Hay películas sobre las que es difícil hablar ¿Qué puede decirse de un clásico del cine, que ha influido visualmente a muchas obras posteriores, cuyo mensaje se ha analizado y cuyos fotogramas de engranajes y el eterno bigote de Chaplin adornan cualquier escenario cinéfilo? Al igual que cualquier otra, lo que se opina.
Tiempos modernos es la visión de Chaplin, entre cómica, tierna y desoladora, de la época posterior a la primera gran crisis económica de la era contemporánea. El operario de una fábrica, uno de tantos, sufre una crisis nerviosa que le llevará a perder su puesto y vivir una serie de peripecias que lo llevan a la cárcel, a diversos trabajos y a ser una y otra vez perseguido por las fuerzas del orden. Pero también a encontrar a una joven huérfana, a quien la fortuna tampoco ha sonreído, junto a la cual intentará mantener la esperanza ante el futuro.
Considerada la última película muda, esta es en realidad una mezcla de ambos formatos, donde uso pocos diálogos a modo de referencia o voz en off, e incluso un número musical, se intercalan con los escasos rótulos que complementan lo que las imágenes no pueden narrar. Esta se basa íntegramente e lo visual: la gestualidad de Chaplin, sus movimientos coreografiados en el escenario y los decorados de una fábrica casi fantástica, compuesta de engranajes y palancas que no parecen tener ningún sentido práctico, salvo engullir a su protagonista y a algún que otro personaje de una forma cómica al principio, y un poco alegórica más adelante. Una visión influenciada por las secuencias de Metropolis, aparentemente más luminosa y con el objetivo de hacer reír, pero igual de oscura a medida que se refleja, exagerado hasta lo humorístico, la crisis nerviosa de su protagonista, las reivindicaciones de los trabajadores, las cargas policiales y sobre todo, el sistema fordiano con el que el propietario de la fábrica pretende optimizar el tiempo que sus trabajadores malgastan descansando y comiendo.
Desde las primeras, y más conocidas secuenciasen la cadena de montaje, la película se acaba convirtiendo, lo pretenda o no, en un reflejo de la década: desde la referencia a los movimientos obreros, la búsqueda y la ausencia de empleos, la escasez e incluso la opulencia a través de unos grandes almacenes que los protagonistas convierten en su hogar durante la noche (un escenario que décadas después, intencionado o no, se convertiría en un refugio recurrente contra los zombies). Cada situación se sucede, de forma episódica, de modo que la hora y media de metraje sirve para cubrir una gran cantidad de escenarios, constituyendo de algún modo una serie de capítulos que sirven de marco para distintos gags, marcados por la comedia gestual propia de Chaplin pero también caracterizada cada una por un desenlace en el que sus protagonistas deben huir, quedando como al principio. Incluso en su desenlace, donde no hay más esperanza que el optimismo de ambos emprendiendo camino hacia el horizonte. Una visión mucho más idealizada de las migraciones de trabajadores durante la década, pero donde puede reconocerse la realidad a la que aludía.
Ochenta y cinco años después, Tiempos modernos sigue manteniendo su categoría entre una de las mejores películas de la historia cinematográfica. Sin, según el propio Chaplin, intenciones trascendentales ni de denuncia, sigue siendo fácil ver en ella el reflejo de una situación que se limita a repetirse una y otra vez, añadiendo pequeñas modificaciones. Y donde, por desgracia, lo que se ha vuelto más difícil es tener fe en la esperanza que a duras penas, intenta ofrecer los últimos minutos.
Uno de los mayores problemas que puede sufrir cualquier obra de ficción, sin importar su formato, es la falta de coherencia. Si lo que cuentan carece de sentido, aunque sea dentro del universo de la historia, puede fallar el resto, empezando por la complicidad necesaria con el público. O no. Porque hay algunas producciones que consiguen saltarse algo necesario, y aún así, que esto se convierta en algo que les proporcione una cualidad única y a veces cercana a lo onírico. Algo que pasaba en gran medida en las películas más conocidas de Argento, especialmente en Suspiria y el resto de la trilogía de las Madres, y en menor medida, en un estreno en el que se limitó a labores de producción, guión y que, pese a considerarse una obra menor, sería una de las más populares de la década de los ochenta.
Demons transcurre en un ruinoso cine del entonces Berlín Occidental, donde un grupo de personas, sin relación entre sí, acuden mediante invitación a un estreno del que no habían oído hablar. Dos chicas que ese han saltado sus clases, dos jóvenes que ven la sala como una oportunidad para aligar, parejas de distintas edades e incluso un chulo con sus dos…ehm…amigas, o un invidente comienzan son el público de una película de terror cuyos primeros minutos empiezan a reproducirse en la sala de cine: una herida, producida por la máscara que adornaba el local a modo de atrezzo, provoca que una de las espectadoras sufra una grotesca transformación en un demonio, atacando y convirtiendo a su vez a todos los que se cruzan a su paso. Atrapados en el cine, y acorralados por un número creciente de monstruosidades, los asistentes intentan mantenerse con vida en un recito del que inexplicablemente, es imposible salir.
