Hace un par de meses empecé a escuchar
Todo tranquilo en Dunwich, un podcast de literatura del que me acabé
haciendo seguidora por tres motivos: primero, por tratar
principalmente de género fantástico, terrorífico, o que sea
cercano a estos. Segundo, porque tienen una devoción por Lovecraft
parecida a la mía, además de hablar sobre sus lecturas con una
pasión que resulta contagiosa y también bastante similar a ese
momento en el que terminas un libro y dan ganas de salir a la calle
al grito de “¡¡Thomas Ligotti es fabulosooooo!!”. Y finalmente,
porque dos de las últimas novelas que he terminado las descubrí
gracias a sus reseñas.
Harry Kressing. The Cook. Poco más
disponible del que un autor que, además, muy poco se sabe. Salvo que
se trata de un seudónimo y esta es practicamente su única novela.
La historia de un desconocido, que llega a una pequeña ciudad,
imaginaria, pero de la que por su descripción podría ser cualquier
villa en Nueva Inglaterra, y que ofrece sus servicios como cocinero a
los Hill, la principal familia de la zona y propietarios del mayor
negocio local. Sin más recursos que su labia, un carisma extraño, y
sus habilidades culinarias (bueno, además de bastante mala virgen en
algunos casos. Y un cuchillo de cocina que debe estar hecho de acero
hirkanio), va ganándose el respeto y el cariño de la familia, así
como, a medida que avanza, una completa devoción y dependencia hacia
su persona. La figura de Conrad es lo último que nadie esperaría de
un cocinero: exageradamente alto, cadavérico, y con unos
conocimientos sobre su oficio que le permiten controlar las dietas, y
quizá el carácter de sus jefes de una manera que casi raya lo
sobrenatural, siendo capaz de la forma más inesperada de alterar por
completo el orden y la jerarquía de la casa en la que fue empleado.
El planteamiento de la historia es
bastante extraño: no es suspense, porque en realidad el protagonista
no tiene ningún motivo concreto para actuar como actúa. Ni la
codicia o la venganza son mencionados, y ni siquiera se sabe nada de
su pasado salvo sus referencias como cocinero y algunos conocidos que
conserva de la ciudad. Tampoco sería género fantástico porque
tecnicamente, no pasa nada sobrenatural...Más bien sería lo
kafkiano, la comedia negra e incluso el cuento oscuro, el referente
más cercano a la novela.
Precisamente lo indefinido de su
situación, con el pueblo imaginario de Cobb y sin más referencias a
otros lugares que “la gran ciudad”, además del carácter de
Conrad, quien por su presentación, no es un héroe, ni un villano,
sino un elemento discordante en la historia, le da un mayor carácter
de fábula. En este caso, lo importante es la historia, su carácter
extraño e incluso la evolución física del personaje principal, que
va modificándose al mismo tiempo que el resto de secundarios. Pero
no lo es el detallismo o los datos concretos. Porque para ser un
libro sobre un cocinero y lo que hace en la cocina, de su
protagonista solo se acaban conociendo tipos de platos: muffins,
tostadas, faisán, comida que hace engordar y comida que hace
adelgazar. Estas dos últimas, así, tal cual como salen en el libro.
Bueno, y también comida especial para gatos, con lo que ya hizo que
se ganar mis simpatías desde el primer momento.
Mariana Enriquez. Las cosas que
perdimos en el fuego. El titulo del libro corresponde al último de
los relatos de una colección de doce, donde la autora cuenta
diversas historias de terror de una forma muy particular: sus relatos
están muy lejos de los escenarios clásicos, los monstruos y lo
abiertamente sobrenatural (salvo algunas excepciones a las que se les
podría dar una explicación ambigua), y más cerca del terror
cotidiano. El que puede estar a la vuelta de la esquina, en las
noticias de un periódico, en un barrio marginal o en la propia mente
de sus protagonistas.
Todos los relatos tienen un elemento en
común: sus protagonistas son mujeres que de un modo u otro se ven
afectadas por la culpa, el miedo o un evento traumático que bien
sirve como punto de partida para desarrollar la historia, o bien
constituye la narración en sí. Además de utilizar un lenguaje muy
cercano, sin florituras, y con el que describe con total frialdad el
lado más sórdido de los entornos que se han vuelto habituales en
las ciudades, el pasado de Argentina, haciendo referencia con mucha
sencillez, como una parte más de la historia de un país, a la
dictadura, o aceptando con total serenidad una situación tan anómala
como la que se describe en el último relato.
Aunque el nivel de la colección es muy
alto, y las historias tan variadas como podían serlo las de
Nocturnos de John Connolly, el orden de la presentación ha sido muy
acertado: el libro comienza con El chico sucio, donde se describe sin
concesiones uno de los barrios más peligrosos de la ciudad donde
conviven los edificios más ajados con las antiguas casas señoriales,
y donde se presentan, sin avisar, las caras más violentas de la
ciudad e incluso la referencia a la Santa Muerte. El cierre, las
cosas que perdimos en el fuego, describe una epidemia, por
describirlo de alguna forma que comienza a extenderse entre las
mujeres del país: las mujeres ardientes, quienes queman su cuerpo
voluntariamente sin que acabe quedando claro que se trata de una
forma de protesta extrema o el crear un nuevo canon de normalidad.
Puede ser por su cercanía algunas veces al realismo sucio, o por
tratar el terror de una forma muy poco tópica, pero el libro de
Enrique acaba siendo más inquietante que cualquier relato de
fantasmas en una rectoría.
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