No es raro encontrarse con alguna película sobre niños asesinos. Bien un pequeño psicópata, o bien una banda de infantes actuando en grupo, la idea resulta inquietante por su contraposición con la de una criatura desvalida, incapaz, por motivos físicos, de hacer daño, a la que un adulto debería proteger...o, porque como muchos padres confiesan, "a veces dan ganas de comérselos, aunque luego ves su carita y se te pasa". La versión contraria, los padres como asesinos, sí han sido algo habitual, pero presentados como algo aislado: el monstruo en el hogar que debería proteger.
Mom and Dad, en cambio, recoge una posibilidad distinta: ¿y si todos los padres se convirtieran en asesinos despiadados? O más bien, ¿y si esta tendencia se manifestara únicamente hacia sus propios hijos? Algo así como el anterior "a veces dan ganas de matarlos" pero sin el "después se te pasa". Y que en la historia comienza a suceder de forma gradual, con hechos aislados que no pasan de la sección de sucesos de la televisión que una familia cualquiera, compuesta por Brent y Kendall, o más bien, mamá y papá desde hace años, y sus dos hijos. A medida que lo que parece ser su vida diaria va deteriorándose en unas pocas horas, siendo golpeados más de lo habitual por las dudas de la crisis de los cuarenta y el tratar con hijos en la edad del pavo, esos casos aislados van multiplicándose hasta convertirse en una epidemia, donde solo una cosa está clara: los padres intentan asesinar a sus propios hijos por todos los medios, sin motivo aparente y sin más respuestas que unas pocas teorías formuladas en las noticias. Y cuando Kendall llega a casa, para proteger a su familia, sus intenciones, y las de su marido, acaban convirtiéndose en otras.
La impresión que produce en general es la de ser una gran broma. Una con mucho humor negro y más referencias que las que podían pensarse al principio: el montaje inicial, con una música y unos créditos que recuerdan directamente a las películas de amenazas genéricas de los setenta, es todo un guiño a aquella forma de hacer cine donde se mezclaba a partes iguales las catástrofes y el drama familiar, que aquí es tratado con mucha sorna. Aunque el aspecto un tanto setentero se quede solo como broma inicial, no pasa lo mismo con la banda sonora, muy caótica y con piezas reconocibles elegidas para resultar anticlimáticas respecto a lo que sucede: pocas veces se puede tener tan mala baba como el hacer sonar It must have been love de Roxette cuando una madre intenta asesinar a su hijo recién nacido. En su mayoría, la parte melódica está pensada para acentuar esos momentos, mientras que el resto se completa con unas piezas de sintetizador que, aunque deben estar intentando recordar el aspecto retro que querían homenajear con el principio, resultan un poco chocantes porque este se acaba abandonando a los pocos minutos de metraje.
El guión es consciente de que una premisa como esta sería difícil mantenerse durante mucho tiempo, y menos cuando la duración impide que se ofrezca una explicación satisfactoria o un trasfondo adecuado para mantenerla. Por eso prefiere pasarse cuanto antes a un escenario más pequeño, trasladando la acción al hogar de los protagonistas, y convirtiéndose en una cinta más cercana al terror doméstico: en este caso, no importa tanto lo que esté sucediendo a nivel global, que puede verse de forma breve en la primera parte, sino lo que le pasa a los personajes principales y como lo afrontan. Una decisión que funciona sobre todo gracias al trabajo de los protagonistas adultos (en el fondo, a los actores que interpretan a sus hijos no les queda más papel que el de ser insufribles al principio y correr por sus vidas después). Nicholas Cage ha pasado media carrera sufriendo altibajos de calidad, y su estilo de actuar no es el favorito de todos, pero aquí decide tirar la casa por la ventana y ofrecer un retrato de lo más enloquecido, quizá demasiado histriónico a veces, pero de los que hace pensar que, si su personaje no estuviera siendo víctima de la plaga del principio, quizá sería de esas personas que protagonizan la columna de sucesos del periódico. Selma Blair, en cambio, ofrece un registro más calmado, quizá más convincente y de rabia contenida, donde es capaz de cambiar de registro de preocupación a asesina en cuestión de segundos.
Con una segunda parte más concentrada en un escenario reducido, y una situación que resulta más manejable, se hace más evidente lo caótico de la primera mitad: el humor negro está presente desde el principio, y la información acerca de lo que sucede comienza a distribuirse de forma adecuada, pero se acaban centrando demasiado en una parte crítica que estaba ya presente y no necesitaba tanto peso como pretendían: unos cambios bruscos en la línea temporal, donde intentan hacer hincapié en la crisis de madurez de los protagonistas que, si bien en el caso de Selma Blair funciona, en el de Nicholas Cage parece más una pataleta que otra cosa, y que acaba ofreciendo demasiada información sobre los personajes cuando estos, lo que necesitaban, era entorno y quizá más tiempo para presentar de forma general lo que después tratarían de forma particular.
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