Aunque Argento hubiera participado como productor y colaborado en el guión, una parte de este, así como la dirección, corresponde a Lamberto Bava. Con un presupuesto un tanto limitado que si bien se nota, como en la mayoría de series B, hace de la escasez una virtud, aprovechando los exteriores de Berlin, desde las avenidas nocturnas hasta una secuencia introductoria en tren (el paisaje me recordó un montón al Rodalies Sabadell-Barcelona), aí como el cine donde se desarrolla la historia.
Los efectos especiales, completamente artesanales y muy gráficos, pueden considerarse dentro del gore, abundando las escenas sangrientas, los zarpazos, los cortes exagerados y una serie de muertes mostradas de forma gráfica pero que, lejos de lo realista, tienen una cualidad muy teatral y exagerada, ayudada por unas criaturas cuya transformación viene acompañada por desprendimiento de piezas dentales y una ingente cantidad de pus y babas de colores. Que, junto a una banda sonora compuesta en parte por clásicos heavy de la década hace que esta, más que aterradoras, tengan un exagerado y enfocado hacia lo excesivo y la diversión.
Este aspecto se ve reforzado por el guion. El comienza es un juego cinematográfico en el que la película refleja el metraje que los protagonistas ven en su pantalla, lleno de detalles como un doble papel, en la película ficticia y en la real, de Michele Soavi, la enigmática apertura de una sala de cine antigua, y sobre todo, la frase que sirve a su vez de promoción y cita más recordada: "harán del cementerio una catedral y de la ciudad vuestra tumba". Pero que con posterioridad se ve relegada en favor de un montaje más acelerado centrado en lo visual y la acción. Donde lo irregular gana terreno en forma de momentos fuera de lugar, como una larguísima secuencia protagonizada por un grupo de punks y donde lo mejor es escuchar White Wedding de Billy Idol de fondo. Y donde sobre todo, lo extraño y lo incoherente se vuelven la norma ¿Para qué va un ciego a ver una película? ¿Quién ha tapiado las entradas?¿Quien, en plena época del vhs, se pone a regalar entradas de cine? Nada de esto importa, porque el poder disfrutar de secuencias como el personaje de Bobby Rhodes organizando un improvisado movimiento de supervivencia, y especialmente, la desconcertante batalla contra los demonios a lomos de una moto y katana en mano se quedarán en la memoria del público, aunque no por los motivos correctos.
Con el tiempo, Demons ha pasado a ser recordada como una obra menor de Argento, pero también una de esas piezas de videoclub en el que la intención terrorífica compartía espacio con la comedia involuntaria, y a ser recordada con humor y cierto cariño. Puede que el presupuesto no diera para hacer del cementerio una catedral, pero sí para hacer que su principal defecto fuera su mejor baza.
Hay películas que parecen condenadas a ser olvidadas en detrimento de otras. A menudo, estas parecen fuera de lugar en su década, no conectan con el público o incluso se adelantan a otras, muchísimo más populares, quedando relegadas al "se parece a". Algo así sucedió un año antes del estreno de Matrix, cuando Aleyx Proyas presentaba una curiosa producción sobre identidades fragmentadas, realidades falsas, y bastantes abrigos negros.
En un momento posterior a medianoche, un hombre despierta en una sórdida habitación de hotel. No recuerda nada de su pasado, en la estancia no hay más que unos cuantos efectos personales…y el cuerpo de una mujer brutalmente asesinada. Una misteriosa llamada telefónica le advierte que debe huir antes de que ellos lo encuentren. Y John Murdoch, entre recuerdos fragmentandos de su infancia, su esposa y un crimen que pudo, o no, haber cometido, se mueve por una ciudad sumida en una noche perpetua y que, con la última campanada comienza a cambiar su arquitectura. Mientras, unas figuras de aspecto cadavérico, conocidas como los Ocultos, parecen tener un interés en la vida de sus habitantes y en los poderes que John ha comenzado a desarrollar.
La película en su momento, pasó desapercibida. La estética parecía fuera de lugar para los gustos de la década, su premisa, a ratos fantasía oscura, ciencia ficción filosófica, con un tono surrealista quizá, fue considerada demasiado confusa por los estudios, que obligaron a incluir un prólogo donde una voz en off explicaba la trama que se ocultaba en el guion para hacerla más comprensible. El montaje del director, que años después la eliminaría y añadiría algunas escenas suprimidas, demostraba lo innecesario de esta aclaración: todo tomaría sentido, a su debido tiempo, según el público siguiera los pasos de John Murdoch y el doctor Schreber.
