jueves, 27 de julio de 2017

Una serie de catastróficas desdichas (2017). Las novelas por entregas actualizadas y parodiadas


Si hay algo que se le puede agradecer a Netflix es que se atreva a sacar cualquier tipo de serie, desde lo más específico (y anda que no están machacando con los anuncios de la serie de luchadoras de Westrling...digo yo, ¿para cuando una sobre funcionarios de Hacienda en los noventa?) hasta lo más geek (y lo bien que me lo pasé con la vuelta de Mystery Science Theater 3000) e incluso recurriendo a adaptar material escrito, donde también tiene un par de ejemplos.



En el caso de Una serie de catastróficas desdichas, los libros no eran ajenos a la pantalla. En 2004 se estrenó una película donde se aprovechaba el histrionismo de Jim Carrey, y su habilidad para ir rebozado en maquillaje, que no llegó a convertirse en franquicia como le pasó a las más afortunadas. Una década después Netflix recuperaba el testigo siendo mucho más ambiciosa: si todo va bien, se guionizarán los doce libros donde se cuentan las desventuras de los hermanos Baudelaire. Una familia formada por Violet, inventora aficionada, Klaus, bibliófilo, y Sunny que...bueno, que es un bebé todavía y su hobby es morder cosas. Quienes pierden a sus padres en un incendio y, tras ser adoptados por el conde Olaf, un siniestro personaje que junto a sus secuaces, pretendía hacerse con la fortuna familiar, pasan por distintos tutores ante la evidente inutilidad de los adultos: desde científicos aficionados a las serpientes pasándo por ex agentes secretas agorafóbidas, e incluso despiadados empresarios. Quienes por algún motivo, son incapaces de ser conscientes de lo que los hermanos Baudelaire descubren desde el primer momento: que el conde Olaf los persigue, oculto tras los disfraces más peregrinos, intentando deshacerse de ellos y de paso conseguir su herencia. Y por si no fuera poco tener que huir de un villano de opereta, sus padres, e incluso su principal enemigo, parecían formar parte de una trama secreta que ellos irán descubriendo.



En el momento de su primera versión, los libros en los que se basaban eran toda una rareza: la historia de estos quedaba muy lejos de lo que podía ofrecer un Harry Potter o una Narnia (la de C. S. Lewis, no mi gata), contando desde el primer momento con una gran vocación paródica y la capacidad de romper la cuarta pared a través de un narrador, Lemony Snicket, que dedicaba su tiempo a explicar lo sucedido y relacionarlo con sus vivencias, convirtiéndose en un personaje más. De hecho, el humor de los libros era bastante sorprendente teniendo en cuenta que en principio estaba dirigido a unos lectores muy jóvenes. Quienes parece un poco difícil que fueran capaces de pillar referencias como muchos de los apellidos y descripciones que había en los libros, y sobre todo, el estilo de estos. Porque las desventuras de sus protagonistas en cierto modo eran un poco una versión cómica de las novelas por entregas donde se seguía a unos personajes que encadenaban desdicha tras desdicha, y donde era imposible que la huérfana, la viuda o el niño perdido pudiera tener tan mala suerte.



La serie adapta a la perfección la idea de los libros, siendo capaces también de añadir al propio Snicket como un personaje más, quien aparece en determinados momentos hablando a la cámara, citando directamente sus párrafos originales. A un planteamiento tan curioso le corresponde, acertadamente, una estética similar: muy marcada por lo anacrónico, donde el mundo parece haberse detenido en una especie de años cincuenta ficticios, y donde los escenarios conservan un aspecto un tanto gótico que, pese a alguna comparación, no tiene nada que ver con Tim Burton. Quizá, por buscarle un parecido, podrían ser más similares a lo que pudo verse en Pushing Daisies, aunque con una visión más oscura y con un humor mucho más negro.



 

La adapción es muy fiel al material original, tanto, que en muchos casos ha conservado para mal su principal defecto: los libros, pasada la sorpresa inicial, caían un tanto en la repetición, consistiendo estos en la llegada de los protagonistas junto a un nuevo tutor, la aparición del villano disfrazado, el desenlace, y vuelta a empezar al siguiente. Donde, también a la tercera o cuarta vez, la aparición del autor explicando términos evidentes a sus lectores pasa de ser graciosa a un tanto tediosa. Y que en la primera temporada, que adapta los cuatro primeros libros, hace muy patente este agotamiento al cuarto capítulo donde el público ha visto repetirse este esquema unas tres veces. En este caso es una suerte que hayan optado por un formato no superior a ocho, porque si llegan a incluir un libro más, sería bastante repetitivo.



