jueves, 26 de abril de 2018

Isla de perros (2018). Como el perro y el gat...político


Hay algunas películas que, sin haber hecho ningún caso a sus reseñas, ni director, acaban convirtiéndose en una revelación, aunque sea solo por no haberle prestado la más mínima atención hasta entonces. Me pasó hace algunos años con Gran Hotel Budapest, de la que acabé disfrutando cada escena sin haber visto hasta entonces ni una película de Wes Anderson y ni siquiera esperar mucho de las comedias que se estrenan en cine. Claro que en este caso, no es precisamente una comedia al uso. Ni lo es su siguiente estreno, como tampoco puede considerarse una producción animada al uso. En todo caso, la primera supuso que me quedara con el nombre en cuanto vi anunciada Isla de perros.



La isla del título hace referencia donde todos los perros de la ciudad de Megasaki, tras una epidemia de gripe canina (y de fiebre nasal) son exiliados por orden del alcalde como medida de seguridad. Mascotas y perros callejeros son enviados a un gigantesco vertedero pese a las protestas de los defensores de los animales y del partido científico, quien asegura poder tener una cura lista en pocos meses. Sin embargo, el que el escudo tradicional del clan Kobayashi, dueña de la alcaldía que decretó la orden, sea un gato, y que su animadversión por los perros provenga de varios siglos atrás, hace que muchos se planteen que la clase política está escondiendo algo. Y mientras, Atari, el pupilo del alcalde, emprende un viaje hacia Isla Basura intentando encontrar a su perro, uno de los primeros en ser enviados allí. Por cierto, ¿he mencionado que la historia transcurre en Japón, y que ni los perros ni los espectadores entienden el idioma?





La película, visualmente, es una pieza de artesanía. Animada mediante stop motion, sin que su movimiento pretenda ser realista o fluído, esta se recrea en un decorado y unos personajes que tampoco pretenden emular a la realidad, sino mostrar todo el detalle que puede ofrecer una marioneta. Desde unos escenarios que casi parecen recortados, unos océanos con aspecto de papel de seda, y unos personajes donde se aprecia el más mínimo detalle, desde la piel casi traslúcida de algunos humanos, hasta la más mínima peca y rizo de estos, pasando, sobre todo, por unos protagonistas caninos a los que no duda en mostrar despeluchados y algunos heridos como..bueno, como parece que no podría, o debería mostrarse, en una película hecha con marionetas. Es más, teniendo en cuenta el argumento, este podría verse en cierto modo como una parodia de las películas de animación con animales parlantes y pensadas para todos los públicos. Un poco, como una versión macabra, con un humor distinto, y para adultos de Mascotas.



Su principal influencia, además de la cultura japonesa, es su cine y especialmente el de Akira Kurosawa. La narración y los personajes humanos se comportan de una forma muy envarada un poco extraña en comparación con la actitud más emotiva de sus compañeros caninos, y el montaje se recrea en los escenarios de forma muy pausada y que, en vista del cuidado que han puesto a nivel visual, era algo necesario: no podremos quejarnos de que no nos dan tiempo de poder apreciarlos. Aunque, por esta similitud, también hace pase algo parecido que con el cine del director japonés: es pausado, y siempre hacía que pasada la parte principal, sus películas se me hicieran cuesta arriba por lo pausado. Algo que también sucede aquí cuando se toma su tiempo a la hora de llegar al desenlace y pararse mucho en aspectos menores de la historia.



El idioma también es una parte más, y una importante, de la película: al comienzo avisan que los únicos que han sido traducidos a nuestro idioma son los perros, y que el resto de personajes hablan en su lengua natal. Esto hace que, salvo determinados momentos donde es necesario comprender un diálogo (a base de unos subtítulos muy básicos o que un personaje diga algo que puedan los protagonistas entiendan), los humanos mantengan conversaciones en japonés incomprensibles para el público, supliéndose esto mediante los gestos, rótulos concretos en inglés, idioma convertido ya en lingua franca, o una traductora cuya presencia en cada aparición política es casi permanente. Bueno, y un secundario que por arte de necesidades del guión, resulta ser occidental.
 
 
¡Gatetes!

