"Ahí estás de nuevo leyendo cosas raras" es una de las frases que más a menudo he escuchado. Y que más me costaba entender porque el nivel de extrañeza no es un baremo objetivo: Ni M. R. James, ni Lovecraft, ni Terry Pratchett tienen por qué ser raros, ni la trilogía Millenium la norma (me voy a este ejemplo porque desde entonces no he vuelto a saber lo que se está vendiendo), ni al contrario. En cambio, si hay escritores que se salen de de la norma o de las lecturas habituales. Las historias de Thomas Ligotti son extrañas. La forma que tiene Jean Ray de entender el pulp también es extraña. El mundo de Gormenghast es de lo más desconcertante y el multiverso de Michael Moorcock también tiene sus momentos. Y los dos libros de esta semana también van sobrados de rareza...pero también los hace todo un descubrimiento.
Laird Barron. The Beautiful Thing that awaits us All. Con una primera novela donde se mezcla la narrativa pulp con las peleas ilegales, los agentes del gobierno y los Primigenios, Barron hacía quedar claro su estilo, y que un poco como Robert E. Howard, era lo que había: un tipo de terror muy visual y directo, pero también un tanto increíble y en el que se mezclaban influencias muy variadas. En esta colección de relatos abarca unos cuantos escenarios más y aunque las criaturas y situaciones que aparecen no son nuevas, este las adapta a su propio estilo, que en este caso, resultan bastante exóticas por lo concreto de cada ambientación. No hay un nexo común entre los cuentos, ni por temática ni por universo compartido, sino que estos pueden ir desde un caso de magia negra en la America rural de los años 20, hasta su propia versión de la licantropía, muy basada en los mitos de los nativos, pasando por una revisión muy sangrienta a los cuentos de hadas tradicionales e incluso una parodia sobre los escritores de terror modernos.
La recopilación termina mostrando una visión un poco más amplia de sus intereses de lo que podían hacer una novela, y estableciendo también los puntos fios y preferenias del autor. Pero también sus defectos: su tendencia a las tramas deslabazadas y perderse demasiado narrando los antecedentes de personajes secundarios, que, aunque sean fascinantes, hace difícil volver a coger el hilo de la trama principal una vez se ha interrumpido para explicar a dos, tres o cinco personajes. En cierto modo, estas no son otras que sus características como el narrador de un tipo de historias donde a menudo, lo importante no es lo que iba a contar según el texto de contraportada, sino el cómo se detiene en cada una de los escenarios, y en cada uno de los personajes, que componen sus libros.
Stefan Grabinski. El demonio del movimiento. Un desconocido para mí hasta que Valdemar anunció que publicaría sus relatos. A partir de ahí resultó que además de considerarlo el Poe polaco, Thomas Ligotti era admirador suyo y que sus relatos tenían en común con él la atmósfera de pesadilla y los personajes aislados de la sociedad. Pero, si los de Ligotti se caracterizan por la presencia de marionetas (como elemento terrorífico, y sobre todo como metáfora), los de Grabinski, al menos en esta colección, lo hacen por tener como elemento en común los trenes.
Estos están presentes a lo largo del libro, en unas historias que transcurren en estaciones, en máquinas o en vagones de tren y donde sus personajes principales son maquinistas, jefes de estación, pasajeros. Todos ellos afectados de una manera u otra por lo que el tren representa en cada caso: la necesidad de permanecer en movimiento, la huída, y también lo sobrenatural presentado de las formas más variadas. De las cuales, la más común es la presencia contínua del movimiento: un maquinista obsesionado con la necesidad de evitar las rutas circulares, un pasajero poseído por el "demonio del movimiento" que le obliga a emprender viajes hacia cualquier lugar, o las historias de terror, ciertas o no, que los empleados de la compañía ferroviaria cuentan entre ellos durante sus guardias.
Al menos este primera recopilación ha sido todo un descubrimiento: por lo poco visto de sus escenarios, por el estilo tan propio de entreguerras que emplea el autor (el libro se publicó en 1919), y por la sorpresa de haber encontrado a un autor nuevo, aunque hubieran pasado casi 100 años desde que sus textos vieran la luz.
