Durante la época en la que editoriales
publicaban autores de terror fuera de colecciones específicas (estos
días me estoy reconciliando con algunos ejemplares de Gran Super
Terror), había tres nombres que siempre resonaban en enormes letras
en cada portada, y casi podría decirse que en este orden: Stephen
King, Dean R. Koontz y Anne Rice. La última, en lo de terror, es
bastante discutible, pero como salían vampiros, quedaba incluída en
el mismo saco. Koontz, en cambio, venía a ser el segundo dentro del
ranking de popularidad, bastante similar a la hora de abarcar
temática fantástica y con una producción bastante amplia entre
novelas independientes, relatos, unas cuantas series y varias décadas
de producción literaria a sus espaldas.
Fantasmas no es su primera novela, pero
sí hoy una de las más antiguas y según varias críticas, una de
las mejores. Todo comienza con la llegada de una médico y su hermana
menor a un pequeño pueblo de montaña donde ejerce su actividad. Un
lugar apacible pero que en ese momento, lo es demasiado: las calles
se encuentran desiertas de toda presencia humana, animal, e incluso
de cualquier sonido que anuncie la existencia de vida. Sus habitantes
parecen haberse esfumado, salvo por unos cuantos desafortunados,
muertos de manera horrible y con expresión de páníco en sus
rostros deformados. Las comunicaciones, todavía activas, solo sirven
para que el grupo de policías que acude quede recluido junto a
ellas, en un pueblo donde una presencia desconocida, y capaz de tomar
forma de los miedos más profundos de sus víctimas. Y de la que
quizá solo un académico, caído en desgracia por sus particulares
teorías, tenga tenga el conocimiento suficiente como para poder
detenerla.
De Koontz no tenía una opinión
demasiado buena. Unas tres o cuatro novelas, publicadas durante los
noventa, como única alternativa disponible en una ciudad pequeña, y
poco después de haber terminado la bibliografía de Lovecraft, se
habían saldado con un conjunto de argumentos, tirando a rutinarios,
y sobre todo, con una manera de caracterizar a los personajes que
resultaba simplista: sus héroes intachables, sin un solo defecto
moral ni debilidad, se oponían a unos antagonistas que eran todo lo
contrario, y en cuya acumulación de rasgos negativos y
caracterización “malvada” no había posibilidad, no solo de
empatizar, sino de creérselos como personaje. Tras el tiempo, y la
variedad editorial suficiente como para volver a recordarlo y darle
una oportunidad nueva, e incluso descubrir que también había tenido
su incursión en el mundo del cine: la saga de Odd Thomas había
tenido una adaptación, y al menos la película, había tenido
también su gracia. Y lo mismo había pasado con Fantasmas. Que, al
menos, contaba con una premisa más interesante que la de un nazi
viajando en el tiempo y enamorándose de una heroína sacada de un
telefilme.
En este caso comienza con un título
engañoso, aunque sea la traducción directa del inglés: y es que
Fantasmas no hay ninguno, salvo lo que creen ver los personajes en
algún momento. Lo que sí hay es una historia propia de cualquier
serie B, para lo bueno y para lo malo. Aunque por suerte, el primer
caso se da más: un escenario más o menos acotado como el de un
pueblo, un grupo de personajes en el que destacan una serie de rasgos
de personalidad (la protagonista con un pasado que debe superar, el
policía heroíco, el desagradable que se muere pronto, los majos que
se mueren más tarde, el científico...), un interés romántico por
ahí en medio, y una criatura monstruosa con los suficientes rasgos
de personalidad identificables como para que se convierta en un
enemigo más cercano a algo malvado que a uno de los horrores
indiferentes de H. P . Lovecraft. Pero, como en toda narración con
estas características, mantener el interés es difícil, y junto a
un punto de partida que promete, se añaden una serie de situaciones
muy propias de la época. Secundarios, como el lider de una banda de
moteros llamada Los demonios del Cromo (Los satanases del infierno lo
había cogido antes Los Simpson) o un psicópata en ciernes parecen
un poco perdidos y recuperados hacia el desenlace. Y sobre todo, una
forma de intentar explicar la trama donde acaba mezclando como puede
teorías científicas y una mitología que solo hace pensar “bueno,
de acuerdo. De todas formas de algún modo tenía que resolver esto,
pero no es lo más brillante”.
Fantasmas no podría calificarse como
una buena novela de terror. Ni tampoco una sorpresa oculta entre
libros de saldo. Pero sí como una buena forma de hacer las paces con
un autor al que, puede que no tuviera unas narrativas
revolucionarias, pero sí resulta más fácil apreciar su tarea y
estilo cuando queda claro lo que va a ofrecer y lo que se quiere leer
en ese momento.
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