Después de los casos de los Warren, y en más en este caso, de Verónica, se confirmaba que la cercanía puede ser algo aterrador. Especialmente en el de la película basada en el expediente Vallecas, donde las calles de un barrio, un colegio, un piso cualquiera, pasaban de ser un lugar seguro y familiar a un entorno amenazador. No había que irse a una casa con ventanas un poco extrañas en Connecticut, ni a la de un barrio de Londres amenazada por un poltergeist, cuando una céntrica calle española escondía historias que poco tenían que envidiar a esos guiones. Sobre todo, si se añadían miedos e inquietudes más reales y presentes todavía en la memoria del público. Y no, no me refiero a la hipoteca que, al principio de la película, mencionan los protagonistas, sino al éxodo de las zonas rurales y el entorno hostil que sirve de punto de partida para estos.
Así es como comienza Malasaña 32, cuando la familia Olmedo se traslada, a finales del caluroso verano de Madrid, al piso que han adquirido a costa de vender todo y contraer una hipoteca que los ata de por vida a una ciudad donde, en apariencia, las cosas serán mejor que en el pueblo que abandonan: con un puesto de trabajo en Galerías Preciados y en la Pegaso, los cabezas de familia disponen de muy poco tiempo en la casa como para saber que algo sucede allí. Algo que Amparo, la hija mayor, comienza a presenciar de primera mano: una sombra que se mueve a través de los pasillos y parece perseguir incansablemente a su hermano menor, la fotografía de una joven que podría haber vivido en la casa, un número de teléfono y un terminal, desconectado, que suena incesantemente. Así como la sensación de que no están solos, no son bienvenidos y que la anterior propietaria de la vivienda desea algo que ellos tienen.
La película cuenta con un estilo que últimamente está funcionando muy bien, y que consiguen emplear de forma hábil: un pasado cercano, lo bastante remoto para una parte importante del público pero no demasiado como para que este pueda reconocerlo por referencias familiares y todavía bastantes puedan sentirse identificados con él (en este caso, los traslados hacia centros urbanos que muchas familias llevaron a cabo durante finales de los setenta). Y una estética donde no se hace concesión a la nostalgia ni a la visión idealizada de la década: el Madrid representado no es un entorno especialmente hostil, pero sí uno desconocido para los protagonistas, donde carecen de lugares de referencia y de entornos seguros. El escenario parece congelado en el color sepia de los últimos días del verano madrileño y el pasado más oscuro de la casa, congelada en algún momento entre los 40 y los 50. Una atmósfera que solo puede describirse como agobiante y que sirve para reflejar también la situación de la familia protagonista: esta habla continuamente de la vida mejor que los espera, pero también, mediante referencias veladas, a algo sucedido en su antigua residencia, que supuso un estigma, que todavía arrastran con ellos, y que se convierte en una marca de no pertenencia al entorno que también estará muy relacionado con el secreto que esconde la casa y su anterior propietaria.
Esta atmósfera, un tanto claustrofóbica sin ser sórdida, es quizá lo que mejor funciona en un guión que acaba resultando excesivo en otros aspectos. El primero sería el factor terrorífico: la película se esfuerza demasiado en más que dar miedo, provocar sustos que mantengan al espectador al borde de la butaca y que le garanticen la etiqueta de "película española más aterradora". Y que se acaba traduciendo en una sucesión brusca de golpes de sonido, timbrazos de teléfono que…chan chan chan.. ¡¡está desconectado!! Y portazos, una interminable sucesión de portazos acompañados por la presencia súbita del espectro (no sorprende que este sea Javier Botet. Aunque por suerte también tiene un cameo como agente inmobiliario y sinceramente, no sé cual de los dos papeles debería dar más miedo), donde no hay tensión, solo una incomodidad esperando a que haya algún otro ruido o que el espectro aparezca de una vez entre aspavientos.
El segundo sería el aspecto social que empieza a asomar de forma cada vez más insistente: lo que sucedió en el pueblo, lo que no es socialmente aceptado, lo que entonces se consideraba salirse de unas estrictas normas establecidas, se manifiesta de una forma un tanto machacona dando la impresión de que el guion habría funcionado igual sin que todo tuviera que venir de la mano de un drama social en potencia: la sensación de los protagonistas de estar fuera de lugar, de intentar pertenecer a un entorno nuevo, podría haber sido suficiente sin tener que recurrir a una serie de catastróficas desdichas.
Malasaña 32 es una película de terror efectiva: el escenario es interesante, los momentos de suspense pueden gustar más o menos (en mi caso, los portazos y manotazos espectrales, muy poco) y sobre todo, los protagonistas están bien caracterizados, de manera que es fácil sentir simpatía por ellos y meterse de lleno en la historia que los rodea. Pero se esfuerza demasiado en imitar modelos y en aportar demasiado trasfondo social: los motivos dramáticos detrás de cada personaje, el estilo demasiado vistoso queriendo emular el éxito de James Wan, que hacen que, aunque quiera serlo, no estemos ante esa "película de terror memorable" que intentan.