En cambio, al trabajar con una serie cerrada, han solucionado de forma bastante hábil un elemento de la trama que, aunque aparecía de forma posterior, era un elemento decisivo. En este caso, en lugar de dedicarse unicamente a repetir el esquema principal de los primeros libros, han ido presentando un argumento secundario, sobre sociedades secretas, agentes y contraespías, que aparece en momentos muy contados, pero que ayuda a sobrellevar en muchos casos lo monótono de algunas situaciones además de aportar una motivación de mayor importancia a los personajes. Dentro de lo que cabe, claro, porque lo cierto es que esta última también está tratada de una forma muy singular, y hace pensar que a saber lo que se encuentran los protagonistas en la segunda temporada.



Una serie de catastróficas desdichas es todo lo que se esperaba de una adapción televisiva: pese a no saber resolver algunos de los defectos del material original, es muy fiel, refleja perfectamente el estilo de los libros, y cuenta, además de con una estética muy adecuada, con un reparto que sorprende para bien: si los protagonistas infantiles son lo que se espera de ellos, o lo que es lo mismo, que sepan actuar y no resulten repelentes, el que brilla en cada aparición es Neil Patrick Harris como Conde Olaf, donde no duda en ofrecer una interpretación de lo más estrafalaria, donde incluso hay guiños bastante inesperados (como presentarse en una escena de una manera tan envarada que recuerda al conde Orlok), hace honor al término “villano de opereta” e incluso se arranca a cantar en más de una ocasión. Un papel que, para quienes sus casi diez años interpretando a Barney Stinson nos daban un poco igual, supone una aparición de lo más divertida.




lunes, 17 de julio de 2017

Obituario: George A. Romero


La misma tarde en la que nos estábamos reponiendo de la noticia sobre el próximo doctor Who (o no. Con tantas pistas sobre una Doctora tampoco era para sorprenderse), se anunciaba, en este caso, un fallecimiento. Que en realidad no tiene nada que ver con televisión, británica o no, sino con el mundo del cine, de la serie b y del terror gracias al cual muchos descubrimos a los zombies modernos.

George A. Romero, según las noticias, fallecía a los 77 años. Una edad no demasiado avanzada según qué estándares (idea que me vino a la cabeza al descubrir que tenía parientes gallegos), pero que a su público nos hace pensar cómo y a qué velocidad han volado los últimos treinta años.  Y que quizá explicara por qué su última película fechara ya de 2009, disfrutando de un merecido retiro.

Sería imposible pensar en el cine de los setenta y los ochenta sin George Romero, del mismo modo que también lo sería sin Wes Craven o John Carpenter. Y aunque su carrera contó con películas memorables, desde adaptar a King con La mitad oscura, adelantarse un poco al cine “de infectados” con The Crazies u homenajear a los comics de la EC con Creepshow, esta estará ligada a la figura del zombie. Fue a partir de La noche de los muertos vivientes cuando este término se separó de su origen mitológico y configuró al que después sería un habitual en el cine posterior, pero también en la cultura popular. Porque, aunque él echara pestes de Guerra Mundial Z y Walking Dead, él era un poco culpable de que hoy pudiéramos disfrutar con ellas. Como también lo era de haber desarrollado, a lo largo de cuatro películas (sé que son seis, pero las dos últimas son tan flojas que vamos a hacernos el avión a su favor), una saga donde se mezclaba esta figura con la de cierta crítica, muy de serie B, a la sociedad y al consumismo. Aunque esto comenzara de forma casi accidental: el protagonista de La noche de los muertos vivientes original, fue elegido simplemente por superar un cásting, sin pretender que hubiera segundas lecturas. Era, como serían después Rick Grimes y compañía, un superviviente. También fue el responsable de darle a sus zombies, porque en el fondo, no podemos pensar en ellos de otra forma, una característica que los definiría posteriormente: lo ambiguo de su origen. Si bien es en esa primera entrega donde jugaba un poco con una explicación de ciencia ficción, posteriormente la descartaría para hacer que estos fueran la amenaza en sí, sin que el motivo de su aparición importara. Algo que resumió perfectamente cuando, en El amanecer de los muertos, un personaje dice “Cuando no quede más sitio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra”.
 


