Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 30 de agosto de 2018

Hechizo Letal (1991). El Necronomicon Maltés


Si bien H. P. Lovecraft no ha tenido muy buena suerte como adaptación directa en el cine durante varias décadas, si ha sido posible ver aproximaciones a su obra bastante efectivas. En la boca del miedo fue (y es, de momento), una de las mejores versiones de los mitos que podemos ver en pantalla. The Void fue todo un homenaje a la literatura lovecraftiana y al mejor terror de los ochenta...Y a principios de los noventa, la HBO se atrevió a sacar un telefilme de fantasía urbana que se adelantaba unos cuantos años no solo a la literatura que haría popular este género, sino a algunas producciones de Netflix donde quisieron hacer, alguna vez con mejor suerte, en otras, no tanto, lo mismo. Con la diferencia, de que en este caso el propio H. P. L. tiene un papel protagonista. O no.


En la década de los cuarenta del Los Ángeles de Hechizo letal, o El sello de Satán como también se tituló en España (que, aunque válido, no termina de convencerme ¿Para qué, si Cast a Deadly Spell contaba ya con una traducción directa?), la magia es algo habitual. De un modo u otro, aunque los personajes mencionan que su uso es algo relativamente reciente, los hechizos están a la orden del día, lo sobrenatural convive con lo cotidiano, y, si bien es posible utilizar la magia en la vida diaria, también es algo normal en los bajos fondos. Los zombies han sustituido a los matones, cualquier mafioso que se precie cuenta con un hechicero en nómina, y el departamento de policía sufre los peores turnos durante las noches de luna llena, aunque también se valgan de la magia como recurso. Solo un antiguo agente, ahora convertido en detective privado, se niega a utilizar cualquier medio sobrenatural para llevar a cabo su trabajo. Howard Philips Lovecraft sobrevive, como puede, en un minúsculo despacho aceptando casos más bien corrientes en la carrera profesional de un investigador, aunque es su fama de no recurrir a la magia la que le sirve para obtener un caso bastante prometedor: un coleccionista quiere recuperar un tomo de magia que le ha sido robado. Tratándose de la época dorada de los detectives y el noir, las traiciones, mafiosos y mujeres fatales no se harán esperar. Aunque, cuando el libro desaparecido es el Necronomicon, es muy probable que cualquier detective necesite algo más que un revólver y unas cuantas respuestas ingeniosas para salir vivo.





Aunque el guión cuente con nada menos que el detective privado Howard Phillips Lovecraft, la presencia del escritor como tal se queda en el nombre. No se trata en este caso de una versión ficcionada del autor sino más bien un guiño a sus obras y al material que han utilizado en el guión, del mismo modo que aparecen personajes llamados Bradbury o Borden. En cambio, esta decisión, además de ser un truco un poco rastrero para atraernos a unos cuantos a la película, cuenta con su punto ingenioso: Lovecraft, ateo y racionalista, no creía en lo sobrenatural del mismo modo que su tocayo en la película se niega a utilizar cualquier medio mágico en su vida y trabajo.



El guión acaba siendo un cruce muy efectivo entre el género negro, quizá un tanto tópico, y el fantástico. El Lovecraft detective no resulta precisamente original como protagonista, ya que viene a ser el arquetipo de investigador en este tipo de ficción: de vuelta de todo, con una respuesta ácida para todo, la impresión de que todo caso que resuelva va a terminar en tragedia, y unas finanzas tirando a penosas, suplidas, en este caso, por un secundario bastante interesante y que sirve de enlace con el mundo de Los Ángeles en el que se mueve: una hechicera, que, si bien tiene muy poca presencia en el metraje, su caracterización le aporta el toque cotidiano y pintoresco a la parte sobrenatural. No es posible buscar demasiada originalidad en este escenario y personajes, porque tanto el protagonista, como sus secundarios, resultan un tanto estereotipados: detective, mafioso, matones, mujer fatal y policías con dudosa moral. Estos, en cambio, están muy bien llevados y encajan perfectamente en la historia: no aportan nada, no renuevan, pero ayudan al guión, e incluso aportan una dosis de humor negro muy adecuada, con recursos tan sencillos como ganarse el interés del público: ¿como es posible que no se sienta pena por la hija adolescente de un millonario? Convirtiéndola en una cría insufrible que, a pesar de dicha caracterización, su aparición en la pantalla resulte soportable.



