El estreno en 1.982 de Conan el bárbaro supuso el nacimiento de un nuevo género en el cine: la espada y brujería. Con pocos medios y a menudo, menos guion, surgieron decenas de Ator, Krotar y unos cuantos bárbaros genéricos en taparrabos, dispuestos a enfrentarse a todo tipo de brujos malvados y hechiceras secundarias ligeras de ropa. Alguno de estos conseguía estar a la altura del imitado y convertirse en serie B más que digna de ser recordada. Y en algún que otro caso, no quedaba claro donde terminaba la imitación y empezaba la coincidencia afortunada.
El señor de las bestias es una de esas situaciones. Estrenada dos meses después de la película de Millius, esta sería la historia de espada y brujería estándar: en algún lugar de la imaginación, o cuando la tierra aún era joven, o si se quiere, en algún mundo distinto al nuestro (porque a fin de cuentas nunca está claro), el hijo del rey Zed es arrebatado del vientre de su madre para ser ofrecido en sacrificio a una oscura deidad. Salvado en el último momento por un granjero, se cría como uno más hasta descubrir que cuenta con un extraño don: la facultad de comunicarse con los animales. Poco después de ver como su pueblo es arrasado por una banda de mercenarios, comienza un viaje que lo llevará a conocer a sus compañeros, que lo ayudarán con sus cualidades: la fuerza de una pantera, la vista de un águila y la agilidad de dos hurones que, además de robar llaves y objetos de valor, son muy monos. Pero también se reencontrará con el reino que un día perteneció a su padre, ahora gobernado implacablemente por un malvado hechicero.
Con un presupuesto más limitado que la épica del cimerio, la película a veces hace ll que puede, otras se defiende de la misma forma y en algunos casos, sorprende con lo que puede conseguir con tan pocos medios. No en vano el director es Don Coscarelli, que unos años antes y un importe de risa había conseguido rodar Phantasma. La diferencia es que entonces contaba con un entorno real y sobre todo, con la presencia de Angus Scrimm, capaz de convertir en un mal sueño cualquier escena solo con mirar fijamente a la pantalla. En esta versión de marca blanca de la era hiboria tenemos a Mark Singer en taparrabos. Y a una chica con unos ojos azules muy bonitos. Y a Rip Thorn con una caracterización un tanto penosa a base de un par de trencitas con calaveras colgadas y una nariz postiza que lo dota con inesperado parecido con Gargamel. Además de unas interpretaciones sobreactuadas que a veces rozan lo ridículo y a veces son capaces de parecer buenas comparadas con las de la mayoría de secundarios, que parecen consistir en poner caras de asombro ante cualquier situación y desorbitar mucho los ojos.
El apartado técnico tampoco destaca por su brillantez. Con algún efecto de iluminación que es mejor no mirarlo, resulta especialmente flagrante el tratamiento dado a los animales en la película. La pantera, en realidad un tigre pintado de negro para hacerlo pasar como tal, falleció a causa de la toxicidad del tinte y resulta especialmente angustioso el ver como en distintas secuencias el tono de su pelaje parece desteñir por momentos. La acción parece transcurrir en un desierto y el reino de Zed debe ser la civilización más desangelada y cartón piedra jamás filmada. Sin embargo, y pese a muchas situaciones que no han conseguido aguantar el paso de los años, pasada la primera media hora, la película consigue funcionar mejor a base de aprovechar el potencial estético de los paisajes desérticos, una consciencia de lo que pueden y no pueden mostrar, y seguramente, el contar con un público que también sabía lo que podía esperarse de una serie B. además, pese a la cantidad de tópicos del fantástico de los que se compone el guión, estos son utilizados de forma bastante hábil para ofrecer una historia entretenida. Me atrevería a decir que, en algunos casos, resulta más coherente que muchas situaciones que podían verse en la película del cimerio estrenada el mismo año.
El señor de las bestias podría definirse como un clásico del videoclub: no tan memorable como Conan, pero mucho mejor que cualquiera de las imitaciones de esta, con un toque muy particular y, dentro de sus limitaciones, más cuidada a nivel de guión. También, con una aproximación más para todos los públicos, esta supuso que muchos niños nos quedáramos asombrados con los trucos de una pareja de hurones y aterrorizados con aquellos extras que ataviados con una parca coraza de pinchos, braceaban a través de un pasillo de atrezzo bajo la descacharrante denominación de “guardia de la muerte”.
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