Si hay algo que se le puede agradecer a
Netflix es que se atreva a sacar cualquier tipo de serie, desde lo
más específico (y anda que no están machacando con los anuncios de
la serie de luchadoras de Westrling...digo yo, ¿para cuando una
sobre funcionarios de Hacienda en los noventa?) hasta lo más geek (y
lo bien que me lo pasé con la vuelta de Mystery Science Theater
3000) e incluso recurriendo a adaptar material escrito, donde también
tiene un par de ejemplos.
En el caso de Una serie de
catastróficas desdichas, los libros no eran ajenos a la pantalla. En
2004 se estrenó una película donde se aprovechaba el histrionismo
de Jim Carrey, y su habilidad para ir rebozado en maquillaje, que no
llegó a convertirse en franquicia como le pasó a las más
afortunadas. Una década después Netflix recuperaba el testigo
siendo mucho más ambiciosa: si todo va bien, se guionizarán los
doce libros donde se cuentan las desventuras de los hermanos
Baudelaire. Una familia formada por Violet, inventora aficionada,
Klaus, bibliófilo, y Sunny que...bueno, que es un bebé todavía y
su hobby es morder cosas. Quienes pierden a sus padres en un incendio
y, tras ser adoptados por el conde Olaf, un siniestro personaje que
junto a sus secuaces, pretendía hacerse con la fortuna familiar,
pasan por distintos tutores ante la evidente inutilidad de los
adultos: desde científicos aficionados a las serpientes pasándo por
ex agentes secretas agorafóbidas, e incluso despiadados empresarios.
Quienes por algún motivo, son incapaces de ser conscientes de lo que
los hermanos Baudelaire descubren desde el primer momento: que el
conde Olaf los persigue, oculto tras los disfraces más peregrinos,
intentando deshacerse de ellos y de paso conseguir su herencia. Y por
si no fuera poco tener que huir de un villano de opereta, sus padres,
e incluso su principal enemigo, parecían formar parte de una trama
secreta que ellos irán descubriendo.
En el momento de su primera versión,
los libros en los que se basaban eran toda una rareza: la historia de
estos quedaba muy lejos de lo que podía ofrecer un Harry Potter o
una Narnia (la de C. S. Lewis, no mi gata), contando desde el primer
momento con una gran vocación paródica y la capacidad de romper la
cuarta pared a través de un narrador, Lemony Snicket, que dedicaba
su tiempo a explicar lo sucedido y relacionarlo con sus vivencias,
convirtiéndose en un personaje más. De hecho, el humor de los
libros era bastante sorprendente teniendo en cuenta que en principio
estaba dirigido a unos lectores muy jóvenes. Quienes parece un poco
difícil que fueran capaces de pillar referencias como muchos de los
apellidos y descripciones que había en los libros, y sobre todo, el
estilo de estos. Porque las desventuras de sus protagonistas en
cierto modo eran un poco una versión cómica de las novelas por
entregas donde se seguía a unos personajes que encadenaban desdicha
tras desdicha, y donde era imposible que la huérfana, la viuda o el
niño perdido pudiera tener tan mala suerte.
La serie adapta a la perfección la
idea de los libros, siendo capaces también de añadir al propio
Snicket como un personaje más, quien aparece en determinados
momentos hablando a la cámara, citando directamente sus párrafos
originales. A un planteamiento tan curioso le corresponde,
acertadamente, una estética similar: muy marcada por lo anacrónico,
donde el mundo parece haberse detenido en una especie de años
cincuenta ficticios, y donde los escenarios conservan un aspecto un
tanto gótico que, pese a alguna comparación, no tiene nada que ver
con Tim Burton. Quizá, por buscarle un parecido, podrían ser más
similares a lo que pudo verse en Pushing Daisies, aunque con una
visión más oscura y con un humor mucho más negro.
La adapción es muy fiel al material
original, tanto, que en muchos casos ha conservado para mal su
principal defecto: los libros, pasada la sorpresa inicial, caían un
tanto en la repetición, consistiendo estos en la llegada de los
protagonistas junto a un nuevo tutor, la aparición del villano
disfrazado, el desenlace, y vuelta a empezar al siguiente. Donde,
también a la tercera o cuarta vez, la aparición del autor
explicando términos evidentes a sus lectores pasa de ser graciosa a
un tanto tediosa. Y que en la primera temporada, que adapta los
cuatro primeros libros, hace muy patente este agotamiento al cuarto
capítulo donde el público ha visto repetirse este esquema unas tres
veces. En este caso es una suerte que hayan optado por un formato no
superior a ocho, porque si llegan a incluir un libro más, sería
bastante repetitivo.
En cambio, al trabajar con una serie
cerrada, han solucionado de forma bastante hábil un elemento de la
trama que, aunque aparecía de forma posterior, era un elemento
decisivo. En este caso, en lugar de dedicarse unicamente a repetir el
esquema principal de los primeros libros, han ido presentando un
argumento secundario, sobre sociedades secretas, agentes y
contraespías, que aparece en momentos muy contados, pero que ayuda a
sobrellevar en muchos casos lo monótono de algunas situaciones
además de aportar una motivación de mayor importancia a los
personajes. Dentro de lo que cabe, claro, porque lo cierto es que
esta última también está tratada de una forma muy singular, y hace
pensar que a saber lo que se encuentran los protagonistas en la
segunda temporada.
Una serie de catastróficas desdichas
es todo lo que se esperaba de una adapción televisiva: pese a no
saber resolver algunos de los defectos del material original, es muy
fiel, refleja perfectamente el estilo de los libros, y cuenta, además
de con una estética muy adecuada, con un reparto que sorprende para
bien: si los protagonistas infantiles son lo que se espera de ellos,
o lo que es lo mismo, que sepan actuar y no resulten repelentes, el
que brilla en cada aparición es Neil Patrick Harris como Conde Olaf,
donde no duda en ofrecer una interpretación de lo más estrafalaria,
donde incluso hay guiños bastante inesperados (como presentarse en
una escena de una manera tan envarada que recuerda al conde Orlok),
hace honor al término “villano de opereta” e incluso se arranca
a cantar en más de una ocasión. Un papel que, para quienes sus casi
diez años interpretando a Barney Stinson nos daban un poco igual,
supone una aparición de lo más divertida.