El villano es una figura que despierta más fascinación que muchos héroes. No solo a Moriarty le bastó una aparición para convertirse en el némesis por excelencia de Sherlock Holmes, sino que Fu Manchú es más conocido que los esfuerzos de Nayland Smith por detenerlo, Fantômas lo es más que el inspector Juve (salvo que lo interprete Louis de Funes) y Lupin obtuvo desde el primer momento el papel protagonista. Personajes que con más o menos sentido ético se mueven por una época muy concreta, la de los últimos coletazos del siglo XIX y de las calles iluminadas por las farolas de gas, y que remiten a un tiempo que no fue mejor, pero quizá se recuerda como más sencillo.
Esta figura ha sido objeto de una antología de Michael Sims, quien había recopilado previamente relatos de temática y periodo similares como los fantasmas clásicos o mujeres detectives. Aunque el original se tituló The Penguin Book of Gaslight Crime, la edición de Siruela pasó a llamarse Villanos victorianos. una decisión que si bien hizo que a muchos se nos fuera la vista hacia su cubierta nada más leerlo, no era esta la intención de su recopilador, ya que el periódo que abarca con el término “luz de gas” es mucho más amplio. Y sobre todo, los personajes que se mueven por sus páginas no se encuentran en el lado correcto de la ley, pero tampoco son tan villanos como podría llegar a serlo un banquero o un político. Sims expone que a la hora de escoger las historias, los protagonistas se tratan, en todo caso, de delincuentes con un código y valores o bien, que no lleguen a recurrir al asesinato para conseguir sus objetivos, y que además de contar únicamente con su ingenio, en más de una ocasión sus víctimas hayan caído por su propia codicia. O que el delito en sí pueda constituir una pieza artística o una muestra de genio. Y que en más de una ocasión, su actuación esté de parte del más débil, sea esto voluntario o no. El carácter y actuación de estos se separa así de la idea de rectitud victoriana ofreciendo una visión distinta, más cercana a la simpatía por los fuera de la ley y los desfavorecidos que por la figura del detective.
La selección llevada a cabo también responde a la intención de dar a conocer piezas poco conocidas. Salvo nombres que podrían ser familiares, como Raffles (no confundir con Ceferino, el inquilino de 13 rue del Percebe), el relato de Edgar Wallace que cierra la recopilación, o incluso William H. Hodgson, que también se aventuró en el tema policiaco, nombres como Grant Allan, O. Henry o Sinclair Lewis no lo son tanto. Y aunque Guy Boothby sea más conocido por haber creado al doctor Nikola, su presencia se debe esta vez al personaje de Simon Carne y no al genio del mal amante de los gatos.
La extensión también es menor para lo que el lector suele estar acostumbrado a una antología, con 250 páginas, unos 13 relatos, responde más a la idea de una selección de muestra que a una intención completista, que resultaría más complicada. Y que, quizá por el estilo de las narraciones, y lo específico, evita que este llegue a tener la sensación de querer acabar la recopilación de una vez.
Villanos victorianos es un título un tanto engañoso para una buena antología, donde conviven desde estafas tan ingeniosas como El episodio de los gemelos de diamantes o La cátedra de filantromatemáticas, con tramas de espionaje como Historia de un secreto. O rufianes con sentido de la justicia como el de Jane Cuatro Cuadros. Aunque, además de ofrecer una selección muy variada del género policiaco durante la época de las farolas de gas y lo últimos coches de caballos, también demuestra que el concepto de héroe y villano es muy relativo.
Los noventa días que transcurrieron entre informes diarios sobre estadísticas, avances y previsiones, lo hicieron también acompañados de todas las formas de evasión posibles. Circularon correos con listas de visitas virtuales a museos, conciertos de ópera servicios de streaming liberados temporalmente y adelantos de libros. Fue una editorial, quizá la que por temática estaba más lejos del arcoiris y del slogan Todo irá bien, la que, primero cada día, y con un poco más de margen a medida que el horizonte temporal se ensanchaba, comenzó a subir un relato que guardaba cierta relación con lo que sucedía. Los lectores, medio en broma medio en serio, sugirieron que aquello podría ser material de una antología como las que solían publicar.