Pese a tratarse de un telefilme, cuentan con todos los medios de los que podría disponerse en la televisión de principios de los noventa para hacer una producción de corte fantástico. Si la parte de vestuario para la época es adecuada, y en algunos casos poco tiene que envidiar a producciones mayores, también sucede lo mismo con los escenarios: se nota a veces su condición, pero los decorados interiores son lo bastante minuciosos e incluso cuentan con la atención necesaria para mezclar, en un mismo entorno, lo que podría haber en una producción realista con todo tipo de elementos del fantástico. La infografía estaba muy lejos, pero el metraje coloreado y esos mismos decorados hacen el servicio necesario. Y las marionetas. Las marionetas, los maquillajes y los monstruos de goma que aquí aparecen con toda su sencillez, dejando entrever a menudo que se tratan de un actor enterrado en varios kilos de latex pero que siguen siendo lo mejor que se podía ofrecer y que, cada vez que aparecen, demuestran el carácter artesano de la producción...Para lo bueno y para lo malo: y es que a veces la falta de medios propia de la producción hace que algunas situaciones donde se deberían evitar los efectos especiales se solucionen con unas cuantas chispas eléctricas y un bicho de goma pegando botes.



La crítica que podría hacerse a Hechizo letal vendría por exceso de purismo: tenemos a Lovecraft, al necronomicón y unas referencias a los Mitos de Cthulhu correctas, se nota que los guionistas conocen el material con el que trabajan. En cambio, no es una historia de horror cósmico, y cualquier purista confirmaría que a Cthulhu le da un poco igual que le sacrifiques una virgen o que lo invoques cada 666 años o mañana por la tarde. Simplemente, no es una historia lovecraftiana, sino una de fantasía noir con guiños lovecraftianos. Y muy bien traídos.

jueves, 23 de agosto de 2018

Patient Zero (2018). Infectados, discos de vinilo y exceso de revoluciones



Debo reconocer que con el tema de los zombies me he vuelto mucho más selectiva. Algo sencillo, teniendo en cuenta que llevamos unas ocho temporadas de Walking Dead, cuatro de Z Nation y, lo que hasta hace poco había sido una rareza, un montón de novelas y antologías sobre muertos vivientes y derivados. Quizá por eso el radar de películas de zombies no lo tenga tan afinado como cuando se empezaron a oír noticias sobre una cuarta entrega de la saga de Romero o la publicación en España de los comics de Robert Kirkman. Pero un zombie es un zombie, o en su defecto, un infectado. Y un tráiler donde no solo aparecen varios, sino también uno de los últimos actores que encarnaron a Doctor Who, la película en cuestión pasó por el radar.

 

Patient Zero describe una situación que no es nueva: una epidemia desconocida, de la que solo se sabe que es una cepa muy virulenta de la rabia, ha afectado a un porcentaje importante de la humanidad. Los pocos supervivientes, entre los que se cuentan civiles y personal militar, se ocultan en un refugio nuclear mientras los científicos intentan encontrar una cura. Es uno de los supervivientes, quien fue contagiado pero no muestra síntomas de la infección, el único que parece capaz de comunicarse con unos infectados que han perdido toda capacidad de raciocinio e intenta encontrar las pistas necesarias para dar con el paciente cero y con él, una posible cura. Y cuando una de esas víctimas, claramente afectado por la enfermedad, parece dar las mismas muestras de control y racionalidad, la esperanza de encontrar una solución crece. Pero también el temor a una posibilidad muy distinta: la mutación del virus y la inexistencia de ese paciente originario.