Solo por eso, bueno, y por las noches de sus películas emitidas a horas intempestivas en la televisión todavía analógica, por la expectación de poder ver, veinte años después, el estreno en cine de La tierra de los muertos, porque me encantan los zombies, y por haber hecho feliz a sus espectadores, muchas gracias. A él y a Martin Landau, un actor bastante menor (y quizá para los que veíamos la tele en el 2000, conocido por sus doblajes en el Informal), de quien mientras escribía esto, me enteré también de su fallecimiento.

jueves, 13 de julio de 2017

La bella y la bestia (2017). El clásico Disney, versión extendida


A principios de los noventa, Disney tuvo algo parecido a una segunda edad de oro: en realidad muchas productoras querrían estar en sus mejores tiempos como lo estaba esta en los peores, pero durante varias Navidades el estreno de La Sirenita, Aladdin o El rey león eran todo un evento para los más pequeños. Las producciones de esa década son sin duda las más recordadas, y también las más rentables, recurriendo a reestrenos conmemorativos o incluso versiones musicales. Y, con unos medios que hoy consiguen lo que antes era impensable (y para qué negarlo, los que ayer fuimos al estreno andamos hoy con la morriña subida. Cosas de vivir en la Gran Depresión), las versiones en imagen real de los guiones animados también es una fuente de ingresos.



La Bella y la Bestia ha sido una apuesta segura en este caso: se trata de una traslación punto por punto del original en dibujos, al que además de alguna canción a mayores, se le añaden un par de tramas extra que en principio, darían algo más de trasfondo al cuento en que se basó. Bella sigue siendo una joven aldeada amante de los libros, algo muy raro en un pueblo donde toda chica aspira a casarse y donde alguien como Gastón, el cazador más fanfarrón y descerebrado, les parece el mejor partido. Salvo a Bella, que para disgusto de este último, ni el matrimonio ni sus fanfarronadas le atraen lo más mínimo. Su vida cambia cuando, para salvar a su padre, se ofrece como prisionera en el castillo habitado por una horrenda bestia que...y ahora es cuando me pregunto por qué estoy malgastando un párrafo en resumir una historia, que, bien por la propia Disney, bien por el propio cuento, todos conocemos. Y si no, la versión de Cocteau (que también sirvió de inspiración para los dibujos) es una buena forma de descubrirla.



Nunca terminaron de convencerme estos intentos de convertir clásicos de animación en imagen real, principalmente, porque el original funcionaba, lo conocía de sobra, y estas no aportaban más que contar lo mismo en otro formato. Pero al menos para la productora es una apuesta más segura que la de contar la historia desde otra perspectiva, como hacían con Maleficent. Y, si el 101 dálmatas de los noventa acabé viéndolo en casa, lo mismo ha pasado con La Bella y la Bestia. Es un trasvase punto por punto de lo que vimos en los cines en el 91. Uno muy correcto, bien ejecutado y que entretiene tanto como lo hizo la anterior. Pero que no tiene más novedad, salvo el contar con personajes que antes solo habrían sido posibles mediante la animación, como Lumière, Dindon, Chip, que hoy aparecen como un candelabro, un reloj y una taza digitales, entre otros, que conviven con los actores reales en el mismo escenario. Cosa que pueden llevar a cabo sin problemas a nivel infográfico, pero en los que parece que se ha perdido algo: la expresividad de algunos de estos objetos queda muy lejos de la que podía dar, por ejemplo, la animación tradicional a una familia formada por una tetera y una tacita, que aquí resultan algo más planos.

 


El cambio de formato, y también de la forma de producir blockbusters, se nota aquí en un aumento en el metraje: los noventa minutos que entonces eran habituales se estiran ahora a una media hora más, que se cubre con algunos números musicales nuevos (de los que no hay queja, porque actores como Ewan McGregor han demostrado ya defenderse muy bien en este género) o algunas tramas que se incluyen para darle un toque más oscuro en algunos casos, o más cercano a un público adulto que conoce la historia, en algunos momentos. El primer caso no funciona demasiado bien: el trasfondo sobre la infancia de la protagonista no aporta nada novedoso al guión, salvo alargarlo un poco y añadir efectos especiales. El segundo, en cambio, aporta un poco de chispa ofreciendo unos diálogos entre una Bella y Bestia menos ñoños, con más puntos en común con el desarrollo de una pareja en una comedia romántica que la que sería en un cuento de hadas.