Un año después, Valdemar editaba esos mismos cuentos con el adecuado título de Estado de alarma, y una portada que evocaba irónicamente a la protección que los médicos de la peste utilizaban. y que se había convertido de forma involuntaria en una referencia a la pieza de tejido que sería una pieza más del vestuario cotidiano.
La antología se quedó en un total de
23 relatos de los 26 que fueron ofreciéndose durante esas semanas,
quizá por cuestiones de maquetación o volumen. Estos comienzan con
una aproximación clásica, siendo probable que el lector conozca de
sobra La máscara de la muerte roja o El sótano de la peste de
Stevenson, aunque apariciones como El color del espacio exterior o El
Horla también sean una aproximación metafórica a la idea de la
colección.
El conjunto, en perspectiva, constituye
una colección bastante lúcida en la que las páginas se acercan de
forma bastante inquietante a determinadas situaciones: El gigante
invisible, de Bram Stoker, habla de una plaga que nadie cree al
principio. Los guantes, de Horacio Quiroga, reflejan una rutina
obsesiva de limpieza, y El sonido de las palabras, de Octavia Butler,
habla de secuelas a una enfermedad, aleatorias, imposibles de
predecir y que suponen un cambio a largo plazo.
Es curioso como una parte de estos sean
cuentos de temática marítima, y aunque Una voz en la noche de
Hogdson cuente con la presencia de una extraña enfermedad
contagiosa, al igual que El barco de grano o la hipnótica Al otro
lado de la montaña, los personajes de estas, aislados en los metros
cuadrados que ofrece un barco, reflejen también de forma directa el
aislamiento y la clautstrofobia. Del mismo modo podría justificarse
la presencia de un texto de Thomas Ligotti, donde describe un fin del
mundo lovecraftiano tan dificil de explicar como la propia percepción
de la realidad...además de hacerme preguntarme si el recluso de
Detroit se habrá enterado de la cuarentena o si para él solo fue un
viernes más.
Aunque los relatos más modernos
podrían ser los que se acercaran con mayor precisión a la idea de
enfermedad y el final de una época, estos son también los más
irregulares: si bien el de Butler funciona, y El fin del mundo tal y
como lo conocemos es una visión del apocalipsis tomado con calma e
indiferencia, el Dios salve a la reina de John Skipp sigue siendo tan
flojo como siempre, quizá porque no puede haber una antología del
mal rollo sin su cuota de zombies, aunque hay muchísimos otros
cuentos dentro del género que lo reflejan mejor que un relato
pensado para escandalizar, y el escrito por Hyatt Verril lo
demuestra.
Lo que empezó como una pequeña herramienta promocional terminó, un año después, con una colección variada, de corte macabro y que se acerca al concepto de enfermedad y encierro desde las perspectivas más amplias, también con un poco de humor negro. Un buen ejemplo de cómo sacar algo positivo de cualquier situación...Aunque, por si acaso, me quedaría más tranquila si no hay que seleccionar material para Estado de Alarma II: La cepa india.
Los ochenta, además de películas que empezamos a considerar clásicos y quizá una preocupante nostalgia, también fue una década decisiva para la fantasía. Willow, Lady Halcón o Legend, por citar unas cuantas, coincidieron con otras producciones más modestas. O incluso con otras a las que el tiempo parece haber olvidado, y no necesariamente por poco vistosas, sino por no haber contado con el favor de un público dispuesto a asombrarse.
Krull es la historia de como un príncipe debe rescatar a su prometida de as garras de un tirano que pretende hacerse con la princesa, el trono..y la galaxia. Porque este no es un reino, sino un planeta lejano en el que una profecía cuenta que el hijo de los herederos de reinos enemigos estará llamado a gobernar la galaxia. Y una monstruosa criatura, conocida como la Bestia, pretende emplear ese augurio a su favor. Solo el príncipe Colwin, junto a un variopinto grupo de acompañantes que encontrará en su camino, puede detenerlo y salvar a su amada.