Los ochenta fueron una buena época
para el fantástico y la serie B, y gran parte de ello se debe al
trabajo que desempeñó entonces John Carpenter. Durante esa década
su producción fue de lo más variada, desde el terror gracias a La
cosa y La niebla, la ciencia ficción y el cine de acción...e
incluso a las películas “de chinos” de toda la vida. O más
bien, a las de Fu Manchú y las de artes marciales con los mismos
medios, pero más ingenio, de las que estas disponían.
Golpe en la Pequeña China transcurre
en la Chinatown de San Francisco (me quedo con el nombre en inglés
porque en castellano barrio chino es otra cosa, y no es plan de que
me de la risa floja mientras escribo), donde Jack Burton, un
camionero deslenguado, chuleta y de buen corazón, como todo héroe
de acción que se precie, acompaña a su amigo a recoger a su
prometida al aeropuerto. A partir de ese momento, con la irrupción
de una de las muchas bandas que controlan la zona, y el secuestro de
la joven, comienza una sucesión de situaciones enloquecidas: guerras
de mafias a golpe de machete y artes marciales, magia negra y un
malvado hechicero que ansía cumplir una profecía según la cual,
casarse con una chica de ojos verdes lo librará de una maldición
milenaria y le permitirá alcanzar el poder necesario para dominar el
mundo.
Pese a no ser una comedia, la película
no se toma en serio en ningún momento. El guión casi sirve para
hilar secuencias de acción entre una explicación y otra, que sirvan
al menos para saber quien es cada personaje o qué planes tiene el
villano. Y tampoco es que dediquen demasiado tiempo a explicar las
motivaciones de cada uno, ni cómo funciona la sociedad en Chinatown,
sino que son las imágenes que hablan por si solas, a través de
luchas de las tríadas en plena calle, burdeles, y magos que surgen
de la nada, sorprendiendo tanto a un protagonista que se pasa la
primera mitad del guión igual de desconcertado que espectador.
Tampoco es que se eche demasiado en falta el trasfondo porque ese
ritmo tan acelerado es muy adecuado para una historia que
precisamente funciona por esa sensación de situaciones atropelladas,
que no dan tiempo a pensar. Pero esa consciencia de lo alocado de
cada una de las situaciones también proporciona una sensación muy
marcada de ser un homenaje a la nostalgia que despertaba un género
también marcado a menudo por la falta de coherencia, de ser un humor
en realidad muy matizado por este factor, y no de tratarse de una
verdadera falta de seriedad.
Es también la nostalgia la que hace
que hoy, lo que más se recuerde de la historia sean también los
personajes y algunos de sus diálogos. En especial, el Jack Burton
interpretado por Kurt Russell, quien en esa época apareció en gran
parte de la filmografía de Carpenter y que aquí encaja a la
perfección el papel de caradura no muy brillante, pero también
entrañable. Y también el que aporta la visión más pragmática a
una historia donde mientras el resto de personajes hablan de magia,
demonios y profecías, él se preocupa de los aspectos más mundanos,
como el repartir estopa y sobre todo, recuperar su camión, un
elemento muy secundario al principio de la película pero que también
es un rasgo que define al personaje. Este contrasta con el de Lo Pan,
quien reúne las características y manías propias de un villano
desde los tiempos del Emperador Ming: ante todo, casarse con la
chica. Y un poco sacado de la manga, dominar el mundo. Así, sin que
quede muy claro, y porque lo dice un secundario. Lo que no supone un
punto de coherencia en el guión pero sí irónico y referencial
sobre este tipo de antagonistas. Haya sido intencionado o no.
Acostumbrado a trabajar con muy pocos
medios, los escenarios pasan de ser unos planos generales en
exteriores y en Chinatown a unos decorados aprovechados al máximo:
casi toda la acción transcurre en restaurantes, almacenes, sótanos
y una cámara donde abundan la decoración propia de un restaurante
chino e incluso una enorme calavera de corchopán que se derrumba
entre un despliegue de rayos y efectos de sonido de lo más simples.