A Isla de perros la encontré de una forma parecida Gran Hotel Budapest: con poco más que un cartel a la entrada del cine, y un día del espectador en el que decidí rápido a qué película tenía que entrar. El resultado no fue el mismo, y no llegué a ese nivel de emoción que supuso la primera. En cambio, es imposible no perderse por los escenarios, los momentos de comedia absurda que ofrece de cuando en cuando...y no terminar de ver como unos antagonistas absolutos a los malvados miembros del clan Kobayashi. Bueno, son una casta de odiadores tradicionales de perros, sus métodos son más que cuestionables y sus niveles de vileza son los habituales en un político. Pero esa rivalidad viene de la mano de una devoción por los gatos y que todos y cada uno de ellos sean acompañados por un minino de expresión aviesa.


jueves, 19 de abril de 2018

T. E. Grau y la oscuridad innombrable. Homenajeando a los clásicos recientes


Lo de no juzgar un libro por la portada, si se toma en sentido literal, es una de las frases más ciertas que puede haber. Algunos realmente buenos han tenido que sobrellevar unas cubiertas atroces, y si me hubiera fiado de ellas, me habría quedado sin descubrir algunas novelas excelentes de la colección Super Terror de Martinez Roca o las aventuras de Harry Dickson (bueno, en ese caso, decidí empezarlas para descubrir que albergaban aquellos horrendos fotomontajes). En otros casos, no es así, y la ilustración que los presenta puede variar entre lo simple, lo elaborado, ser lo suficientemente llamativo o directamente, el adecuado para la historia que esconde en sus tapas.



La oscuridad innombrable, de T. E. Grau, fue uno de esos casos. Esta se limita a dibujar una figura cadavérica en un fondo oscuro, al igual que la edición estadounidense, algo muy adecuado y enigmático para un título de los que hace pensar “aquí tiene que haber algo lovecraftiano sí, o sí”. No es una sorpresa, porque H. P. L. es uno de los referentes directos de la recopilación de relatos de este autor, que abarca el terror en distintas facetas: los entornos urbanos, lo sobrenatural, el humor negro, muy presente, y sobre todo, el horror cósmico que en mayor o menor medida, está presente en cada uno de los cuentos. De hecho, estos han sido previamente publicados en otras antologías de carácter temático, y en casi en su totalidad estas están relacionadas con Los Mitos de Cthulhu.

Precisamente lo que caracteriza a la mayoría de sus cuentos es el tono de homenaje: H. P. L. parece haberse convertido en marca de la casa, pero también es fácil reconocer situaciones con las que Robert E. Howard se habría sentido cómodo, los giros de los cómics de la E. C. e incluso a autores de culto más recientes como Thomas Ligotti o Laird Barron. En ese sentido, Grau no inventa nada: la mayoría de sus cuentos acaban recordando a algo leído previamente, bien por estilo o bien por los elementos que usa. Algo que el autor no esconde y en el apéndice final incluye una lista de escritores, situaciones y elementos de la cultura popular que le sirvieron de referencia a la hora de escribir.



El parecerse a un montón de cosas que han aparecido hace tiempo no parece una buena carta de presentación. A veces da un poco la impresión de que todo está inventado y que no queda otra que limitarse a los homenajes o dar vueltas sobre temas que se han convertido en habituales dentro del fantástico. Pero en este caso, no pretende ser algo fuera de lo común ni venir como solían poner a menudo en las contraportadas de las novelas de los ochenta, a revolucionar el género. Grau cuenta historias, teniendo muy presente lo que lo ha influenciado a la hora de escribirlas, y lo que es más importante, las cuenta bien. Es un narrador con un estilo muy atractivo, que es capaz de crear una atmósfera inquietante, algo muy necesario para el tipo de relatos de su libro, y con una sorprendente habilidad a la hora de sugerir situaciones en las que el horror es algo real sin hacer una sola mención directa: en El gran chapuzón de Gordinflón se sirve de la mirada de un niño para describir una ciudad y a unos personajes miserables. Limpieza, el segundo relato, describe la forma de actuar (y por suerte, el destino que le espera) a un pederasta de manual, y, en un escenario completamente distinto, recrear un cuento de hadas gótico en Señor Lobo.

