Durante la década de los ochenta fue posible ver toda una variedad de comedias. Memorables en su mayoría, y cuando menos, con una oferta bastante variada: desde las estudiantiles, bastante descerebradas, el fantástico, la comedia gestual…y casi como un subgénero en sí mismo, el humor idiota. No solo en lo que se pudo ver La loca historia de las galaxias, ni en toda la saga de Agárralo como puedas, sino en la falta de complejos a la hora de plasmar un guión sin más recurso que situaciones imposibles, momentos ridículos y sin la menor pretensión de venderlo como humor inteligente. Y, ¿qué menos inteligente que dos protagonistas sin muchas luces, pero ganas de triunfar y un optimismo que roza la inocencia?
En el año 2.600 aproximadamente, la humanidad vive un periodo de paz y prosperidad donde la comunicación con otras formas de vida, los viajes en el tiempo y en el espacio son una realidad gracias a la música, y la filosofía de vida creada por dos jóvenes de finales del siglo XX. Pero para mantener esta línea temporal es necesario que estos permanezcan juntos y consigan desarrollar una carrera musical. Algo que parece difícil cuando Bill y Ted, dado su escaso interés por sus estudios están a punto de suspender historia y ser expulsados del instituto. Y cuando ambos, pese a su ilusión de convertirse en reyes del rock, no son capaces de tocar ni una nota. Lo primero solo podrá solucionarse con ayuda de Rufus, un habitante del futuro enviado, junto a una máquina del tiempo, para ayudarles a conocer de primera mano que le pondrán más fácil conseguir un aprobado. Por lo segundo, no hay que preocuparse: con el tiempo mejoran.
El argumento y la quiebra de la primera productora (no puedo ver en tv el logo de Dino de Laurentiis sin echar una lagrimilla nostálgica) hizo que la cinta diera unas cuantas vueltas antes de su estreno, temiendo que esta fuera demasiado alocada y no del gusto del público en una década, donde, sorprendentemente, llegaron a estrenarse cosas bastante raras. En realidad, pese al estatus actual de culto, no es tan estrafalaria: esta es más una comedia enfocada al público adolescente, con un humor muy blanco y basado en lugares comunes para estos. El instituto, el estilo de vida, la música, la cultura de los centros comerciales y una gran mayoría de gags basados en situaciones con personajes fuera de lugar. Lo más memorable, hacia la segunda parte, puede ser la colección de personajes históricos deambulando por un centro comercial y haciendo cosas tan anacrónicos como dar clases de aerobic o tomarse un helado gigante. Y sobre todo, una actitud despreocupadamente optimista que vista hoy, choca con el arquetipo de adolescente depresivo que sería mayoritaria en la década posterior.
Gran parte de los momentos cómicos, incluso el desarrollo de la trama, no es tan destacable como el estatus que ha ganado con el tiempo: esta se resume en dos chavales muy tontorrones recogiendo figuras históricas a través del tiempo, sin desviarse en ningún momento de una situación lineal que se sabe que terminará bien. Parece difícil ver el motivo por el que hoy sea tan recordada, contando con una secuela y una tercera parte en producción. Pero esta funciona por lo ligero de su argumento, su optimismo contagioso y sobre todo por el carisma de sus protagonistas, Alex Winter y Keanu Reeves (nunca un actor con registro tan limitado ha llegado ha despertar tanta simpatía. Hasta yo me declaro culpable): sus Bill y Ted, incapaces de recordar un solo dato académico pueden hablar como caballeros, de forma muy opuesta s su aspecto y personalidad, y pese a su evidente falta de luces, es imposible que una pareja tan inofensiva y con tantas ganas de conseguir lo que se proponen, no despierten simpatía. Además, si gracias a ellos el futuro de la humanidad es brillante, no deben ser tan malos chicos. Pese a tratarse de una comedia de ciencia ficción, lo más destacable del apartado técnico, y para mal, son los efectos digitales que pueden verse en muchas escenas y que, dado lo básico de la animación, chirría ante unos efectos artesanales mucho más conseguidos. Eso, y la máquina del tiempo de la que disponen, sacada evidentemente de cierto viajero, aunque oficialmente se diga que se recurrió a ese diseño para evitar similitudes con el Delorean, que todavía estaba muy cerca, y que era mucho más familiar para los espectadores que una serie británica desconocida. Además, visto lo apretado del viaje de los protagonistas, esta no era más grande por dentro que por fuera.
Las alucinantes aventuras de Bill y Ted pueden ser una película de culto, pero no tanto por sus cualidades sino por lo que supuso. Humor sin complejos, un poco de absurdo, y sobre todo, la influencia para una generación que se dedicaría al audiovisual años después. O, al menos, es difícil no reconocer, por poner un ejemplo, un poco de Bill y Ted en las historias corrientes de Mordecai y Rigby.
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