La película intenta en todo momento no entretenerse con nada. El comienzo es muy directo, de esos que se han visto en otras producciones modestas y que recurre a voces en off, imágenes de archivo y un narrador para explicar lo sucedido. Un recurso muy útil cuando se dispone también de un tiempo limitado y donde lo necesario es ir al meollo de la trama. Y que hasta donde se ha visto, siempre funciona. Y que en este caso, sirve para poder dedicar tiempo a los aspectos más importantes del guión, como darle profundidad a los personajes e intentar que la trama sobre la infección ofrezca algo distinto a otras producciones: algo tan simple como relacionar la música como un sonido que los infectados no pueden soportar, y que la ocupación anterior del protagonista hubiera sido precisamente el tener una tienda de discos. Si bien en un principio toda la idea del virus de la rabia recuerda un poco a 28 días después, realizan un gran esfuerzo en alejarse de la parte más básica e intentar distinguirse dando, dentro de lo posible, una dimensión a la enfermedad un tanto más compleja: los afectados, lejos de ser el infectado estándar que se vio después de la película de Danny Boyle, conservan, en mayor o menor medida, capacidad de actuación, haciendo que el protagonista todavía conserve una dinámica con su esposa contagiada. Y, en lugar de quedarse con la idea de antagonistas de un montón de infectados que atacan en bloque, intentan individualizarlo de forma bastante interesante creando un trasfondo para este.
 
Precisamente la falta de medios se nota en lo limitado de los escenarios: en todo el metraje solo se ven los decorados interiores, muy cerrados, que justifican con situar a los personajes principales en un refugio nuclear. Los primeros planos y las secuencias en pasillos y laboratorios pequeños hacen el resto de forma muy resultona. Y en lugar de ofrecer una factura más vistosa, invierten, o lo intentan al menos, en un guión muy de serie B, y sobre todo, en unos protagonistas, muy escasos (poco más que cuatro, el resto son figurantes) cuyas caras son muy reconocibles en televisión: Natalie Dormer, John Bradley West y Matt Smith…o lo que es lo mismo: Margaery Tyrell y Samwell Tarly investigan una virulenta cepa de rabia mientras los ayuda el Doctor Who. Es difícil quejarse de un reparto así tratándose de unos actores que han demostrado ser bastante competentes, y que en realidad, su principal problema acaba siendo el propio guión.
 
El fallo de este ha sido en realidad querer abarcar demasiado en un metraje que se hace a todas luces escaso: en menos de noventa minutos intentan meter una trama sobre el embarazo de uno de los personajes, la anterior relación del protagonista con su esposa infectada, la inevitable presencia del militar autoritario y cierta referencia a la comunicación entre infectados, que por desgracia, incluyen en el último momento y esta acaba pareciendo salir de la nada, para volver a la nada. Especialmente cuando los últimos diez minutos se corresponden con la inevitable secuencia de aparición de infectados a cascoporro y huida del entorno, que hace que todo lo que empezaron a lanzar en el guión durante la primera parte, o bien se solucione de forma brusca.
Lo peor de Patient Zero es quizá el exceso de ambición para unos medios, especialmente, temporales, tan limitados. La impresión es la de querer ofrecer más que la típica película de zobmies de bajo presupuesto, de modo que, aunque la intención es buena, la impresión es la de haber empezado a lanzar cosas potencialmente interesantes al guión y después, salvar las que pudieran. El final, recuperando la voz en off del comienzo e intentando solucionarlo todo con una especie de final abierto, produce el efecto contrario: ¿Es que va a haber secuela, lo que hemos visto es el piloto de una serie, o directamente, terminaron como pudieron? Si se trata del primer caso, es probable que le diera una oportunidad: la impresión general que ha terminado dando es, que al menos, la intención era buena.

