos. La posesión, la comunicación con los muertos, pasados por la visión de Samuel, la suplantación de identidades o el terror tradicional aparece también en Las manos blancas, Apartamento 205 o Centinelas. Y uno de los aspectos más destacables de Samuels, al menos en esta selección, es que este consigue demostrar que no es un escritor limitado a determinados temas y lugares fijos. Este es capaz de probar con planteamientos distintos de los habituales, algunos propios de la ciencia ficción, como el virus que se transmite a través del lenguaje en Tyxxloqu (nota: revisar este fin de semana la película Pontypool) e incluso desarrollar en un cuento, con una estructura mucho más lineal que las anteriores, una mezcla de horror cósmico con giros más propios de la serie B. Porque la sensación que deja La niebla carmesí es que ese escenario no desentonaría en una entrega final de la Trilogía del apocalipsis de John Carpenter.

Posibles ideas para próximas portadas


Es una lástima que a Mark Samules se le haya tenido que conocer a título póstumo, y que su carrera  haya quedado sin algún texto un poco más largo que sus colecciones de relatos. Queda, al menos una interesante antología, más variada que lo que su recomendación por parte de Thomas Ligotti podría haber hecho esperar. Y aunque la portada de la edición española no haya sido tan desafortunada como la elegida para Canciones de un soñador muerto, la que han decidido en Valdemar demuestra que en la editorial tienen un sentido del humor muy raro: he pasado todo el libro meditando acerca del parecido entre el personaje de la ilustración y Mariví Bilbao en La que se avecina.

jueves, 2 de mayo de 2024

El guerrero americano (1985). Hic sunt ninjas


 El mayor problema de la sociedad en los ochenta no fue la amenaza nuclear. Ni la capa de ozono, la aparición del SIDA, la política conservadora  de la era Tatcher y Regan, ni la reconversión industrial. Ni el terrorismo. Ni de lejos. Lo peor, fueron los ninjas. Clanes de guerreros silenciosos dedicados a actividades ilegales de extorsión, tráfico de drogas y…bueno, al menos lo fueron ese espacio mucho más seguro que la realidad como lo fue el cine de serie B y las películas de acción de la Cannon, que  llenarían las estanterías de los videoclubs  de todo un subgénero en el que  actores especializados en peleas que no tenían el cacheé  de un Van Damme o Schwarzenegger se enfrentaban a todo tipo de organizaciones mafiosas y guerreros mercenarios que amenazaban la seguridad del país. Entre todos, una puede considerarse la más conocida dentro de estas cintas de señores embozados  que lanzaban bombas de humo. Una producción que convertiría a Michael Dudikoff en protagonista de varias de  las entregas de una saga de militares, corrupción, tráfico de armas...y ninjas.


Este guerrero americano es Joe Armstrong, un soldado de origen desconocido, que destinado a en una base militar de algún lugar de Asia, consigue salvar a varios de sus compañeros y a la hija de su coronel del intento de secuestro perpetrado por unos enmascarados. Estos, como confirmarán después  a partir de los testimonios de los supervivientes, se trata de un clan de ninjas, quienes trabajan como mercenarios para un traficantes de armas local. Pese a haberse enfrentado a ellos con una habilidades marciales superiores a sus adversarios, la fama de Joe en la base dista de ser la de un héroe. Solo Patricia, la hija del general, y el capitán, Curtis, muestran simpatía por ese enigmático soldado que, incapaz de recordar su pasado, parece tener amplios conocimientos de lucha. Algo que también despertará el recelo de Ortega, el traficante de armas y  de los miembros del clan de la Estrella negra, que no están dispuestos a ser vencidos por ningún occidental.



La película sería una de las más populares de la Cannon, especialista en este tipo de producciones entradas en ofrecer acción y peleas por encima de todo, sin que el argumento importe (algo así  como Michael Bay, pero en honrado), y la primera de una serie de cinco entregas en las que mezclan de una forma bastante loca al ejército, narcotraficantes y  clanes de ninjas que se ofrecen al mejor postor (la reconversión  industrial afectó a todos, por lo visto), así como un personaje principal que une lo mejor de ambos mundos, por decirlo de algún modo. Michael Dudikoff es Joe Armstrong, del que unos flashbacks hacia  el desenlace explican  todo lo que el público necesita saber sobre su pasado:  entrenado de niño  por un soldado jampones en las artes ninjas, pierde la memoria en una explosión y es rescatado para, con el paso del tiempo, reencontrarse con su maestro y recordar todo lo aprendido en el noble arte de…bueno,  ponerse un buzo de color negro y hacer unos cuantos movimientos de jiu jitsu, disciplina que Dudikoff conoce y que sirvió para labrarse una carrera en el mundo  del cine de acción de segunda fila.


Un trasfondo tan  cogido por los pelos como el resto del argumento, donde mezcla sin ningún complejo  el  tono patriótico  de ese entorno militar y militarizado, con los peligros del exterior como son esos traficantes de armas que parecen convivir pacíficamente con las fuerzas del orden, y el toque exótico con unos ninjas de habilidades sobrehumanas, mercenarios que  combaten al protagonista a base de saltos y ataviados con buzos de distintos colores. Un enemigo que solo puede considerarse como memorable, y entrañable a dia de hoy: la interpretación pop de esa figura de la historia japonesa que ya nació como leyenda (cuando descubrí que los ninjas, tal y como los conocíamos, no habían existido, fue un golpe más duro que los Reyes Magos y el Tio de Nadal juntos). Y que en la película se convierte en un recurso  pensado para añadir algo más a un a producción donde el número de explosiones y vehículos militares está limitado  por motivos presupuestarios. En este caso, las peleas de artes marciales aquí combinadas con muchos saltos y efectos de sonido añadidos  en post producción.


La felicidad era esto, y no lo sabíamos


Una película que, lo mejor que puede decirse de ella es que  tiene planteamiento, nudo y desenlace, o al menos, no es demasiado incoherente dentro de lo alocado de su argumento. Los actores son muy básicos, Dudikoff es completamente inexpresivo, pero no más que Chuck Norris y  otras estrellas de la misma época, Steve james, como secundario, casi tiene más carisma que el resto de personajes, y los antagonistas son un conjunto de señores con traje de indiano y ninjas anónimos. A estos se le añade una banda sonora entre anodina y chirriante, con una especie de trompetilla de fondo que hace que  sea olvidable pero que haga pensar ”¿Quién ha compuesto esto?”. Y una serie de giros finales donde no faltan traiciones y venganzas que…bueno, acaban olvidadas ante una de las secuencias más absurdas y divertidas que se hayan podido filmar. Una batalla campal en la que comparten espacio tanquetas militares, lanzacohetes, helicópteros y ninjas de varios colores peleando contra solados con metralletas. Un escenario tan incoherente como involuntariamente cómico, y que se parece más a la idea que se le habría ocurrido a un niño jugando con sus muñecos que a un guionista de carrera. Pero que por eso este Guerrero americano quizá sea una película inolvidable. No es una producción buena, más bien al contrario, la falta de argumento y lógica campan a sus anchas, pero en ningún momento fue una cinta para se reseñada según los criterios de otras producciones, o para ser reseñada en absoluto.

Se ve primero, con ojos de niño que asiste asombrado al despliegue de artes marciales, años después con ironía y un poco de desdén, y finalmente, con simpatía. Es probable que el público pocas veces se divierta (por emoción o carcajadas) tanto como con una película como esta. Y seguramente, viviríamos un poco más tranquilos si solo tuviéramos que preocuparnos de los ninjas.

 


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