Aunque me gustan los gatos, no pasa lo mismo con las
ficciones protagonizadas por estos. Acabo sufriendo más por estos personajes
que por cualquier otro protagonista, y eso hizo que no pasara de un tomo de Los
gatos guerreros o que estuviera moqueando desde que abrí La canción de
Cazarrabo hasta que cerré el libro en la última página. Al final me quedo con
apariciones más anecdóticas, como las que estos tienen En busca de la ciudad del Sol Poniente, de H.
P. Lovecraft y…bueno, ¿qué historia puede ser más ligerita que un musical de
animación de Disney en su época clásica?
Los aristogatos es precisamente eso: una película
eminentemente musical, donde la mascota de una cantante de ópera retirada es
nombrada, junto a sus tres cachorros, heredera universal. Para desgracia del
mayordomo, que no está por la labor de ser sucesor universal de cuatro mininos
y que decide deshacerse de ellos de la manera más aparatosa, y menos grave, posible:
abandonándonos en el campo en medio de la noche. Por suerte para Duquesa y sus
pequeños, un gato callejero se cruza en su camino y se ofrece a llevarlos de
vuelta a su hogar, en un viaje a través del campo y las calles del París de la
Belle Epoque, donde deambulan también unos cuantos animales muy particulares e
incluso una banda de gatos aficionados a la música.
La película, vista hoy, está pensada exclusivamente para los
niños: no hay dobles sentidos, ni chistes pensados para los adultos, ni siquiera
un mínimo de tensión. Pese a los primeros minutos con los protagonistas
abandonados a su suerte, a punto de ahogarse o huyendo del malvado (que más que
malo, es tonto), no hay una verdadera sensación de peligro, sino que estos
estarán pronto a salvo para la siguiente canción, muy lejos de lo que le pasaba
a la protagonista y su amigo en Une vie de chat. Incluso la opinión de
O´Malley, el gato callejero, sobre los humanos y su falta de interés por los
gatos, es mucho más suave de la que podría verse muchos años después en Bolt.
Incluso el guión, visto hoy, hace patente toda esta simpleza: es muy difícil
tomarse en serio una trama sobre gatos herederos de fortunas si se tienen más
de ocho años.
Que sea un guión de animación muy distinto al nivel y profundidad
que se alcanzarían décadas después, no quiere decir que hoy haya perdido. Puede
haber envejecido mal por cuestiones de fondo, pero no de forma: el humor de la
película es puramente gestual, basado en tropiezos, caídas y persecuciones
llevadas al extremo de lo complicado y que hacen reír a su público por su
carácter más circense. Y, como musical que es, son los números lo más
importante para la película. Cuando no hay canciones, se pueden pasar un buen
rato hablando con rimas, y cuando las hay, estas son de lo más pegadizos y en
algunos casos, verdaderos vídeos musicales como el de la parte central.
Si no es posible apreciarla del todo por un guión tan simple
y ligero, sí se puede disfrutar de la animación. Algo que con siete años no
parece importante pero que sí lo es cuando es posible apreciar los detalles
caricaturescos de los personajes humanos, otros tan puntillosos como el pelo de
Madame, con trazos muy específicos en algunas escenas, la mezcla de colores
alocada en los números musicales y especialmente, con las ilustraciones fijas
de las calles y mansiones de París. Y como añadido, el poder apreciar todo el
humor que suponen los distintos acentos que los personajes tienen en el idioma
original.
Los aristogatos es una de esas películas que, igual que Mary
Poppins o La bruja novata, siempre estaban disponibles en los videoclubs o de
las que las cadenas echaban mano alguna tarde como parte de la programación de
vacaciones. Una película que hoy, menos por los números musicales, parece
haberse quedado muy pequeña, pero que, si hoy no parece divertir solo por el
humor gestual y el recurrir a animales parlantes, sí puede disfrutarse por el
desparpajo de sus números musicales y sus bonitas ilustraciones.