Si sobre La oscuridad innombrable empezaba hablando de portadas e ilustraciones es porque, al menos en la edición española, este supone un factor importante: uno de los formatos que menos me gustan en el mundo editorial es la rústica con solapas (¿qué eres? ¿Un libro con sobrecubiertas? ¿Una edición de bolsillo? ¡Decídete por uno y no te quedes con la encuadernación y el precio de ambos!), y fue el le tocó al libro de Grau. Pero que se ve compensado por una edición muy cuidada: el tamaño bolsillo sin ser bolsillo se ve compensado por las láminas de Odilon Redon que acompañan a cada relato, y por nada menos que una banda sonora, en forma de playlist de youtube incluida en la primera página. Desde luego, no se me habría ocurrido escuchar a Florence and the Machine leyendo una antología de relatos lovecraftianos.


jueves, 12 de abril de 2018

Ready Player One (2018). Buscando en el baúl (virtual) de los recuerdos



La nostalgia ha pasado de ser una referencia en la ficción a algo habitual. Si hace unos años tenía su gracia encontrar guiños a los ochenta en Historias Corrientes u Hora de aventuras, acabamos por encontrarnos un verano en que la serie más comentada fue una hecha completamente a la manera de esa década. En lugar de desaparecer y dar paso a añorar la década siguiente, esta acabó acumulándose a una especie de morriña por cualquier cosa que sucedió hace como mínimo 20 años (y no me extraña, porque ¿quien va a extrañar los primeros años del 2000? Fueron un tostón de aquí a Lima), convirtiéndose no en un añadido, sino en una forma más de contar historias. Aunque, igual que con los superhéroes, con la reactivación en el cine de Star Wars, y con cualquier tendencia, esta puede acabar agotando o volviéndose en un aluvión de referencias sin contenido. Y, dos temporadas de Stranger Things pudieron conseguir el éxito, pero una película cuyo mayor reclamo era hacer aparecer el mayor número de imágenes reconocibles de los últimos 40 años, lo iba a tener un poco más difícil. O por lo menos, tendría que trabajárselo más.



Tiene su gracia que la novela de Ready Player One fuera adaptada al cine por alguien tan vinculado al cine de entretenimiento de los ochenta como lo fue Spielberg. Porque esta es una parte importante de la historia: dentro de unos 30 años, el empobrecimiento de la sociedad y el poder de las empresas de comunicaciones son cada vez mayores. Aunque a la gran mayoría no le amarga mucho la vida al pasarse gran parte de esta en interne...digo...en Oasis, un universo virtual donde se puede hacer y ser cualquier cosa, y donde el protagonista, al igual que muchos otros usuarios se han enfrascado en el juego diseñado por su difunto creador, que ha prometido su porcentaje de la compañía a quien supere las pruebas. Con un botín millonario en juego, el responsable de la principal compañía de información no duda en poner a miles de empleados como jugadores a tiempo completo a fin de completar las pruebas antes que nadie y convertirse en la corporación más poderosa del planeta. Ah, y de paso, freir la interfaz de los usuarios a base de anuncios. Porque salvo cotizar en bolsa y ser los antagonistas, tampoco queda muy claro su objeto social.



Como era de esperar, el peso de la película lo lleva el aspecto visual, siendo este en un 99% la recreación infográfica: los actores la mayor parte del tiempo se limitan a prestar su voz a sus avatares hechos por ordenador, donde transcurre la mayor parte de la trama y donde juegan bastante con lo que pueden ser o no en el mundo real. De hecho, uno de los aspectos más interesantes es que no llegue a conocerse la identidad de uno de los secundarios. El resto, muy vistoso, no es ya nada que vaya a sorprender al público porque se sabe que no es imposible recrear las discotecas aéreas, los planetas los icebergs o incluso las batallas entre robots y dinosaurios que se pueden ver en pantalla. Quizá llame más la atención el diseño de los personajes principales, donde sí sorprende bastante la textura que llegan a alcanzar estos, olvidándose en muchas ocasiones que quien está apareciendo en la pantalla está hecha por ordenador, sin que su aspecto produzca esa incomodidad que podía sentirse hace algunos años cuando intentaban hacerse diseños muy realistas: Parzival o Artemisa resultan más expresivos que lo que pudieron ser los protagonistas de la película de Final Fantasy. Bien porque no pretenden ser reproducciones reales, y todavía conservan cierto punto irreal, o bien porque el público se ha acostumbrado ya a la infografía.