jueves, 16 de agosto de 2018

Blackwood (2018). Me parece que ya no estamos en Hogwarts…



Hay algunas películas que el único motivo por el que se acaba en una sala de cine viéndolas es por no tener otra cosa disponible, o, teniendo en cuenta la última ola de calor, por la posibilidad de disfrutar de aire acondicionado durante noventa minutos. Es lo que pasó la semana pasada, cuando el estreno más interesante era una película de terror adolescente…Bueno, o eso, o Mamma mía!. Y si me ponen entre una comedia romántica o una de terror malilla, siempre me voy a quedar con lo malo conocido. En el último caso, la otra opción tampoco parecía demasiado prometedora: basada en una novela juvenil, después de tener que pasar por juegos del hambre, divergentes y corredores del laberinto. Uma Thurman con un doblaje imitando el acento francés a lo Pierre Nodoyuna, y el libro en el que se basaba el guión era de la misma autora que Sé lo que hicisteis el último verano, que inspiró aquella película de la quinta de Scream…Lo único que podía pensar en ese momento es que, era eso, o 35º a la sombra.


Blackwood resultó no ser una mala idea para una tarde así: este es el nombre de una mansión desvencijada (y con pinta de tener bastantes corrientes de aire. Y goteras. Y probablemente carecer de cédula de habitabilidad) que alberga un internado muy especial: destinado a jóvenes con problemas de inserción social, les ofrece la posibilidad de una educación y descubrir talentos que no habían tenido la oportunidad de desarrollar. Kit es una de esas jóvenes, que tras su enésima expulsión es enviada, junto con otras alumnas, a la academia donde su directora, Madame Duret, parece capaz de sacar lo mejor de cada una. En un breve espacio de tiempo estas empiezan a demostrar sorprendentes aptitudes para las matemática, la poesía, la pintura o la música, pero también a comportarse de forma extraña. Kit, quien empieza a debatirse entre la realidad y las pérdidas de memoria que acompañan estos talentos recién descubiertos, descubre algo en común en sus compañeras: todas ellas, en algún momento de su vida, han tenido un encuentro con lo sobrenatural.



Es un poco contrasentido el quejarse de que una película destinada a adolescentes tenga cosas para adolescentes, pero parece ser también la idea de su director. Rodrigo Cortés, pese a trabajar con un material pensado para un público joven, opta por desarrollar una historia con un aspecto más obvio, casi huyendo de cualquier aspecto que pueda identificarlo con ese rango de edad, y ofrecer una película de aspecto muy clásico y muy deudora del gótico. Desde las primeras escenas en el internado eliminan cualquier referencia elementos modernos (aunque el guión se ambiente en la actualidad, el libro es de los setenta), con un truco tan sencillo como el de no permitir móviles en la academia, y explotan al máximo los escenarios que puede ofrecer un caserón del siglo XIX reconvertido a internado. Lo cierto es que, en princpio, la idea de alejar a los personajes de elementos comunes a su edad funciona y hace que la trama resulte más intemporal, y un tanto nostálgico: en el fondo, los personajes y la ambientación en una academia aislada recuerda un poco a las series infantiles clásicas sobre colegios e internados.
En realidad, es la atmósfera lo mejor que la película ofrece: los pasillos de la mansión, las salas escondidas, los exteriores, y sobre todo, las escenas de corte fantástico, que acaban apareciendo de forma un tanto brusca, responden a la idea de ofrecer una historia clásica, donde el público pueda empatizar con personajes más jóvenes que ellos y sin que estos, por suerte, se conviertan en el prototipo de adolescente asesinable. Si eso era algo a lo que su director temía, puede estar tranquilo, porque ha funcionado.
 
