No falta ningún año una película de
terror ambientada en un elemento propio de Halloween. O bien todo lo
relacionado con el 31 de octubre, o bien todo lo que puede suceder en
la recogida de caramelos puerta a puerta. Y por qué no, lo que puede
llegar a ser un pasaje del terror donde nada es lo que parece. Lo
llamativo de estos casos serían esas producciones que dentro de lo
limitado de los argumentos, pueden desarrollarlos bien y hacer que el
público se interese por lo que le han contado mil veces. Y, en este
caso, también lo es el qué demonios hago escribiendo sobre
oscuridad y disfraces cuando todavía estamos terminando los restos
de coca de Sant Joan. La respuesta, es tan sencilla como ser la
primera novedad nada más abrir una plataforma de streaming, ofrecer
un metraje corto, un argumento digerible, y quizá un poco la
publicidad en la que la anunciaban como obra de los guionistas de Un
lugar tranquilo.
La casa del terror empieza con una
situación mil veces vista: un grupo de universitarios se prepara
para salir de fiesta la noche de Halloween, que deciden terminar
visitando uno de los muchos pasajes del terror que aparecen de forma
casi amateur en distintos puntos de la ciudad. Esta, casi oculta en
una carretera secundaria, parece ser una de esas atracciones extremas
donde se lleva al límite los temores y la seguridad de sus
visitantes. En ella, la decoración mediocre se mezcla con escenas de
un inquietante realismo, y donde empieza a quedar poco claro quien
está detrás de una atracción que ha dejado de ser un simulacro,
qué es lo que pretende, o si sus visitantes podrán salir de allí.
En un momento donde la temática de las
atracciones estacionales ofrecía espectáculos vistosos pero muy
limitados en cuanto a lo que podía hacerse para aterrorizar a su
público, las casas del terror extremas se saltaban las normas y,
previa autorización firmada, traspasaban los límites en cuanto a
contacto con los asistentes, repugnancia y a la sensación de
seguridad que estos podían tener. Una vertiente que también supuso
una variación en sus equivalentes de la ficción, donde lo ambiguo
de estas servía para dar una nueva vuelta al cliché de los
personajes atrapados en una atracción que resulta ser una trampa. En
este caso, partiendo de cierta suspensión de la credibilidad, donde
los espectadores ponen algo de su parte y aceptan que una situación
así puede ser tan creíble como las cuchillas escondidas en los
caramelos o los asesinos que rondan por las calles, desarrollan un
guión que se caracteriza por lo directo: a los protagonistas se los
presenta rápido, con unos pocos rasgos exceptuando a la principal, a
la que se le da un trasfondo con el que intentan justificar su
condición de heroína final (en este caso, un pasado de maltrato
aportando un poco de fábula moral a la trama), y un grupo de
personajes desconocidos, sin más motivaciones que los de crear un
escenario y convertirse en el monstruo. Porque, en muchos casos, y
especialmente cuando se recurre bien a otros recursos, como la
tensión o el entorno, este no necesita más justificación que ser
lo que puede suceder a la vuelta de la esquina.
Uno de los aspectos que más se
agradecen es el de los protagonistas: el cine reciente ha abandonado
la tendencia de crear víctimas planas o de las que se desea que sean
eliminadas cuanto antes, y en este caso, salvo el escaso tiempo que
dedican en caracterizarlos, constituyen un grupo que, si bien no
genera ninguna simpatía, tampoco despierta lo contrario: personajes
que se comportan como lo harían sus equivalentes una noche de
fiesta, sin cruzar al ridículo ni lo desagradable, y a los cuando
menos, no se les desea lo que les acaba sucediendo. Que, tras ver a
Eli Roth en los créditos, no sorprende que no sea agradable, pero sí
lo hace el que las víctimas, esta vez, no sean un grupo de jóvenes
insoportables.
El nivel de violencia también está
por debajo de lo que podría esperarse. Gráfico, pero sin entrar de
lleno en el gore, optan por centrarse más en la impresión que puede
producir un corte inesperado, o un primer plano de un pie acercándose
a un suelo de clavos, que en recrearse mostrando torturas escabrosas.
Gran parte de los noventa minutos están más centrados en mostrar
los esfuerzos de los protagonistas en escapar, o en mostrar algún
detalle de sus perseguidores, que en ofrecer efectos especiales
detallando lo más sórdido.
La casa del terror puede no ofrecer
nada nuevo, pero sí sabe trabajar con aquello que le han dado. Es
breve, cuenta con todos los escenarios comunes de la época y ofrece
los momentos de terror gráfico justos como para incomodar pero sin
resultar desagradable a un parte de su público. Seguramente, habría
sido una película de lo más disfrutable de verla en la época para
la que se pensó. Aunque para una tarde de verano en sábado también
lo ha sido.
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