Desde 2013, la saga sobre la pareja de investigadores paranormales Ed y Lorraine Warren se ha convertido en una de las franquicias más rentables del género. Esta consistió en tres entregas protagonizadas por ellos, toda una serie dedicada a la muñeca Annabelle (que no se mueve ni hace nada, pero tiene cara de mala persona y se supone que asusta), y unos cuantos spin offs de mayor o menor interés dedicados a los demonios que aparecían en las historias principales. Una decisión que servía en parte para seguir rentabilizando la serie y mantener mayor expectación hasta la siguiente aparición de los protagonistas principales. Y que esta vez, además de haber tardado un poco más, resulta diferente a las entregas previas.
Han pasado casi diez años desde que Ed y Lorraine fueran conocidos por primera vez tras investigar lo sucedido en la granja Perron. Pero ese fue solo uno de tantos casos que figuran en su archivo, y en este momento se encuentran ante la posesión del pequeño David, al que se le practica un violento exorcismo. En la ceremonia están presentes su hermana y Arne, el novio de esta, quien es la última persona en contacto con David antes de que este sea liberado. Unos días después, el extraño comportamiento de Arne, entre pesadillas y voces en su cabeza, termina con el asesinato de su casero. En el juicio, la defensa asegura que este ha actuado bajo la influencia de una posesión. Mientras el proceso se desarrolla basándose en esta circunstancia como única posibilidad de librarse de la pena capital, Ed y Lorraine saben que no ha terminado, y que no lo hará hasta que descubran y destruyan la maldición que pesa sobre Arne, y de algún modo, sobre el propio Ed.
Al igual que los casos anteriores, el guion se basa en una de las investigaciones de los Warren, una de las más conocidas y de las que estos, no sin cierto orgullo, conservaban pruebas audiovisuales del exorcismo practicado: esta fue la alegación presentada por el Arne Johnson real (aunque cualquiera que haya vivido de alquiler sospecha que no hace falta una posesión demoniaca para plantearse el asesinato como opción viable), que, en este caso, vuelve a guionizarse de forma muy libre y centrándose en lo fantástico del caso original. Salvo que esta vez hay una mayor intención de ligarlo con el universo cinematográfico, al incluir menciones a la secta que aparecía en la primera entrega de Annabelle.
Pero también es la primera en la que James Wan se separa de las labores de dirección y en la que el tono es muy distinto: lejos de presentarse como la película “más aterradora”, con mayores sustos y más centradas en hacer pegar botes en el asiento, deciden abandonar un poco este recurso y centrarse en una historia con escenarios más variados, y donde lo importante es la trama de la investigación que sus protagonistas llevan a cabo. Hay una diferencia importante entre el caso Enfeld, donde una colección de espectros a cada cual más vistoso se paseaba por un apartamento en Londres, y el par de siluetas que deambulan en n el caso de Arne Johnson, casi para recordar al público el espectáculo que suponía cada estreno mínimamente relacionado con los Warren. En este sentido, la trama centrada en los movimientos de los protagonistas intentando resolver un caso, con pocas referencias al procedimiento judicial que se desarrolla de forma secundaria, se acerca más al cine de sus pensé que al tipo de terror al que Wan había acostumbrado a sus espectadores con Insidious y The Conjuring.
También se aprecia un toque un tanto crepuscular en sus protagonistas: ha habido muchos casos desde su primera aparición a principios de los 70, y estos aparecen con un aspecto más envejecido, más agotados por el trabajo que por el paso del tiempo, y donde estos tienen un impacto negativo en su salud: más lejos de su papel como infalibles investigadores de lo oculto, estos corren un peligro real por cosas tan mundanas como un problema de salud, haciéndolos más vulnerables.
Aunque el cambio de estilo resulta interesante para una serie que cuenta con un número de películas considerable y hace que la premisa sea algo más que “Ed y Lorraine metidos en una casa donde hay un demonio”, el caso elegido no resulta el más adecuado : por su trasfondo, no queda otra que distanciarse de la historia principal, que se resuelve felizmente, para desarrollar una trama donde, en lugar de demonios, buscan un antagonista cuyas motivaciones están tan desdibujadas y su aparición es tan arbitraria que cuesta ubicarla dentro de la historia, si no es para aceptar la correspondiente explicación sobrenatural.
A The Conjuring se le acusa de estar agotándose…no tanto por las tres películas sino por la cantidad de spin offs y secuelas de estas que cada monstruo aparecido previamente generaba. Si bien esta no es la secuela más brillante, comparada con la anteriores, si es un giro a tener en cuenta. Y una prueba de que muchos preferimos esperar para ver de nuevo a la pareja formada por Vera Farmiga y Patrick Wilson en lugar de tener películas sobre muñecas malencaradas, monjas de caseta del terror, o, si se siguen poniendo, el sofá de skai de aspecto inquietante que aparecía un par de minutos en El caso Enfeld.
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