Cuando alguien decide escribir una historia sobre los Mitos de Cthulhu, puede haber dos resultados: el pastiche, que se limita a transitar por lugares conocidos (cuando deciden recurrir a Arkham o a Dunwich, literalmente) y a enumerar la serie de consonantes impronunciables que componen los nombres de los primigenios. O bien, conservar únicamente la idea y crear algo nuevo, que le haga justicia al adjetivo lovecraftiano. No voy a quejarme del primer caso, porque cada lectura tiene su momento y reconozco que las novelitas sacadas a raíz de los juegos de Arkham Horror me han entretenido e incluso recordado a mis tiempos de lectora despreocupada, donde lo mismo era feliz con los cuentos de Edgar Allan Poe que con los de Brian Lumley. El segundo suele ser un campo en el que la creatividad de sus autores, las influencias literarias posteriores y el cambio de sensibilidad e intereses de las últimas décadas ofrece piezas realmente interesantes.
Caitlín R. Kiernan estaría en el segundo grupo. Una autora que cuenta con una carrera bastante amplia, pero para la que Lovecraft es una influencia muy patente y no desdeña acercarse de cuando en cuando al mundo de los Mitos. A veces, de una forma más directa y cercana al pastiche, como pudo ser El otro modelo de Pickman. Otras, mediante una historia mucho menos lineal, y por qué no, donde la irrealidad está presente en todo momento.
Los casos en los que se ha visto envuelto el Guardavías podrían perfectamente responder la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si David Lynch dirigiera un capítulo de expediente X cuyo guión estuviera basado en una historia de Lovecraft? Este agente ha presenciado, que no protagonizado ni resuelto, situaciones en las que las paredes de la realidad se han agrietado, dejando entrever lo que hay al otro lado: la transformación sufrida por los miembros de una secta instalada en Salton Sea, el papel que dos hermanas, sometidas a extraños experimentos, pueden jugar en el fin del mundo o lo que ha sido de un pueblo costero en el que esa barrera se ha roto y ha tenido lugar aquello que en La llamada de Cthulhu solo fue sugerido. La organización para la que trabaja el Guardavías parece ser un grupo anónimo, apátrida, que a veces es testigo, otras evita, y a veces corrige, de manera poco ética, lo que podría haber sucedido o sucedió.
A favor de ambas novelas cortas hay que decir que precisamente, son breves: sería muy difícil poder mantener el interés de una historia cuya clave es la atmósfera y la falta de linealidad en algo más de las cien páginas que ocupan. Seguramente, la historia no sería la misma si el lector no pudiera visualizar los lugares anónimos de cualquier ciudad, los paisajes que pueden verse en las áreas del Lago Salton e imaginar el tipo de gente que puede atraer un lugar así. Por esas páginas deambulan personajes un tanto fantasmagóricos, que apenas tienen caracterización y parecen contar con ciertas habilidades inexplicables, a menudo relacionadas con prever un futuro que se adelanta en las líneas de la novela y que puede no corresponderse con el hilo principal. Estos cuentan con diálogos escasos, donde cada frase deja entrever un universo vacío, y un mundo donde los humanos carecen de empatía.
El juego que se propone Kiernan es peligroso: un experimento que funciona en Agentes de Dreamland, pero que se pasa de ambicioso en Black Helicopters donde a las distintas líneas temporales se les juntan una serie de personajes un tanto extremos, a un nivel que roza la gratuidad, y excesos como incluir capítulos escritos en francés (por suerte, la edición incluye un apéndice donde traduce la broma).
Los casos del Guardavías, por llamarlos de algún modo, quedan muy lejos de la ficción lovecraftiana o de acción que podría encontrarse en otras series. Breve, sin apenas personajes, irreal, a veces fallida pero fascinante, dudo mucho que la idea de Kiernan fuera la de establecer una continuidad o una nueva saga. Aunque a veces me imagino lo que podría ser una tercera novela corta. Otras, no.
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