Tampoco faltan los maquillajes y los monstruos manejados de forma
mecánica, de los que precisamente su carácter artesanal hace que
estos efectos envejezcan mucho mejor que los CGI empleados en la
década del 2000. Aunque, en este caso, tratándose de Carpenter y
de esa década, es un poco difícil ser imparcial respecto a estos y
cualquier monstruo hecho de plástico resulta memorable.
Golpe en la Pequeña China está lejos
en cuanto a calidad de 1997 Rescate en Nueva York, por no hablar de
La Cosa o La niebla. Pero es imposible no sentir simpatía por un
héroe como el Jack Burton de Russell, por lo disparado y disparatado
de sus situaciones, y por un guión que, sin nacer con vocación de
comedia de las de soltar carcajadas, hace un homenaje al género muy
particular.
Pudimos tardar treinta años en ver las continuaciones, o el
prólogo, de La guerra de las galaxias original. Pero con Disney
adquiriendo los derechos, una cosa estaba clara: la franquicia
volvería al cine con más regularidad que en las últimas décadas.
Primero, con una séptima entrega más que correcta, pero con la
sensación de ser un reboot de la serie, y con una serie de historias
intermedias para los años en los que estas no se estrenan. Entre los
distintos proyectos, el más reciente ha sido uno tan concreto como
los hechos anteriores a la primera Guerra de las galaxias, la
construcción de la Estrella de la muerte, y sobre todo, cómo
demonios un armatroste tan caro pudo tener un defecto estructural tan
evidente.
En Rogue One no se utiliza la Fuerza, pero sí se la menciona como
una consigna entre los antiguos creyentes y los primeros rebeldes.
Tampoco hay jedis, ni héroes predestinados, aunque es precisamente
la hija de alguien importante para los planes del imperio la que
puede llevar a cabo los primeros pasos de una misión que será clave
un tiempo después. Es el caso de Galen Erso, el diseñador
del arma imperial quien poco después quiso abandonar el proyecto y
que escondió a su familia para evitar que esta fuera utilizada en su
contra. Unos años después, en una Alianza rebelde fragmentada entre
moderados y extremistas, Jin, su hija, parece ser la clave para poder
detener los planes del imperio y la colaboración de Erso. Esta,
lejos de estar comprometida con ninguna causa, solo quiere alejarse
tanto de un gobierno para el que es una fugitiva, como para unos
rebeldes para los que solo es una herramienta más. Pero en plan
concebido por los rebeldes dista mucho de ser una misión de rescate,
y el responsable del arma más poderosa del imperio tampoco se limita
a guardar una lealtad ciega.
El aspecto más interesante de la película es el mostrar una
parte del universo Star Wars que hasta entonces era habitual para los
seguidores en comic o en videojuegos, pero no explotado a nivel
cinematográfico: la historia de unos personajes independientes,
alejados de las tramas sobre jedis y la Fuerza, centrándose en algo
tan concreto como una de las misiones que llevan a cabo los rebeldes,
aunque esta esté directamente vinculada a la historia principal. En
este sentido, la narración es más cercana a un space opera bélico,
donde se intenta dar una visión menos unidimensional de ambos
bandos: frente a la lucha tradicional de las anteriores entregas,
donde el imperio es malvado y recto, y los rebeldes buenos y
valientes, estos últimos aparecen ahora retratados como
ideologías dispares, algunos más fanáticos y despiadados, otros
más prudentes y donde sus decisiones pueden suponer la muerte de
inocentes. Una forma de actuar menos heroica y más cercana a
las historias de guerra modernas, que marca también la actitud de
los personajes principales: bastante más desesperanzados y ambiguos
que los que se presentaban en la trilogía original. Incluso los
decorados, colores y vestuarios, siendo los propios de la serie y
mostrando una gran diversidad de lugares y criaturas, se hacen eco
del tono de la historia y muestran una tonalidad más gris que
sus predecesoras.