En cambio, una vez descubierta la trama fantástica, la película se vuelve algo más atropellada. Si bien las protagonistas acaban comprendiendo lo que sucede, los objetivos de sus antagonistas no terminan de quedar claros, y acaban mezclándose con apariciones súbitas de espectros que tampoco se sabe muy bien que hacen, además de un amago de historia romántica entre la heroína y el hijo de la directora con todo el aspecto de ser la concesión a los clichés propios del cine juvenil. Acaba no incordiando, pero no hace nada, y provoca que el profesorado que compone Blackwood resulte bastante soso: ni termina de empatizar ni de resultar amenazador. Y aunque el personaje de Uma Thurman se empeñe en parecer fanático, este acaba resultando desdibujado.
Blackwood, con todo, no es una mala producción. La idea de ofrecer una película de terror adolescente huyendo de los clichés de ese género, funciona, en gran parte gracias al material en el que se basa. Y aunque su desenlace no sea todo lo que podría esperarse, al menos es una película entretenida, visualmente bonita, y que en este caso, justifica el haberse acercado al cine.  

jueves, 9 de agosto de 2018

Las increibles aventuras de H. P. L VII: Carter, Lovecraft y Después del fin del mundo

 
Cada vez resulta menos sorprendente que un libro esté pensado como parte de una serie, y esto se ha convertido en algo habitual en el fantástico. No es un motivo de queja teniendo en cuenta que suele ser muy corriente en otros campos como el policiaco, pero sí bastante cantoso cuando el lector encuentra un primer tomo terminado directamente en un cliffhanger. El seguirlo o no, depende de este último, y en el caso de la saga iniciada por Jonathan L. Howard, era algo que estaba esperando desde que, en su última página, los protagonistas se veían trasladados a un escenario bastante prometedor.
 
 
Después del fin del mundo continúa unos meses después de que Dan Carter y Emily Lovecraft, los descendientes (colaterales, especialmente en el caso de la última) hubieran “desplegado” el mundo que conocemos para salvarlo de las criaturas de las que su antepasado advirtió en forma de relatos. Las consecuencias de este acto suponen el haber desvelado un universo existente hasta los años veinte, en el que lugares como Arkham o la Universidad de Miskatonic eran reales. Pero en esos casi cien años, este mundo ha seguido su propio curso histórico, a veces similar, y a veces muy distinto al que conocían los protagonistas: lo más destacable es una segunda guerra mundial que no llegó a serlo, con el bloque comunista borrado del mapa por el bando alemán y un partido nazi que, aunque no les gusta que usen esa palabra, continúa existiendo para desgracia de Emily, que por su ascendencia acaba sufriendo el racismo como algo cotidiano. Y por lo que no le hace ninguna gracia que su socio, que continúa ejerciendo como detective privado, sea contratado por la propia Gestapo a fin de vigilar un proyecto científico en el que colaboran alemanes y estadounidenses. Y, aunque el mundo en el que se mueven los personajes sea muy distinto al que conocían, una cosa sigue siendo cierta: nunca sale nada bueno de la mezcla de nazis y Mitos de Cthulhu.
Con el primer tomo, Howard tuvo una ocurrencia que suponía un triunfo seguro: emplear a H. P. L. como protagonista en una historia, realista o fantástica, suponía hilar muy fino a fin de que este pareciera un personaje bien construido, o que recordara a su contrapartida real. Por no hablar de la limitación temporal que implicaba esta. La ida de un descendiente, por poco probable que resulte, supone una mayor libertad en ambos casos. Además de seguir asegurándose que muchos lectores acabaremos picando en cuanto veamos la palabra Lovecraft en la portada…En todo caso, su mezcla de trama detectivesca con un poco de horror cósmico y presentación de los personajes, funcionaba, abriendo muchas posibilidades de cara a la siguiente entrega. El enfoque de la segunda, en cambio, recuerda un poco a la frase de los Monty Python: “y ahora, algo completamente diferente”. En la trama, al menos en su mayor parte, el aspecto de los Mitos es muy secundario, no haciendo su aparición más evidente hasta el desenlace, y esta, a ratos, resulta mucho más cercana al espionaje que al fantástico, salvo por el haber sido planteada en un universo alternativo. En algunos casos llega a parecer que esta correspondía a alguna novela que el autor tenía en mente y fue reciclada para la saga en la que se encontraba trabajando en ese momento.
De este escenario, lo más divertido acaban siendo las interacciones entre sus protagonistas. Hay un aspecto principal, esa corriente histórica alternativa que afecta a la trama, y uno secundario, donde los personajes deben adaptarse a aspectos cotidianos muy dispares y a unas referencias de la cultura popular muy distintas a las que conocen: Netscape es el navegador por defecto, donde las frases de las películas que la gente cita son distintas, y sobre todo, el guiño a los lectores que supone el convertir en algo real, al menos en el libro, la geografía descrita por Lovecraft. Donde Arkham es una ciudad, en palabras de la propia Emily, más bonita que Providence, Dunwich e Innsmouth distritos chungos (hay cosas que no cambian) y cualquier estudiante puede cursar una carrera en Miskatonic. Hay que reconocer que este, y los detalles menores que mencionan, son algunos de los mejores guiños que el libro ofrece.
Si a su primera entrega se le podía achacar de faltarle atmósfera, disculpable al tratarse un poco de la presentación de los personajes y su entorno, aquí es algo que sigue faltando. Salvo por soltar, casi de sopetón en las primeras páginas, la presencia de los nazis en la política moderna y su posterior implicación en la trama sobrenatural, estos resultan un poco descafeinados, como si al autor se le ocurriera ponerlos ahí para hacer el escenario de los protagonistas menos deseable, o porque directamente, no puede faltar un universo alternativo sin que los nazis hayan ganado una guerra. La sensación, a veces, es que Howard no quiere mojarse en lo que podrían ser los aspectos más controvertidos y que sin embargo, ha incluido: Emily puede pasarse medio libro protestando de los nazis y el supremacismo blanco, que solo aparece cuando la trama lo requiere, y cuando no, no supone ningún impedimento para llevar a cabo situaciones que, de haberse tomado el escenario un poco más enserio, serían muy difíciles de llevar a cabo. Esta, en un momento dado, se integra sin ningún problema en una base formada nada menos que por científicos nazis y oficiales de las SS. Para ser los malos oficiales, se toman su trabajo con bastante pragmatismo…
Pese al cambio de registro, que puede parecer no del todo acertado, Después del fin del mundo sigue manteniendo, igual que Carter & Lovecraft, una facilidad de lectura propia de una serie muy pensada para divertir al lector: se lee rápido, y una página tira de otra casi más que en el primer tomo. Además de acabar ofreciendo un nuevo cliffhanger que, salvo que la editorial apriete mucho a Jonathan L. Howard, no veremos resuelto hasta dentro de un par de años.