El segundo punto en contra llegaría un año después, con el estreno de Matrix. Que, en apariencia desarrolla una trama idéntica, con elementos coincidentes (como la realidad simulada, quienes se ocultan tras ella, y la capacidad de la mente frente a un entorno ficticio) pero de una forma más lineal, más vistosa y moderna y que seguramente, conectaba más con un público familiarizado con la necesariedad de la informática, seguramente todavía un poco inquieto con lo que podía pasar en el efecto 2000. En realidad no lo es tanto, sino uno de esos caso sen los que dos guiones tratan los mismos elementos. Y si el de los Wachowski hablaba de simulaciones informáticas, Dark City expone conceptos como la naturaleza del alma humana, lo que la compone, o la individualidad. Todo esto planteado desde una estética muy peculiar. Su aspecto, oscuro y retro, se acerca al noir de unos años 40 imaginarios, pero lleno de influencias diversas, como los edificios gigantescos de Blade Runner, el expresionismo, e incluso los diseños de Clive Barker. Estos dos últimos constituyen el referente visual más directo de los antagonistas, cuyo aspecto y naturaleza supone una particular mezcla entre el Conde Orlok y los cenobitas.
Aunque la mayor parte de la trama consigue mantener un tono pausado e inquietante, esta cede de forma inadecuada a un espectáculo final marcado por el enfrentamiento entre héroe y opuesto, que resulta un tanto fuera de lugar con una serie de lanzamientos de objetos diversos, colapsos del decorado y unas ridículas infografías que representan los poderes mentales empleados por estos. Una secuencia no muy bien llevada (junto a una revelación de la naturaleza de la ciudad que puede no ser del gusto de todos) y que afortunadamente, se deja atrás para ofrecer un desenlace que, bajo su apariencia esperanzadora, puede esconder matices mucho más siniestros que los que anuncian la llegada del amanecer que cierra la historia.
Con el tiempo, y con un montaje adecuado, Dark City se ganó un puesto como filme de culto. Pero por sus propios méritos y naturaleza, muy lejos de ser únicamente el Matrix de la gente rara.
A finales de los noventa hubo unas cuantas películas marcadas por su carácter espectacular. Actores de primera fila, efectos especiales, y sobre todo, cosas que explotan. Fue la época de Armaggedon, de Deep Impact (qué manía con bajar meteoritos a la tierra), de Salvar al soldado Ryan…pero también de otros proyectos, igual de vistosos cuyo resultado fue muy distinto del esperado. Godzilla tendría que esperar casi 20 años para convertirse en una franquicia, y a juzgar por la escasa repercusión que tuvo la cinta de Stephen Sommers, todavía no eran tiempos para monstruos marinos.
El misterio de las profundidades, titulo dado en España a Deep Rising, adelanta lo que los protagonistas encuentran: un lujoso crucero, que iba a ser el objetivo de un grupo de piratas, aparece a la deriva en algún lugar del Pacífico. Su interior está destrozado y no hay rastro de los pasajeros, salvo los cadáveres, parcialmente devorados, que aparecen desperdigados por la nave. Los escasos supervivientes que han logrado esconderse hablan de unas criaturas monstruosas, similares a gusanos, que han atacado el barco. Incapaces de comunicarse con tierra firme, y con ambas embarcaciones destrozadas por el abordaje, tendrán que sobrevivir en los corredores de un barco que se hunde lentamente, mientras exista una remota posibilidad de ser rescatados.
La película es una mezcla de géneros donde entre el terror, la comedia y la acción, esta última es la que tiene más peso. Pese a contar con un antagonista como unas criaturas marinas y un diseño propio de un monstruo abisal (además de tener un giro inesperado), el tono es más propio de los blockbusters de ese año, donde abundan las secuencias de disparos, explosiones y huidas espectaculares. Aunque haya un par de escenas un tanto siniestras, donde una sala llena de cadáveres sanguinolentos recibe a los protagonistas, queda muy lejos de una historia sobre los horrores que alberga el mar y más cerca del cine de aventuras.
El reparto, sin contar con actores de primera fila, tiene caras conocidas de papeles secundarios o producciones menores, como Wes Studi, Famke Janssen o Jason Flemyng. Este es más que competente, aunque el tipo de personajes es bastante simple y no hay mucho espacio para la caracterización: estos, formados por delincuentes, pilotos de fortuna o una ladrona recuerdan a las novelas populares, se resumen en el bueno, la chica, el malo, el traidor, los que se mueren al principio y el gracioso. Unos perfiles simples que se desplazan por un escenario conviviendo con unos efectos especiales más que correctos para la década y el presupuesto de la producción, pero que hoy sufre de la misma textura infográfica de gran mayoría de los estrenos de entonces. Por lo que, aunque el diseño de los monstruos resulte interesante, casi se agradece que estos no aparezcan más tiempo del necesario.