Aunque la estética ofrece todo lo que se esperaba, y la mezcla entre los colores más luminososo propios de la animación, y las secuencias más oscuras es efectiva, el reparto se queda como mucho, en cumplidor: aquellos que interpretan a los sirvientes del castillo se limitan a poner su voz como podrían haberlo hecho en la versión de dibujos, y la pareja principal acaba resultando un tanto sosa: es un poco difícil transmitir algo cuando la bestia se pasa toda la película bajo una capa de infografía, y hace añorar aquella peculiar versión en la que Ron Perlman se las apañaba más que bien con un montón de prótesis y maquillaje encima. A Emma Watson, como Bella, no consigo terminar de verla: sus gestos, su actitud y la forma en que lleva al personaje parecen más adecuados para una comedia romántica moderna que para una fábula de fantasía. Sus levantamientos de ceja quedarían bien en la adapción cinematográfica de una novela de Rainbow Rowell, pero el intento de alejarse de la ñoñería de la Bella de los noventa no funciona bien. Se salva en cambio Luke Evans como Gastón el cazador, que sin sobreactuar ni aportar nada especial, sí que hace un personaje más creibe y con más presencia física que el resto.



Para bien o para mal, La bella y la bestia funciona. Algo que se esperaba cuando se cuenta con un guión de eficacia probada, las adapciones necesarias para atraer al público moderno y un reparto que va a gustarle. Se ve, entretiene, pero permanece esa sensación de que esta versión no era necesaria.




jueves, 6 de julio de 2017

Doctor Who (2017). Un comienzo, un final y una renovación


El pasado sábado se emitió el final de la décima temporada del Doctor Who. Décima, si tenemos solo en cuenta su regreso en el 2005, claro. Una temporada que marcaba también dos despedidas: la de Peter Capaldi como duodécimo Doctor y la de Steve Moffat como responsable de la serie. A quienes echaré en falta dado que el primero ha sido mi doctor preferido de toda la etapa nueva, superando a Christopher Eccleston, y el segundo, le ha dado a la serie un estilo que me gustó muchísimo más que el planteado por Russell T. Davies: quizá menos capaz de cerrar todas y cada una de las tramas y detalles minúsculos que aparecen en cada capítulo, pero también más dada al fantástico, a mostrar lo imposible, y por qué no, a lo macabro. Una parte del mundo del Doctor visto por Moffat daba miedo, y ahí estaban los Ángeles, los Silence y los Monjes para demostrarlo.



Esta temporada ha venido marcada por la impresión de ser un comienzo, casi un reboot de las anteriores. Si el especial de Navidad se presentaba a un Doctor en el que Clara Oswald había quedado atrás, y que ahora estaba presente su condición de viudo de River Song (bastante curioso que la relación entre ambos quede fuera de pantalla. David Tennant la conoció por primera vez, Matt Smith se pasó media temporada huyendo de ella y Capaldi parece haber sido su verdadero cónyuge), entre la emisión del 25 de diciembre y el primer capítulo de la temporada parecían haber tenido lugar sucesos bastante importantes. Lo bastante como para que el doctor se haya recluido durante décadas en la tierra, como profesor de una universidad, acompañado por Nardole, el antiguo empleado de River, quien ahora le hace las veces de asistente, acompañante sin viajes y de vigilante en la tarea que ahora el doctor se ha encomendado: guardar una cámara, de la que solo se sabe que parece haber algo peligroso, pero por lo que él siente un profundo respeto. Es Bill Potts, la trabajadora de la cafetería universitaria, quien lo anima, una vez más y para disgusto de Nardole, a retomar desde cero sus viajes. Sin ningún objetivo en concreto, sin ninguna trama pendiente y sin ningún enigma más allá del que ambos encuentran en cada viaje que realizan. Que serán suficientes como para encontrar todo tipo de criaturas, desde alienígenas en el Londres victoriano, hasta una raza capaz de alterar la memoria de toda la humanidad e incluso desvelar qué es lo que se esconde en la cámara que el Doctor guarda.



Es curioso que para ser el final de una etapa, la impresión que de el primer capítulo de la temporada sea la de comenzar una historia: con un Doctor asentado en un escenario concreto, y la presentación de la acompañante nueva, se repasan una vez más los giros y características de la serie y personajes, de forma que al público que los conoce no molesta, aunque quizá lo desconcierte un poco, y sirva para que los espectadores nuevos vayan familiarizándose con una serie que, a fin de cuentas, en su etapa nueva lleva ya doce años en emisión. Y que probablemente también sirva para hacerles llegar en menos tiempo uno de los eventos más propios del personaje, como es la idea de la regeneración de este y la aparición de un nuevo doctor. La intención se nota ya desde que aparece en pantalla el título de ese episodio, nada menos que “piloto”, en referencia tanto a la trama como al estreno de una serie nueva. Esta presentación se hace también con bastantes guiños y bromas a los tópicos de la historia, que el personaje de Bill se encarga de desmontar: la referencia al título de “Doctor Who”, al funcionamiento de la Tardis, a la aparición de determinados enemigos, se plantean con ella de una forma que el público seguramente ha pensado muchas veces.



