Hoy he tenido una pesadilla horrible. Estaba en una academia de baile pero el profesorado era un aquelarre de brujas, Miguel Bosé daba clases allí y…bueno, no. En realidad he visto una película de Dario Argento.
Los setenta y ochenta fueron la mejor década para un director italiano que ha dado algunas de las mejores películas de terror en el último siglo. Especializado en el giallo (un género policiaco propio del país) con títulos tan sugerentes como Rojo oscuro o El pájaro de las plumas de cristal, sus producciones se caracterizaban por una atmósfera un tanto surrealista y la preponderancia de lo audiovisual frente al guion, rodaba, en 1977, una película de terror sobrenatural con un punto de partida cuya simpleza no parecía anunciar lo que supondría: una joven americana llega a una prestigiosa escuela de danza en Suiza. El profesorado, estricto pero amable, parece esconder algo que sucede tras los muros de la academia, cuya directora, Helena Markos, nunca ha sido vista, pero sí escuchada durante la noche, por las alumnas. Varias de ellas empiezan a desaparecer, todo aquel que intenta averiguar lo que está pasando es brutalmente asesinado, a veces de manera sobrenatural. Solo Suzy, la recién llegada, consigue saber algo más del lugar, que esconde una historia sobre un cónclave de brujas y la existencia de tres de ellas, conocidas como las Madres, repartidas por Europa. Una de ellas, la Madre de los Suspiros, parece haber estado ligada a la existencia de la academia desde hace décadas.
De Suspiria podrían sacarse unas cuantas historias de su rodaje: cómo insinuaban que el guión estaba basado en una historia verídica contada por la abuela de la guionista Daria Nicolodi, el uso de un tipo de película concreta para dotar al film de ese color tan particular pero cómo tuvo que ser dosificado dada la limitación de cinta disponible. De la diferencia entre lo que se quería hacer y lo que se rodó (una explicación al comportamiento un tanto estúpido de algunos personajes parecía deberse a que la idea inicial era que estas fueran niñas más pequeñas) e incluso la desconcertante presencia de Bosé en mallas blancas como instructor de danza. Lo más extraño sea quizá la capacidad de hacer una producción de calidad con un guión que no pasaría el corte en cualquier serie Z. Y a este, hay que reconocerle que es el punto más flojo del conjunto: el punto de partida responde punto por punto al cliché de "era una noche oscura y tormentosa", entran y salen personajes que no hacen nada, muchos secundarios se comportan de forma absurda e incluso una parte de lo que le sucede a la protagonista parece no tener sentido ¿por qué sufre una anemia repentina? ¿por qué acaba siendo la más afortunada entre un alumnado que parecía ser más consciente de lo que pasaba? Una serie de situaciones que consiguen superarse gracias a la realización, que al final, es lo más recordado: el uso de colores muy vivos, especialmente el rojo, de los juegos de formas geométrica a través de pasillos, espejos y alfombras, una serie de asesinatos escabrosos en los que no se escatima en los detalles pero que son perpetrados y mostrados de una manera artística que solo puede recordar a aquellos cuadros que se recrean en el sufrimiento de mártires. Y una banda sonora igual de hipnótica, compuesta por el grupo de rock progresivo Goblin, mediante instrumentos étnicos y melodías vocalizadas, muchas veces mediante susurros o cánticos.
La atmósfera, los colores y el sonido hacen que la historia sea un recurso para poder filmar una película estilizada, muchas veces monocromática donde acaba pasando de forma brusca del azul al rojo, y de ahí, a una aparente normalidad, a la que la simpleza, y a veces, la incoherencia del guión le da el aspecto de un sueño extraño pero que también sirvió para perfilar una mitología que se desarrollaría en dos películas posteriores. O al menos, en una de ellas, porque la última entrega, rodada después del 2000, poco tiene que ver con lo que Argento había sido capaz de plasmar años antes. Y también, de ser objeto de un remake más que digno en 2018
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