Esto no implica que se obvien las menciones al resto de elementos
conocidos de la serie: no hay jedis, pero uno de los personajes
cuenta con habilidades que pueden ser, o no, propios . de estos. Y
siendo la historia previa a Star Wars, tampoco podían faltar aunque
sea breve, la aparición de los protagonistas de esta: Darth Vader,
Leia rejuvenecida digitalmente o el almirante Tarkin resucitado para
una secuencia tan corta que podrían haberse ahorrado una nigromancia
digital que, entre actores reales sigue notándose y la convierte en
un cameo incómodo.
Frente a la aparición de estos personajes, los protagonistas de
la narración quedan en desventaja. Están bien construidos, se
empatiza con ellos e incluso los que tienen un carácter más
cómico, como el creyente en la Fuerza y el androide, funcionan y se
ganan las simpatías del público. Pero pesa sobre ellos la sensación
de ser una anécdota, que solo están ahí de paso. En otras
palabras, muere hasta el apuntador. También es cierto que ahora no recuerdo si en La guerra de las galaxias original mencionasen que no hubiera supervivientes en esta misión, o si modificaron posteriormente ese diálogo. Y en una industria donde priman
los finales felices y las secuelas, la decisión podría parecer
arriesgada. En este caso, en cambio, hace sospechar que se debe a la
intención de evitar que estos interfieran con los de la continuidad
principal.
También se hace evidente que ante todo se ha ido a lo seguro: el
guión cubre en apariencia un aspecto del universo de las
películas, pero los arquetipos que emplean son muy similares.
Pilotos, rebeldes, androides respondones y un jedi que no es jedi. La
estructura también es la propia de un blockbuster, donde queda
reservado para el final una secuencia épica llena de altibajos y
amenazas para los protagonistas que acaba haciéndose excesivamente
larga, como pasó con el desenlace de El hobbit o el señor de los
anillos.
Rogue One es, como su título indica, una historia de Star Wars.
Una independiente, muy bien narrada y cuando menos, entretenida, pero
donde parecen querer a toda costa cortar lazos con cualquier
continuación y donde lo peor sigue siendo ese intento de traer
de vuelta a Peter Cushing. La infografía podrá hacer muchas cosas,
pero recrear el talento, no.
Gran parte del cine de terror que veo
suele ser en casa. Con esto no me refiero a comprobar aterrorizada
algún estropicio causado por Sabela y Narnia mientras estaba fuera
(que son muy tranquilas, pero cuando la arman, ponen todo su corazón
gatuno en ello), sino a que este es más habitual en la tele o en la
pantalla del ordenador que en un cine. En parte porque para las salas
grandes se quedan los estrenos importantes, y por otro lado porque en
una localidad tirando a pequeña, es raro que lleguen producciones de
terror aunque se distribuyan en España, si no son algo que ya hayan
funcionado muy bien el extranjero, como pueden ser las de James Wan.
Por suerte hace un par de semanas una producción, con un trailer
lleno de anguilas, señores con batas blancas y gente que no ha
tomado el sol en mucho tiempo se coló en las carteleras. No se si
gracias a venir dirigida por Gore Verbinski, el mismo de la trilogía
de Piratas del Caribe..y el que se estrelló con El llanero
solitario. Quizá extrañe un poco viéndolo al frente de una de
terror, pero ya se había encargado del remake americano de Ring hace
varios años.
La cura del bienestar queda bastante
lejos de aquel remake. En temática, estilo y atmósfera, que se
traslada a un aislado balneario en los alpes suizos al que Lockhart,
un ejecutivo, acude para sacar de allí como sea a uno de los
responsables de su empresa y que se haga cargo de una arriesgada
operación financiera. Lejos del ejecutivo agresivo que esperaba
encontrar, este ve a un hombre apagado, obsesionado con la enfermedad
y que se niega a abandonar el lugar. Algo que el protagonista tampoco
podrá hacer cuando, tras sufrir un accidente, despierta en una de
las habitaciones del centro en la que el director del balneario le
informa que se harán cargo de tratar sus lesiones y ayudarle a
recuperarse. Aunque la actitud demasiado apacible de los pacientes,
lo extraño de los tratamientos y la presencia de una joven que
asegura no haber salido nunca de ese lugar hacen sospechar a Lockhart
que algo está sucediendo.