La nueva acompañante supone también separarse de las características de las anteriores: Amy Pond fue la Chica que Esperó, Clara Oswald la Chica Imposible, todas ellas con un objetivo concreto en la trama que, una vez resuelto, hacía un poco difícil ubicarlas. Bill, simplemente, es un personaje cualquiera, bastante más cercano a Rose Tyler, y que se acerca al Doctor también de una forma muy parecida. Y aunque esta sea la compañera principal, Nardole también tiene un papel importante: si bien durante los primeros capítulos tiene mucha menos presencia, limitándose a ser una especie de nexo entre el escenario principal y la Tardis, acaba convirtiéndose en un habitual en la segunda mitad de la temporada, y aportando un elemento mucho más divertido que el perfil habitual de compañeros: muy lejos del estereotipo de “joven atractiva” de los últimos doce años, cuenta con un conocimiento del Doctor y su entorno que supone una ventaja respecto a otros personajes, además de una vis cómica muy adecuada. Nunca me había convencido Matt Lucas como comediante, quizá porque Little Britain tenía mucha sal gruesa, pero su Nardole es un protagonista de lo más gruñón y entrañable.



También se ha notado la evolución que el Doctor de Capaldi ha sufrido en estos años: frente al personaje más distante, sin apenas empatía de su primera aparición, pasando por alguien que intentaba separarse ante todo de sus versiones anteriores, caracterizado por su guitarra y sus gafas de sol (a veces casi parecía que estaba sufriendo una crisis de madurez) a convertirse en un Doctor como tal, alguien que ante todo, es capaz de sacrificarse por un bien común, sea cual sea, y mucho más compasívo que el de sus primeras apariciones. Pese a haber tenido menos tiempo que los actores anteriores, en el duodécimo doctor ha sido mucho más evidente su evolución como personaje.



Ahora dan risa, pero en el capítulo  es otra cosa.

Los guiones, en cambio, esta temporada han sido un poco irregulares: generalmente con Doctor Who soy muy poco objetiva porque es una serie que me ha acompañado durante muchos años, a la que le tengo un gran cariño, y a la que incluso el capítulo más pasarratos o más flojo me entretiene. Pero en este caso, a menudo se hace evidente que dependen demasiado de ciertos estereotipos: los enemigos más peligrosos se borran de un plumazo mediante una solución que resulta un poco deus ex machina, donde es el carácter o la fortaleza mental de los compañeros del doctor los que salvan el día de una forma que resulta un poco increible. Sobre todo, cuando dedican tiempo a crear unos enemigos con cierta complejidad y que en apariencia, eran lo peor que el Doctor se había encontrado: el caso de los Monjes, salvo una apariencia que seguramente le provoque pesadillas a la próxima generación de niños, se ha quedado en una anécdota. Al final parece que hay que volver a los clásicos, y es en este caso cuando aciertan de pleno. Porque si enemigos como los cybermen habían tenido ya su actualización hace algunos años, ahora Moffat ha sido capaz de rizar el rizo y recuperar a los originales, en aspecto y características: nada menos que los cybermen de los primeros años, con un disfraz tan simple como un pasamontañas y un colador en la cabeza (lo que venía a ser el Doctor Who que conocíamos antes de 2005) se convierten aquí en un material de pesadilla, donde a lo cutre de su aspecto se le da una explicación viable, convirtiéndolos en algo aterrador, y donde se desarrolla el final de temporada que el Doctor merecía.


El final llega retrasando lo que se ha especulado desde la noticia de la despedida de Capaldi: el próximo Doctor sigue siendo un misterio hasta el próximo especial de navidad y despedida definitiva de este y Moffat. Donde ha habido un montón de referencias a la hipótesis regenerarse en una mujer (desde Missy, la nueva versión del Master, hasta que el propio doctor comente que fue vestal en la antigua Roma) y que en realidad, más que un final, es un cliffhanger de cara al cierre de la etapa, que, al menos, promete ser una vuelta de tuerca a un tema que si bien en la etapa clásica era un evento habitual, en la nueva se quedó unicamente como parte del especial del 50 aniversario: el encontrarse dos o más encarnaciones distintas del doctor en un mismo momento. Y, si bien estas no solían funcionar todo lo bien que deberían, siendo más un evento para los fans que otra cosa, en este caso resulta más prometedora: el Doctor, rebelándose una vez más contra su condición, contra el hecho de regenerarse y contra lo que es, se encuentra a sí mismo. Pero literalmente.