Es precisamente la parte virtual de la trama la que mejor funciona. Esta, en el fondo, es una historia de aventuras muy deudora de la época a la que homenajea, en la que los protagonistas superan una serie de retos, consiguen detener a unos villanos, y aprenden una lección sobre lo que han vivido. Unos giros que se han rodado mil veces pero que en el fondo, seguirán funcionando siempre que estos se utilicen bien, y sobre todo, mantengan la trama activa pasando de una situación a otra, un poco como el videojuego que los protagonistas intentan superar.

En este caso, las referencias no podrían haber tenido lugar de no haber contado con los derechos necesarios para hacer aparecer a practicamente todos los personajes y situaciones de la cultura popular del último siglo, desde DC, a Star Trek, pasando por King Kong, u otros, que directamente son una parte necesaria de esta como la presencia del Gigante de hierro o el resplandor de Kubrick. Estas caban convirtiéndose también en un exceso, algo de esperar cuando la película descansa sobre ellas, y cuando el guión, para asegurarse que nadie se pierda, se dedica a explicar cosas al dedillo de la forma más inoportuna: una gran parte de los guiños se limitan a estar ahí, reconocibles o no. Pero resulta bastante chocante que los protagonistas se pongan a explicar quien escribió El resplandor, de que serie era tal o cual nave, o el nombre completo de un diseñador de videojuegos, como si en todo momento quisieran darlo masticado y asegurarse que nadie se pierda por el camino.

 
Al final en el futuro no nos vestimos de papel albal, pero chatarra tenemos para un rato

En cambio, la parte real de la historia es la más floja. Al igual que los protagonistas, al centrarse tanto en el mundo virtual, se olvidan del real, quedando este dibujado de una forma muy simplona y donde las cosas se resuelven de una forma bastante peregrina: aunque ahorren tiempo a la hora de describir el mundo real gracias a la falta de interés que muestran sus habitantes por este, las partes más importantes de la trama que deben resolverse en él rozan el absurdo: No hay demasiada diferencia entre las habilidades físicas de los protagonistas en el mundo virtual y en el real, siendo todos poco menos que artistas marciales expertos. La corporación malvada no duda en usar métodos ilegales para conseguir sus fines, pero allí todo quisque entra y sale del despacho del jefe y de las instalaciones como pedro por su casa. Tampoco queda muy claro a qué se dedican pero obligan a sus deudores a trabajar para ellos como esclavos...Vamos, es como si no pagas una factura a Movistar y te ponen de teleoperador hasta que cubras el importe. Tampoco es que este mundo sea una recreación distópica que cuide el realismo hasta el mínimo detalle, pero también resulta poco probable que un astuto ejecutivo decida saldar cuentas con un adolescente persiguiéndolo por ahí con un revólver. Se echa mucho en falta el haber pulido aspectos que en el fondo son muy básicos, pero que parecen haber quedado olvidados al querer centrarse en lo más vistoso.



Ready Player One no pretendía ser una producción donde la trama fuera lo más importante, ni siquiera una de ciencia ficción seria o compleja. Está más cercana al cine de aventuras, sin demasiadas complicaciones, y sobre todo, al espectáculo y a enfocar el tema de la nostalgia con un poco más de profundidad del que parecía al principio. Una forma de verlo que a menudo funciona y esta no parece tan vacía como se temía en los trailers.




jueves, 5 de abril de 2018

Pacific Rim: Insurrección (2018)¡Puñoooos fuee..! Bueno, no.


De la primera Pacific Rim me pilló por sorpresa que pudiera tenerme prestando atención de principio a fin una película de las de “robots gigantes”. No iba a ser imposible porque el que estaba detrás de la idea era Guillermo del Toro, quien se las arregla bastante bien con esto de acercarse a las temáticas que le gustaban de niños y que su público le siga la historia. Ahora, lo de la secuela parecía un poco más complicado al no contar con él como director. Quedaba esa duda sobre si la secuela sería al menos entretenida, una sucesión de robots sin más, o directamente, un sacacuartos con infografía. Pero cuando entra en juego el día del espectador, me vuelvo mucho más arriesgada a la hora de decidir qué voy a ver al cine y qué no.