Lo primero que choca, antes incluso de
comenzar la película, es la duración: casi dos horas y veinte, lo
que para un género que funciona mejor con tiempos más cortos y
siendo más conciso, parece un poco chocante. Una vez empezada,
parece que la elección se debe al tiempo que destinan a crear
atmósfera. Hay muchos planos destinados a generar una sensación
determinada, sea el ambiente frío y despiadado de un entorno
empresarial, o el aislamiento y aspecto un tanto intemporal del
balneario y el pueblo que lo rodea. Una parte importante de la
historia acaba siendo la intención de recrearse en el aspecto
visual, que unas veces se aprecia el esfuerzo de crear algo original,
de no quedarse en los cánones típicos de cualquier película de
sustos prefabricados, pero que otras veces acaba resultando
artificioso entre tantos planos de agua y escenas melancólicas. A
pesar de esto, el desarrollar una historia con unos colores muy
marcados (grises, azules y verde muy claro), o el no cortarse a la
hora de incluir planos muy rebuscados y poco corrientes, como el que
anuncia la llegada del protagonista al escenario principal, le aporta
también la impresión de estar viendo algo distinto.
Esta escenografía se basa también en
desarrollar unos escenarios, más que atemporales, muy anacrónicos,
y que a veces no tendrían demasiada lógica para la historia: las
habitaciones del balneario parecen más un sanatorio para tísicos
que un hotel de lujo (incluso en un momento hacen un guiño a La
montaña mágica de Thomas Mann), pero procuran compensarlo
incidiendo mucho en el tema de la obsesión por la salud y haciendo
aparecer en pantalla todo tipo de herramientas médicas de hace un
siglo. El pueblo más cercano está lleno de aldeanos que recelan del
balneario y donde los habitantes más jóvenes van vestidos como
punks de los ochenta. Otra mezcla bastante curiosa pero que también
recuerda mucho a la imagen clásica de los lugareños asediando el
castillo del científico loco. Y una gran parte del metraje, quizá
excesiva, también se dedica a cortar al protagonista con cualquier
enlace que pudiera tener con el mundo moderno, a mostrar la actitud
de los huéspedes, y sobre todo, hasta el último recoveco del
escenario.
El planteamiento de la historia y los
personajes también bebe mucho de las fuentes clásicas. Si el primer
elemento, como el castillo y sus alrededores, aportaba esta
impresión, esta se completa con los personajes: un joven extranjero
llega a un entorno cerrado, marcado por una historia macabra que
abarca varios siglos. Hay una mujer misteriosa y un lugar que esconde
un secreto esperando ser descubierto por el protagonista. Todos estos
son giros y estereotipos reconocibles, que recuerdan al terror
clásico o al gótico. Y que, como pasa a menudo por eso, a menudo se
sacrifica la lógica en favor de la atmósfera y lo fantasmagórico.
Una aproximación que contrasta en determinados momentos con la
crudeza de algunas situaciones más realistas, donde se rompe por
completo el ritmo pausado que se mantenía de la forma más violenta:
es el caso de un accidente donde no se esconde la agonía de un
ciervo atropellado (y que da más pena que un tiburón financiero
accidentado, todo sea dicho), una tortura dental con todo lujo de
detalles o el incendio que marca el desenlace del guión, rodado de
una manera más realista y opuesta a las secuencias anteriores
Es esta mezcla de terror gótico,
escenarios extraños y una historia donde la atmósfera tiene tanto
peso como la historia (también muy clásica, y lejos de lo que
funciona seguro en taquilla), lo que hace que La cura del bienestar
se convierta en una película muy distinta y a menudo, fascinante.
Pero también hace que a medida que el guión avanza, este esté
bastante perdido: en su contra una duración excesiva, demasiadas
ganas de recrearse en los escenarios, y un argumento que en la
segunda mitad, más que avanzar, parece que en la segunda mitad va
hacia delante y hacia atrás con un protagonista que acaba pasando
más tiempo dando vueltas por un pasillo que encontrando una solución
más directa a la trama.