jueves, 2 de agosto de 2018

Ghost Stories (2017). Parapsicología y humor negro por capítulos

 


Hace una década, un grupo de actores y guionistas que se hacían llamar The League of Gentlemen crearon bajo el mismo nombre un grupo de personajes y escenarios con intención cómica, pero enfocados desde la óptica del suspense y el terror británico. El resultado fue una mezcla muy peculiar de personajes fijos, que se movían, vivían y hacían cosas raras en general en el pueblo de Royston Vasey, y de un humor extrañísimo en el que a veces no quedaba muy claro si era una parodia del terror, un esperpento, o un ejercicio de simpatía por unos personajes grotescos. Tras tres temporadas, una película y una obra teatral, La liga de los caballeros terminó, el grupo fue disolviéndose y una parte de estos haría un programa similar con Psychoville. Después, Steve Pemberton y Reece Shearsmith seguirían su carrera como actores. A Mark Gatiss lo reconoceríamos después como Mycroft Holmes y el director del Banco de Hierro, pero Jeremy Dyson, la cara menos visible del grupo, quien siempre se limitó a tareas de guión, continuaría escribiendo. Sin llegar a separarse del género y un enfoque de este un tanto irónico, se convertiría en el autor de no un guión, sino una obra de teatro de temática sobrenatural.

