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jueves, 29 de noviembre de 2018

Uzumaki y Junji Ito. La espiral que cayó del cielo


El terror japonés ha resultado siempre peculiar y fascinante a partes iguales. Aunque tras su momento de gloria en el cine a finales de los noventa, solo quedara en la memoria unos cuantos remakes  estadounidenses y todo lo que podía aportar, reducido a un fantasmón con el pelo delante de la cara. Gracias a eso, al menos, fue posible ir abriendo un pequeño campo en el sector gráfico, cuando alguna editorial se animó a publicar manga de esta temática y  las páginas de Junji Ito pudieran verse en los estantes de las librerías junto con series más populares.

 
Parece imposible que Uzumaki, uno de esos primeros mangas publicados en España, cumpla ya 20 años desde su primera aparición por capítulos. Y es que este formato serializado está muy ligado a la narración por capítulos casi independientes entre sí, cuyo nexo en común es el testimonio contado por Kirie, una joven habitante de un pueblo japonés, llamado irónicamente Remolino Negro, en el que un día cualquiera comienzan a aparecer espirales. Sin más, una forma geométrica inocente que se manifiesta en forma de un comportamiento obsesivo que afecta a determinados habitantes, transformándolos física y mentalmente hasta extremos horrendos. Pero también en cualquier aspecto de la vida diaria: la espiral de la concha de un caracol, el giro de un torno de alfarería, los remolinos de un cabello humano o en algo tan vinculado a la climatología japonesa como un tornado. Elementos anodinos que se convierten en algo retorcido que, o bien son sucesos de los que su protagonista es testigo directo, o bien afectan a ella y a su familia, y amigos, precisamente formada por su novio, el hijo de uno de los afectados por lo que él llama la maldición de las espirales, su padre, un alfarero, su madre y hermano menor. Los acontecimientos, a veces aterradores, otros extraños, y en algún momento, absurdos pero peligrosos, no tienen más explicación aparente que la que el novio de Kirie da en las primeras páginas: el pueblo se ha llenado de espirales.
 
 
Durante gran parte de la historia no es posible buscar una explicación, ni una trama, sobre lo que afecta al pueblo o como solucionarlo: es algo que, como en muchos relatos de terror, sucede. Y que, en cierto modo, podría recordar un poco a una versión retorcida (aunque el adjetivo en este caso tiene su gracia) de El color que cayó del cielo de H. P. Lovecraft: algo que aparece sin más, ajeno a toda lógica, y que afecta física y mentalmente a los personajes. Las historias, casi independientes, ofrecen relatos aislados que, pese a tener en común esa idea de una espiral, narran situaciones de lo más variopintas, que, de forma muy aislada, acaban afectando a la trama principal para hacerla avanzar. El guión, de este modo, juega al despiste:  los primeros capítulos acaban por conformar una atmósfera y un preludio de lo que sucederá, para formar parte de la trama y desembocar, en el último tomo, en un escenario apocalíptico muy distinto al tipo de narración aislada que había aparecido al príncipio.
 
 
El terror, tal y como se plantea, tiene una vertiente un tanto fatalista, quizá también relacionada con la forma de ver lo sobrenatural en la cultura japonesa: algo incomprensible, imposible de solucionar y del que, como mucho, los personajes pueden considerarse afortunados si son testigos y no protagonistas directos. Los sucesos, en este caso, vienen y se van, y es muy raro que, salvo los dos personajes principales, alguien pueda salvarse. En algunos momentos supone un fallo porque al querer mantenerlos como hilo conductor, acaban perdiendo todo factor sorpresa: al tercer capítulo se sabe que a Kirie y su familia, pese a lo que pueda pasarles, acabarán la última página salvándose sin demasiadas secuelas y esperando pacientemente lo próximo que pueda suceder en el pueblo. En cambio, en las últimas páginas, la impresión es muy distinta, y el lector acaba pensando que los afortunados fueron esos secundarios que desaparecieron al poco de comenzar.
El segundo aspecto de la historia, y que también es común al resto de guiones de Ito, es la presencia del horror físico y la transformación corporal, mostrado aquí en todas sus consecuencias. Lo que comienza con diseñar un exterior donde se dibujan espirales hasta el extremo de convertirse en algo mareante o repulsivo, se convierte en deformaciones físicas, involuntarias o autoinflingidas, en las que no duda en recrearse en cada viñeta.
 
Ito es capaz de convertir un dibujo geométrico en algo repulsivo, reflejar las transformaciones más horribles e incluso convertir lo cotidiano en monstruoso, ero, en cambio, la forma de enfocar el fantástico se mantiene dentro de unos límites asequibles para todos los públicos: es terror japonés, por nacionalidad y temas, pero no eroguro, y los personajes obsesivos o monstruosos que aparecen lo son en el marco de la historia, nunca se plasma el grotesco por el mero hecho de averiguar hasta donde se puede llegar.
Con un dibujo a la altura, es más sencillo disfrutar de las escenas y el horror que plasman que apreciar los rasgos de los personajes, que son muy limitados: rostros ovalados para los femeninos, picudos para los masculinos, y los peinados y vestuario hacen el resto. Solo parece acordarse de ofrecer una mayor variedad cuando estos sufren alguna transformación de carácter, y hacia la mitad del cómic es saber quien es quien.
Uzumaki es seguramente una de las obras por la que más se conoce a Junji Ito, y probablemente, uno de los más extensos que ha hecho en su carrera. Al menos, hacia su desenlace: su estructura, durante la primera parte, mantiene una distribución episódica, que recuerda a sus antologías de relatos, y cada capítulo de Uzumaki es igual de inquietante que estos.

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