 


Si el guión de Del Toro había sido planteado como una historia independiente, en la que la brecha entre la tierra y el mundo de los kaijus había sido cerrada y ganada la lucha entre ambas especies, su secuela aprovecha el truco de ser siempre posible continuar una historia. Como sea. En este caso, han pasado diez años desde el último combate. La economía mundial vive una época próspera gracias a las tareas de reconstrucción (me imagino que en España los contratistas se estarían poniendo las botas. Y los ayuntamientos, haciendo rotondas como si no existiera un mañana), salvo en las zonas más afectadas por la fuerza destructiva de los kaijus: en la costa del Pacífico sobreviven cientos de traficantes y contrabandistas de antiguas piezas de jaegers entre los que se cuentan algunos tan dispares como Jake Pentecost, hijo del piloto que sacrificó su vida para poder salvar la tierra, y Amara, una niña capaz de construir y pilotar por sí sola un jaeger. La suerte de estos cambia cuando son reclutados como piloto y cadete en uno de los momentos más difíciles para el destino de los jaeger: estos serán sustituidos por un sistema de drones, haciendo que su manejo directo sea innecesario y más seguro para los pilotos. Hasta que nuevos kaijus aparecen haciendo temer que, o bien la brecha se ha abierto de nuevo, o estos han sido creados por manos humanas.
 
 



El guión, en términos generales, no ha ido del todo mal. Si en la primera parte tenían la habilidad de expandir un poco el mundo de los kaijus más allá de los robots gigantes, mostrando de pasada cómo la gente se adaptaba a la situación, aquí comienzan dedicándole su tiempo a este mismo aspecto. Si bien de una forma muy ligera, y con bastante sentido del humor, las zonas más afectadas por lo sucedido son similares a un área de posguerra donde los límites de la legalidad no están muy claros. Se nota que pese a quererse tomar el género tan en serio como se hizo previamente, el enfoque está mucho más pensado hacia el entretenimiento y todos los públicos: puede haber por ahí un robot de metros tirando edificios abajo, pero aquí no va a morir nadie y ante la duda, los personajes no dudan en anunciar que todos los ciudadanos han sido puestos a salvo. En este caso, no han querido complicarse con ninguna trama sobre daños colaterales y las batallas de monstruos son tan limpias como las que podían verse en las series de los ochenta.



De hecho, esta entrega es la que es mucho más similar en cuanto a modismos y guiños a su origen japonés: los nombres son una mezcla muy diversa de raices asiáticas y alemanas, buscando más la sonoridad que otra cosa, se gritan los nombres de las armas antes de atacar (aunque en este caso, parece quedarle al público más claro el motivo que el que podía ser en un Mazinger Z), e incluso, en un momento dado, la figura de un robot corriendo con una espada recuerda directamente a una secuencia de Neon Genesis Evangelion. De los secundarios, en este caso cadetes, se menciona la conveniencia de su edad para poder adaptarse a sus máquinas (justificación que se empleaba a menudo en varios animes), aunque la presencia de estos se queda un poco en la de unos secundarios correctamente construidos pero que no tienen más objetivo que el de pilotar un robot para las secuencias finales. Teniendo en cuenta la temática principal de la pelicula, tampoco tendría demasiado sentido protestar por eso.



Comparados con estos, cuentan con un peso mayor dos secundarios de la primera entrega, cuya presencia tenía cierto punto cómico y que ahora se ve ampliada hasta el punto de ser el desencadenante de la secuela, aunque también su carácter en este caso ha sido exagerado desde la última vez, volviéndolos mucho más estrafalarios: Aunque Gotlieb y Geizler funcionan y acaban siendo un poco los cerebros que consiguen salvar el día, la forma de convertir a uno de ellos en antagonista resulta bastante arbitraria, además de hacer muy evidente algo que se sospechaba desde los primeros minutos de metraje: la secuela no hacía falta. La historia estaba cerrada, y hubo que retorcer mucho lo que quedaba de la anterior para poder justificar una nueva aparición de kaijus y lo que es peor, directamente asegurarse una puerta abierta a posibles entregas posteriores.


Pacific Rim: Insurrección era innecesaria. Pero esto no está reñido con ser una secuela más que correcta, que sigue perfectamente la estela de su predecesora y adapta con mucha maña el género de robots y kaijus para un público, que, si bien nos acercamos a la primera por el nombre de Guillermo del Toro, no habríamos seguido de la misma forma una saga de robots.