jueves, 2 de julio de 2020



No falta ningún año una película de terror ambientada en un elemento propio de Halloween. O bien todo lo relacionado con el 31 de octubre, o bien todo lo que puede suceder en la recogida de caramelos puerta a puerta. Y por qué no, lo que puede llegar a ser un pasaje del terror donde nada es lo que parece. Lo llamativo de estos casos serían esas producciones que dentro de lo limitado de los argumentos, pueden desarrollarlos bien y hacer que el público se interese por lo que le han contado mil veces. Y, en este caso, también lo es el qué demonios hago escribiendo sobre oscuridad y disfraces cuando todavía estamos terminando los restos de coca de Sant Joan. La respuesta, es tan sencilla como ser la primera novedad nada más abrir una plataforma de streaming, ofrecer un metraje corto, un argumento digerible, y quizá un poco la publicidad en la que la anunciaban como obra de los guionistas de Un lugar tranquilo.



La casa del terror empieza con una situación mil veces vista: un grupo de universitarios se prepara para salir de fiesta la noche de Halloween, que deciden terminar visitando uno de los muchos pasajes del terror que aparecen de forma casi amateur en distintos puntos de la ciudad. Esta, casi oculta en una carretera secundaria, parece ser una de esas atracciones extremas donde se lleva al límite los temores y la seguridad de sus visitantes. En ella, la decoración mediocre se mezcla con escenas de un inquietante realismo, y donde empieza a quedar poco claro quien está detrás de una atracción que ha dejado de ser un simulacro, qué es lo que pretende, o si sus visitantes podrán salir de allí.




En un momento donde la temática de las atracciones estacionales ofrecía espectáculos vistosos pero muy limitados en cuanto a lo que podía hacerse para aterrorizar a su público, las casas del terror extremas se saltaban las normas y, previa autorización firmada, traspasaban los límites en cuanto a contacto con los asistentes, repugnancia y a la sensación de seguridad que estos podían tener. Una vertiente que también supuso una variación en sus equivalentes de la ficción, donde lo ambiguo de estas servía para dar una nueva vuelta al cliché de los personajes atrapados en una atracción que resulta ser una trampa. En este caso, partiendo de cierta suspensión de la credibilidad, donde los espectadores ponen algo de su parte y aceptan que una situación así puede ser tan creíble como las cuchillas escondidas en los caramelos o los asesinos que rondan por las calles, desarrollan un guión que se caracteriza por lo directo: a los protagonistas se los presenta rápido, con unos pocos rasgos exceptuando a la principal, a la que se le da un trasfondo con el que intentan justificar su condición de heroína final (en este caso, un pasado de maltrato aportando un poco de fábula moral a la trama), y un grupo de personajes desconocidos, sin más motivaciones que los de crear un escenario y convertirse en el monstruo. Porque, en muchos casos, y especialmente cuando se recurre bien a otros recursos, como la tensión o el entorno, este no necesita más justificación que ser lo que puede suceder a la vuelta de la esquina.


Uno de los aspectos que más se agradecen es el de los protagonistas: el cine reciente ha abandonado la tendencia de crear víctimas planas o de las que se desea que sean eliminadas cuanto antes, y en este caso, salvo el escaso tiempo que dedican en caracterizarlos, constituyen un grupo que, si bien no genera ninguna simpatía, tampoco despierta lo contrario: personajes que se comportan como lo harían sus equivalentes una noche de fiesta, sin cruzar al ridículo ni lo desagradable, y a los cuando menos, no se les desea lo que les acaba sucediendo. Que, tras ver a Eli Roth en los créditos, no sorprende que no sea agradable, pero sí lo hace el que las víctimas, esta vez, no sean un grupo de jóvenes insoportables.



El nivel de violencia también está por debajo de lo que podría esperarse. Gráfico, pero sin entrar de lleno en el gore, optan por centrarse más en la impresión que puede producir un corte inesperado, o un primer plano de un pie acercándose a un suelo de clavos, que en recrearse mostrando torturas escabrosas. Gran parte de los noventa minutos están más centrados en mostrar los esfuerzos de los protagonistas en escapar, o en mostrar algún detalle de sus perseguidores, que en ofrecer efectos especiales detallando lo más sórdido.

La casa del terror puede no ofrecer nada nuevo, pero sí sabe trabajar con aquello que le han dado. Es breve, cuenta con todos los escenarios comunes de la época y ofrece los momentos de terror gráfico justos como para incomodar pero sin resultar desagradable a un parte de su público. Seguramente, habría sido una película de lo más disfrutable de verla en la época para la que se pensó. Aunque para una tarde de verano en sábado también lo ha sido.

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