Hay algunas películas que, sin haber
hecho ningún caso a sus reseñas, ni director, acaban convirtiéndose
en una revelación, aunque sea solo por no haberle prestado la más
mínima atención hasta entonces. Me pasó hace algunos años con
Gran Hotel Budapest, de la que acabé disfrutando cada escena sin
haber visto hasta entonces ni una película de Wes Anderson y ni
siquiera esperar mucho de las comedias que se estrenan en cine. Claro
que en este caso, no es precisamente una comedia al uso. Ni lo es su
siguiente estreno, como tampoco puede considerarse una producción
animada al uso. En todo caso, la primera supuso que me quedara con el
nombre en cuanto vi anunciada Isla de perros.
La isla del título hace referencia
donde todos los perros de la ciudad de Megasaki, tras una epidemia de
gripe canina (y de fiebre nasal) son exiliados por orden del alcalde
como medida de seguridad. Mascotas y perros callejeros son enviados a
un gigantesco vertedero pese a las protestas de los defensores de
los animales y del partido científico, quien asegura poder tener una
cura lista en pocos meses. Sin embargo, el que el escudo tradicional
del clan Kobayashi, dueña de la alcaldía que decretó la orden, sea
un gato, y que su animadversión por los perros provenga de varios
siglos atrás, hace que muchos se planteen que la clase política
está escondiendo algo. Y mientras, Atari, el pupilo del alcalde,
emprende un viaje hacia Isla Basura intentando encontrar a su perro,
uno de los primeros en ser enviados allí. Por cierto, ¿he
mencionado que la historia transcurre en Japón, y que ni los perros
ni los espectadores entienden el idioma?
La película, visualmente, es una pieza
de artesanía. Animada mediante stop motion, sin que su movimiento
pretenda ser realista o fluído, esta se recrea en un decorado y unos
personajes que tampoco pretenden emular a la realidad, sino mostrar
todo el detalle que puede ofrecer una marioneta. Desde unos
escenarios que casi parecen recortados, unos océanos con aspecto de
papel de seda, y unos personajes donde se aprecia el más mínimo
detalle, desde la piel casi traslúcida de algunos humanos, hasta la
más mínima peca y rizo de estos, pasando, sobre todo, por unos
protagonistas caninos a los que no duda en mostrar despeluchados y
algunos heridos como..bueno, como parece que no podría, o debería
mostrarse, en una película hecha con marionetas. Es más, teniendo
en cuenta el argumento, este podría verse en cierto modo como una
parodia de las películas de animación con animales parlantes y
pensadas para todos los públicos. Un poco, como una versión
macabra, con un humor distinto, y para adultos de Mascotas.
Su principal influencia, además de la
cultura japonesa, es su cine y especialmente el de Akira Kurosawa.
La narración y los personajes humanos se comportan de una forma muy
envarada un poco extraña en comparación con la actitud más emotiva
de sus compañeros caninos, y el montaje se recrea en los escenarios
de forma muy pausada y que, en vista del cuidado que han puesto a
nivel visual, era algo necesario: no podremos quejarnos de que no nos
dan tiempo de poder apreciarlos. Aunque, por esta similitud, también
hace pase algo parecido que con el cine del director japonés: es
pausado, y siempre hacía que pasada la parte principal, sus
películas se me hicieran cuesta arriba por lo pausado. Algo que
también sucede aquí cuando se toma su tiempo a la hora de llegar al
desenlace y pararse mucho en aspectos menores de la historia.
El idioma también es una parte más, y
una importante, de la película: al comienzo avisan que los únicos
que han sido traducidos a nuestro idioma son los perros, y que el
resto de personajes hablan en su lengua natal. Esto hace que, salvo
determinados momentos donde es necesario comprender un diálogo (a
base de unos subtítulos muy básicos o que un personaje diga algo
que puedan los protagonistas entiendan), los humanos mantengan
conversaciones en japonés incomprensibles para el público,
supliéndose esto mediante los gestos, rótulos concretos en inglés,
idioma convertido ya en lingua franca, o una traductora cuya
presencia en cada aparición política es casi permanente. Bueno, y
un secundario que por arte de necesidades del guión, resulta ser
occidental.
¡Gatetes!
A Isla de perros la encontré de una
forma parecida Gran Hotel Budapest: con poco más que un cartel a la
entrada del cine, y un día del espectador en el que decidí rápido
a qué película tenía que entrar. El resultado no fue el mismo, y
no llegué a ese nivel de emoción que supuso la primera. En cambio,
es imposible no perderse por los escenarios, los momentos de comedia
absurda que ofrece de cuando en cuando...y no terminar de ver como
unos antagonistas absolutos a los malvados miembros del clan
Kobayashi. Bueno, son una casta de odiadores tradicionales de perros,
sus métodos son más que cuestionables y sus niveles de vileza son
los habituales en un político. Pero esa rivalidad viene de la mano
de una devoción por los gatos y que todos y cada uno de ellos sean
acompañados por un minino de expresión aviesa.