Con un enfoque más centrado en la acción y la comedia, y un argumento quizá demasiado simple, Deep Rising no fue un éxito de público ni crítica, pese a que su desenlace intentaba, o bien un guiño al cine de monstruos al que podría homenajear, o la sugerencia de una secuela que no llegó a filmarse. Hoy, al menos, puede verse como una de esas series B que tuvieron la suerte de contar con un presupuesto holgado. Y que podría haber sido mucho mejor, de haber aprovechado el entorno claustrofóbico o de haberse enfocado más hacia un género más concreto, pero que se queda en una sesión de tarde entretenida. Y, teniendo en cuenta el éxito que tendría posteriormente La momia, quizá en un adelanto de un tipo de cine fantástico para todos los públicos y muy vistosos
El fantasma ha aparecido en la literatura como parte de lo sobrenatural, como alguien que tiene una cuenta pendiente en el mundo de los vivos, como un vestigio histórico, o como un hecho, carente de memoria, condenado a repetirse una y otra vez en un lugar determinado. Un ser, por llamarlo de algún modo, que ha tenido presencia en la literatura desde hace siglos, especialmente en el relato. El cuento de fantasmas es todo un género en sí, lo bastante amplio como para que sea posible que de lugar a no una, sino multiples antologías, y en las que sería muy ambicioso pretender que contienen los mejores textos.
En este caso, Valdemar optó por acotar a Los mejores relatos aparecidos en su editorial, dentro de un fondo que destaca por lo amplio, y que una vez más, permite en la mayoría de los casos evitar repeticiones y limitarse al cuento de fantasmas anglosajón.
La colección, compuesta por unos veinte relatos, en orden cronológico en su mayoría, presenta un viaje por el cuento fantasmal relativamente reciente, iniciándose con Daniel Defoe y llegando hacia la mitad del siglo con Robert Bloch los espectros que deambulan en los espejos de una casa.
El resto supone una selección variada, en la que tienen presencia autores anglosajones y continentales, entre ellos, cuentos que seguramente el lector sepa de memoria, pero sin los que sería imposible considerarlos como una selección de los mejores: La ventana abierta de Margaret Oliphant, con un alma en pena capaz de afectar a la salud de los vivos, las extraña aparición de La muerte de Halpyn Frasier, o Corazones perdidos de M. R. James, que además de ser el maestro del relato fantasmal demuestra, con una historia sobre venganzas sobrenaturales y magia, que es posible dotar a un esquema muy concreto de todo tipo de vueltas y matices.
Habrá nombres que resulten familiares, pero con aportaciones quizá menos conocidas: las historias de fantasmas de Chapelizod de Le Fanu suponen una visión costumbrista de lo espectral, en forma de pinceladas muy breves sobre los rumores de un pequeño pueblo. Bram Stoker narra una historia de venganza y codicia, y Conan Doyle busca entre las tradiciones orientales para hablar de un fantasma al que su descanso le ha sido negado de forma involuntaria. Y también la visión, extraña y un tanto ilógica, de los hechos narrados por Maupassant, la leyenda, con un título más memorable que su contenido, de La monja sangrienta de Charles Nodier, o la ambigüedad de lo sucedido en La losa de Claude Vignon. Incluso Lovecraft se atrevió a cultivar el relato fantasmal en La cripta, con un desenlace que no desmerecería a las páginas de un comic de la EC.
Quizá la mayor diferencia respecto de antologías posteriores es su trabajo de mera recopilación: se trata de relatos disponibles en su fondo editorial, publicados según la época de su autor y sin mayor contextualización que los conocimientos del lector. Algo que choca en comparación a las antologías actuales, mucho más matizadas, y donde cuentan con un prólogo y una referencia previa a la biografía y característica de cada escritor incluido, pero que se trata de una mera cuestión de edición y que no desmerece el contenido.
Quien anda ahí no es una antología original, ni tampoco lo pretende: es una selección de buenos relatos, con un adecuado equilibrio entre lo más conocido y lo inesperado (¿alguien contaba con un cuento de fantasmas boxeadores de Robert E. Howard?) y en la que, aunque pueda faltar exhaustividad a la hora de ofrecer información y contexto, a lo que nos acostumbraríamos posteriormente, los relatos, al igual que las sombras, ecos, y aparecidos que se mueven entre sus páginas, hablan por si solos.