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lunes, 26 de septiembre de 2016

31 (2016). Payasos asesinos, motosierras y pantalones de campana



Aunque estén muy alejadas de lo que suele gustarme en el cine, Rob Zombie siempre consigue que acabe viendo alguna de sus películas: o bien seguir las tropelías de la familia Firefly en La casa de los 1000 cadáveres, ponerle pegas al remake de Halloween o desconcertarme con Lords of Salem, algo de maña debe tener para que mantengan el interés unas películas que en otras circunstancias se resumirían en un grupo de gente que grita mucho a otra y la mata de la manera más violenta posible. En todo caso, su estilo muy deudor del cine de terror de los setenta, la violencia grafica, personajes extremos y desagradables, y unos guiones muy sencillos y centrados en muy pocos elementos, se han convertido en características comunes a casi todas sus películas, y de los que en su última producción no falta ninguno.



Especialmente, en lo tocante al guión, porque la historia de 31 no podría ser más sencilla: un grupo de feriantes son secuestrados y obligados a enfrentarse a una serie de asesinos durante doce horas. Este es el tiempo que dura un juego de supervivencia, ideado por sus captores, que durante ese periodo apostarán sobre las posibilidades que cada uno de ellos tiene de salir vivo. Cuestiones como la identidad de sus secuestradores, el lugar en el que han sido encerrados, o los asesinos que uno tras otro, son enviados tras ellos, no son relevantes: al igual que a los protagonistas, lo que importa es quien va a salir vivo de allí, o más exactamente, qué es lo que les espera una vez que se hayan salvado por muy poco de unos desquiciados que parecen empeñados en hacerlos picadillo de la manera más sangrienta posible.  


¿Cómo puedo quedarme colgada con una película tan centrada en la violencia y la sangre, cuando precisamente, producciones como Hostel me han parecido de lo más aburrido y fácil? Pues sigo sin tenerlo claro, pero quizá sea que Rob Zombie, aún con sus limitaciones, es capaz de crear una fascinación un tanto morbosa con lo que cuenta: que es muy simple, pero donde la importancia la tiene el aspecto externo: la ambientación en una década de los setenta que hace pensar mucho en La matanza de Texas, unos personajes que no suelen despertar simpatías, pero que captan el interés, y sobre todo, una escenificación muy barroca de esa misma violencia, donde casi se puede desviar la atención a cada uno de los detalles de los escenarios, muy propios de la idea sobre las manías que podría tener un asesino en serie, y que son una parte importante de la atmósfera de la película. 



En el caso de esta, parece que el director a optado por lo seguro: lejos de la rareza de Lords of Salem, el planteamiento es muy similar a La casa de los 1000 cadáveres. El público sabe lo que les va a pasar de antemano a los protagonistas, salvo que en este caso, hay elementos que juegan a su favor: después de varios años de nostalgia ochentera por todas partes, la estética de los setenta es una variación que se agradece. No pilla tan de sorpresa como en su primera película en 2003, pero está cuidada y supone un poco de aire fresco. Y sus protagonistas, en lugar de ser adolescentes incautos, cuentan con la ventaja de adaptarse con mayor facilidad a un escenario hostil: pasado el shock inicial, a estos les resulta relativamente más fácil buscar soluciones, escapar, o incluso encararse con sus antagonistas, bien física o verbalmente.  Una de las secuencias, donde el personaje interpretado por Sheri Moon Zombie se pone a chapurrear amenazas en español contra su oponente (nada menos que un enano pequeño. Disfrazado de nazi) hace pensar que estos no van a pasarse el resto del metraje llorando y esperando que los descuarticen. 