El guion, con sus repetidas menciones al espacio y a profecías galácticas hace pensar en La guerra de las galaxias, cuyo desenlace entonces estaba pendiente, pero en realidad su influencia es más cercana a las aventuras clásicas y a la fantasía de Edgar Rice Burroughs que al space opera. La insistencia en mencionar que se trata de otro planeta, de profecías espaciales o que incluso unos vistosos rayos laser, con ruidito incluido, sean armas disponibles, tiene en realidad muy poco peso en una trama que acaba por ceñirse estrictamente a los cánones de la fantasía heroica: una princesa en peligro, un malo, un arma mítica y un grupo de personajes que podrían clasificarse como caballeros, mago, adivinos o guerreros. Y que cumplen su papel en un guion que a veces asusta por lo simple, y otros, por lo mal envejecidas que están algunas partes: las primeras secuencias, con los actores casi declamando sus líneas, el intento de pasar como algo trascendente escenarios que resultan un tanto ñoños, que convivan con tota naturalidad enemigos genéricos con cascos opacos y rayos laser frente a un héroe ataviado con unos leggins a rayas, o que el cometido de la princesa sea únicamente estar prisionera deambulando por un castillo. Cuyo diseño, a base de juegos de espejos y líneas superpuestas, se convierte en la aportación visual más interesante.
Una historia que al público no terminó de gustar y a la crítica, menos, convirtiéndose en un fracaso pese a tener un presupuesto holgado, y que al trabajar con algunos rostros conocidos, pero no famosos (aparece por ahí Liam Neeson cuando ni se imaginaba que se iba a dedicar a pelearse con lobos y salvar a su hija de la mafia cada verano), pudo permitirse el dedicar una parte importante de los recursos a los efectos especiales. Esto resulta en un aspecto visual que podría estar a la altura de cualquier clásico de los ochenta: junto a las secuencias deudoras del surrealismo en el castillo del antagonista, la película aprovecha bien los efectos artesanos, el stop motion, pero también los exteriores, donde los paisajes de Inglaterra no tendrían tampoco que envidiar a tomas que vendrían años después, y que de paso sirve para que el público no se fije tanto en unos interiores donde el decorado resulta evidente.
Aunque la producción resultar aun fracaso, especialmente junto al estreno del retorno del Jedi, y verla hoy suponga enfrentarse a algunas secuencias que chirrían por lo ridículo, Krull no es una mala película. Si es una muy naif, donde hay que olvidarse de matices y disfrutar del tono do nada, del bien contra el mal y del poder del amor frente a todo. Donde su aproximación como aventura espacial no funciona como pretendían pero si lo hace su visión como historia de fantasía muy sencilla. Una historia que con cinco o seis años, apenas entendí, pero sí lo suficiente como para que el mago quejica me hiciera gracia, el doppelganger me diera miedo y el desenlace del cíclope, uno de los personajes con los que intentan reforzar el entorno fantástico, me produjera un disgusto inconsolable. Y que hoy, una vez superada la sensación de vergüenza ajena de sus primeros diez minutos, volví a encontrar de nuevo.
Desde que en 1978 a John Carpenter se le ocurriera pintar de blanco una máscara del Capitán Kirk, enfundarla a un tipo corpulento y hacérselas pasar negras al personaje de Jamie Lee Curtis, la figura del asesino enmascarado se convirtió además de en un hombre del saco moderno, en todo un género que acabó desarrollando sus propias normas no escritas, toda una clasificación de los perfiles que iban a ser sus víctimas y en qué orden. Después de Myers, Jason Voorhes y Freddie Krueger (Ghostface no entra por empezar a acercarse desde lo referencial, porque la saga Scream me pilló aburrida del tema), parece que solo es posible tomárselo por la vía de la parodia o de lo consciente de sus limitaciones, aunque de vez en cuando es posible retorcer un poco lo visto mil veces antes y volver a contarlo, al menos, desde el otro lado. Porque, después de todo, ¿qué puede impulsar a alguien a una vocación tan poco agradecida como la de asesino en serie?