 

Ghost Stories es su versión cinematográfica, y la forma que todos aquellos que no pueden acercarse a un teatro británico tienen de conocer la pieza original. Tres historias sobre distintos encuentros con lo sobrenatural, unidas por la figura de un investigador de lo paranormal, o más bien, un investigador especializado en desenmascarar y encontrar una explicación lógica a todos esos fenómenos, quien hereda, de un parapsicólogo desaparecido durante varios años, un dossier que contiene los tres casos que no pudo explicar. El vigilante de un antiguo psiquiátrico se encuentra con una figura de su pasado. Un joven sufre un extraño accidente de tráfico en el bosque y un abogado  presiente el final de su esposa antes de que esta se produzca. Historias que, para un escéptico como el profesor Goodman tienen una explicación lógica, pero que también le harán enfrentarse con aspectos de su pasado que intenta olvidar.


Es difícil no ver una película británica formada por historias independientes sin acordarse de las antologías de la Amicus. Una idea que, teniendo en cuenta las influencias y trabajos previos de su guionista, es mucho más sencillo percibir e incluso pensar si estas no fueron una influencia o un homenaje hacia este formato. Coinciden, quizá también por partir de un medio tan limitado como es el teatro, por unos escenarios muy escasos o que no necesitan demasiados recursos para llevarse a cabo: un bosque o un campo desierto, la inexistencia total de figurantes y a menudo planos cercanos para centrarse únicamente en los personajes y una pequeña porción del entorno que los rodea, sin que el exterior, o lo que exista más allá de unos pocos metros donde estos se mueven, carezca de importancia. Un sistema que funciona especialmente bien en la primera historia, donde la localización se reduce a un pequeño cubículo, unos pocos metros iluminados por una linterna y la oscuridad donde presuntamente, se esconde un edificio ruinoso.
 
 

La estética, además de muy austera, ha optado por una visión clásica. La falta de luz asociada al clima del reino unido, o cuando esta está presente, parece fría y filtrada por las nubes. Y sobre todo, cierto aspecto un tanto anacrónico, introducido con la premisa de relatar hechos pasados, y que, por el vestuario, o la tecnología presente, da la impresión de estar sucediendo en algún momento de los ochenta o principios de los noventa. Un vestuario, decorados e historias que, de no ser por contar con unos actores muy capaces, y con un trasfondo que va más allá del mero testimonio sobrenatural, no habría desentonado en las dramatizaciones que pueden verse en Cuarto Milenio. Y que acaba haciendo que estas puedan verse de una forma más irónica que, si bien estaba presente en el guión original, es probable que ni su autor hubiera imaginado este guiño.
 
 

Como buen film antológico, el hilo conductor es una historia más. Con todo lo bueno y lo malo que esto implica: si bien el punto de partida comienza dándole a su protagonista una mayor profundidad, y relacionando cada caso con aspectos de su carácter, acaba dependiendo de un giro sorpresa que, de tanto usarse previamente, es algo que se acaba temiendo. En otras producciones, los desconocidos encerrados en un lugar resultan estar muertos, esperando el purgatorio, o ser internos en un psiquiátrico…Y en este caso, los indicios que van apareciendo a lo largo de la película hacen sospechar que su protagonista tiene un destino parecido. Y que el espectador, al encontrárselo, en vez de encontrarlo sorprendente, acaba pensando “¿otra vez?”.

En el fondo, de Ghost Stories se acaba disfrutando la puesta en escena en su conjunto. Los personajes, las historias, un giro que se ve venir desde hace mucho, pero sobre todo, un reparto en el que Martin Freeman aprovecha una aparición relativamente breve para ofrecer una interpretación histriónica y ser capaz de convertirse en la cara visible del tráiler y de uno de los posters. Además, para los no habituales al teatro, supone una fuente de preguntas: ¿Cómo se pudo llevar a cabo en un escenario en vivo una obra que, por escasos que fueran, necesitaba efectos especiales? Quizá como película no sea una producción memorable, pero como obra de teatro debe resultar toda una curiosidad.

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