El montaje en algunas secuencias resulta un poco confuso, no quedando muy claro a quien persiguen, asesinan o hacia donde van, y se notan a veces los cortes que se realizaron para reducir la calificación por violencia (aunque sea un contrasentido tener que editar una película cuya principal gracia son las motosierras y el lenguaje cuartelero), pero por suerte, estos acelerones oficiales no impiden que se pueda disfrutar de uno de los mayores atractivos de esta: los escenarios y la atmósfera. Si los exteriores son casi tan simples como los que pueden salir en Z Nation, con desierto y más desierto, el complejo donde se mueven los protagonistas resulta casi barroco: naves industriales, decorados propios de una pesadilla o de un pasaje del terror muy extremo, situaciones tan paradójicas como los organizadores del juego, disfrazados de nobles del siglo XVIII porque...porque sí, y punto, y una galería de asesinos de lo más teatrales donde no faltan un clásico de la imaginación popular como son los payasos..y las motosierras. Lo cierto es que la sucesión de escenarios y personajes extremos casi hace que parezcan las pantallas de un videojueo: los protagonistas acaban con un enemigo y pasan al siguiente nivel, así hasta tres o cuatro veces, una estructura bastante básica que en realidad no supone un problema al tratarse de una historia que huye de cualquier tipo de complejidad y de giros de guión. 



Aquí un personaje de los de envejecer al lado de su foto

El reparto, aunque en principio no haya que esperar grandes interpretaciones, guarda sus sorpresas. Salvo la aparición de Sheri Moon Zombie, que es habitual en las producciones de su marido y que pese a muchas críticas, es bastante solvente para lo que se le suele pedir en los guiones. Y quizá menos cantosa de lo que suele ser Milla Jovovich en las películas de su marido. Meg Foster cuenta en cambio con uno de los personajes con más trasfondo, y sorprendentemente, con más simpatía. Se echa en falta a Sid Haig o a Bill Moseley, seguramente por lo memorable de su interpretación como los Firefly, pero el resto de actores no desmerece: Malcolm McDowell aparece como maestro de ceremonias, absurdo, fuera de lugar y caracterizado hasta el extremo. Y aunque en menor o mayor medida el elenco de asesinos tenga su momentos muy histriónicos, eso sí, el que brilla con luz propia es el Doomhead interpretado por Richard Brake. Un personaje que con unos diez minutos, una verborrea impresionante y un sadismo digno del Joker acaba llenando la pantalla y haciendo que su presencia sea lo más memorable de todo el guión. El actor que lo interpreta, Richard Brake, cuenta con muchos papeles secundarios, apenas se lo reconoce con todo el maquillaje de Night King en Juego de tronos y yo sigo recordando como el malo del videoclip de Muse, Knights of Cydonia. Pero con este papel ha debido conseguir el momento de gloria que muchos actores buscan. 

31, en cuanto al estilo de Rob Zombie, no es nada nuevo: parece simple, no faltan los elementos favoritos del director ni su señora esposa, que no falla. Ni tampoco es la novedad que supuso La casa de los 1000 cadáveres. Pero cuando menos, es lo que promete: grotesca, violenta, muy sucia y no se pierde en escenas de relleno. En cierto modo, es un tipo de cine muy parecida a la frase hecha sobre los accidentes de tráfico: lo que cuenta es desgradable, pero no puedes dejar de mirar. 

2 comentarios:

Anacrusa dijo...

De Rob Zombie me gustó 'Los renegados del diablo', la secuela de su primera película. Luego he visto alguna cosa más pero sin hacerle mucho caso. De 'The Lords of Salem' me hablaron bien, aunque todavía la tengo en pendientes, y esta de '31', como no soy muy fan del slasher setentero, no me llamó la atención.

Renaissance dijo...

Lords of Salem es rara, rara. Tiene momentos de absurdez absoluta, buena música, un ambiente intemporal un poco extraño (doy fe que a este hombre le gustan los setenta) y a ratos parece un mal viaje. Se ve a menos una vez, pero no llegó a gustarme como La casa de los 1000 cadáveres.
Es curioso, pero tampoco me gusta nada el slasher y en cambio los que ha rodado Rob Zombie si que me han divertido mucho. Esta no llega a los extremos de Los renegados del diablo, porque le metieron algo la tijera para su estreno, pero tiene momentos bastante locos, como el papel de Malcolm McDowell o en general, todo el escenario en que se desarrolla.

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