Cada pueblo tiene su leyenda local. Crystal Lake no se atreve a reabrir el antiguo campamento, Springwood teme la llegada de la noche y con ella, el sueño, y para Haddonfield cada Halloween es una pesadilla. Pero otros lugares, como Glenn Echo, tiene su propia historia: hace treinta años una turba enfurecida arrastró a las cataratas al pequeño Leslie Vernon. Su cadáver nunca se encontró, y dicen que regresará para vengarse y cobrarse nuevas víctimas. Lo cierto es que Vernon está vivo, bien, y viviendo a las afueras de del pueblo. Y más que dispuesto a prestarse como figura central en un documental acerca de lo que supone ser un asesino en serie.
La película, filmada en su mayor parte como falso documental, no duda en valerse de lo referencial: personajes como Myers o Jason son reales, y el único motivo por el que Vernon no tenga la misma categoría es el que todavía no ha matado a nadie, aunque se este reparando para ello, como se detalla en el documental. Este punto de partida sirve para parodiar los tópicos del género y dar una explicación a recursos tan manidos como los coches que fallan, las luces que se apagan y el orden en que caen las víctimas: todo ello es parte de una preparación previa y de las normas del oficio. Pero también para intentar dar una visión más profunda de la figura del antagonista, cuando estos se consideran un mal necesario, no tanto un hombre del saco como la contrapartida a lo bueno. Y que llegan a contar con su propia jerga, como referirse a Acabs a aquellos personajes tan o más monomaniacos que ellos, consagrados a perseguirlos.
Al tratarse de un formato de documental, el equipo protagonista tiene muy poca presencia, salvo la presentadora, quien desarrolla muy buena química con el personaje de Vernon. Este es in duda el punto fuerte de un guion que, pese a tener potencial, no se desarrolla todo lo que podría, y cuya participación sostiene gran parte del metraje. Vernon se revela como un tipo francamente simpático, lector de manuales anatómicos por motivos laborales, de libros de trucos de magia por afición, y al que se le nota una verdadera pasión por lo que hace, dispuesto a compartirlo con quien quiera escucharlo. Pero cuya actitud hace olvidar a veces la naturaleza de alguien una vez puesta la máscara, no distingue entre victimas y amigos. La cercanía de sus primeros m omentos y la facilidad con la que puede mostrar su faceta más siniestra recuerda en cierto modo a la personalidad que podría esconder no solo un asesino, sino también un maltratador.
El factor más interesante termina con el montaje de documental. Aunque el alternar entre ambos formatos sirve para aportar más puntos de vista, la última parte, rodada ya como una película de terror al uso, se limita a contar una vez más lo que previamente se había mostrado como parodia, y que se limita a ser una recreación de trampas y asesinatos de unos personajes estereotipados a los que, por tratarse de un mero escenario, apenas habían tenido tiempo en pantalla. Además, las limitaciones de presupuesto se notan y mientras las cámaras portátiles ayudaban a disimularlas, el cambio de formato las hace más evidentes y convierte una producción pequeña, pero con buenos puntos, en algo rutinario, un poco alejado de lo que habían contado hasta entonces. Aunque al menos contaron con el dinero suficiente como para tener cameos de Kane Hodder, Zelda Rubinstein o Robert Englund.
Detrás de la máscara se queda como una película menor, muy lejos de lo que conseguiría Cabin in the Woods o incluso las dos entregas de Creep. Pero, en su momento, rodeada de varias entregas de Scream, slashers de mediados de los noventa e incluso de cosas como Freddy vs Jason, supuso una vuelta de tuerca bastante divertida a la figura del asesino y su máscara. Y no se el resto, pero desde luego, he tenido vecinos mucho más insoportables que el bueno de Vernon.