Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 22 de febrero de 2018

La forma del agua (2017). Lo que no nos contaron en La mujer y el monstruo


A lo largo de su carrera, Guillermo del Toro ha confirmado dos cosas: que hace lo que le da la gana (cuando puede o cuando le dejan, y ahí están sus libretas y proyectos de películas no filmadas para corroborarlo) y que lo que lleva a cabo, suele gustarme. Además se ha decidido a tocar todos los subgéneros del fantástico posible. Los vampiros, los comics, los kaiju, la fantasía oscura, el cuento gótico, y por nada menos que dos veces, en el último caso, incluso la temática romántica.



La forma del agua es de momento y tras La cumbre escarlata, su segundo guión donde la trama romántica es la predominante. Esta se centra en Elisa, una joven muda que trabaja, durante la Guerra Fría, en unos laboratorios militares que ocultan, al menos que se sepa para la historia, una criatura no humana: un antropoide anfibio, encerrado y estudiado por unos perplejos científicos que se preguntan que utilidad puede tener este para enviar un hombre al espacio o para defenderse de la Unión Soviética. Y con la que Elisa siente desde el primer momento una extraña conexión que hará que arriesgue su vida para poder salvarlo. Como en toda historia fantástica, también hay un monstruo. Pero desde el primer momento es evidente que este está fuera del tanque, lleva traje y es más peligroso que un ser que vino del agua.



Si con La cumbre escarlata hacía su propia versión de toda la imaginería de la novela gótica, esta vez desarrolla un cuento de hadas moderno, o al menos, contemporáneo, donde escoge una situación muy distinta para escenarios que se han visto previamente: laboratorios secretos y científicos los hay a montones, pero ¿alguna vez nos hemos preguntado si los conserjes, limpiadoras y bedeles no les extraña lo que está pasando por allí? La película da una buena respuesta. Incluso la década elegida como escenario sirve para hacer más patente el miedo a lo distinto, o a lo que resulta desconocido. Los protagonistas, una joven con una discapacidad, un homosexual y una afroamericana están a veces tan al margen de la sociedad como la criatura que los acompaña. Esta idea sobre lo diferente se completa incluso con el casting, y no solo por la trama romántica: la actriz principal, Sally Hawkins, no es guapa. Está muy lejos de los rostros atractivos habituales en una producción de alto presupuesto e incluso su caracterización quiere alejarse del rango de edad típico de los 25-30 en la que la mayoría de actrices se ven obligadas a quedarse congeladas como sean. Su vestuario, peinado y ademanes representan perfectamente su papel y se describen, sin eufemismos, cuando el antagonista la define como “no ser gran cosa”, mientras que es capaz de transmitir una gran simpatía y ternura con sus gestos.



En algún momento, el uso de los elementos más negativos de esa década resulta en algunas ocasiones, excesivo. Si bien los momentos más paródicos funcionan algo mejor (desde el retrato de la familia americana por antonomasia, hasta una burla muy bien traída a costa de las primeras franquicias), la tendencia a la hora de caracterizar al villano como la encarnación de todo lo negativo de la década hace que resulte un tanto caricaturesco, no sé si fortuito o intencionado. Algo que por suerte se compensa aprovechando al máximo lo que da de sí la estética propia de una década e incluso las extravagancias que a nivel visual ofrecen: la década de los sesenta que se ve en su mayor parte, es la del cambio. Pero uno que se lleva por delante el pasado, representado en unos cines a punto de cerrar, en las ilustraciones de un artista desplazado por la fotografía comercial y el apartamento de la protagonista, sembrado de manchas de humedad y bañado permanentemente en tonos verdosos.



Vista en conjunto, una de las cosas que más llama la atención es su similitud en cuanto a temática y personajes con El laberinto del fauno. Sin ser un calco, pero que perfectamente podría considerársela una secuela dentro del mismo universo o una trilogía unida por temas muy parecidos. La ambientación en el pasado, incluso con una guerra (fría) de fondo, la oposición entre lo diferente y el totalitarismo, una protagonista abocada a un desenlace que, según se mire, puede ser trágico o incluirse dentro de lo fantástico, y sobre todo, un antagonista que recuerda mucho en cuanto a rasgos al Capitán Vidal de El laberinto: Strickland, obsesionado con cumplir las órdenes, y obsesionado al igual que el primero, con estar a la altura de una figura paterna (en este caso, su superior) y que tiene un enfrentamiento final con la protagonista muy similar al del anterior, Recuerda, pero no copia: su actitud en sus primeras secuencias resulta tan exagerada y caricaturesca que lo convierte en un personaje distinto del militar, bastante más amenazador.



La forma del agua acaba siendo una mezcla muy particular de los intereses de su director, que no se corta a la hora de rodar una historia romántica sin pretender esconderla tras otros géneros. El caso es que no solo lo consigue sino que también logra que gente que no pagaríamos por ver una “de amor” ni sedados, hayamos caído con Del Toro no una, sino dos veces.

jueves, 15 de febrero de 2018

Street Fighter: la última batalla (1994). Los demás recordarán esta película como el peor estreno de la década. Para mí solo fue un martes



Cuando se empezaron a adaptar videojuegos a la gran pantalla, estas producciones despertaban tanta expectación como producían decepción una vez vistas. Y es que de esa década hay unos cuantos intentos tan extraños como una versión de Supermario Bros convertido en una especie de aventura cyberpunk, y otras más olvidadas como Doble Dragón o Wing Commander. Entonces aún quedaba lejos Uwe Boll, pero lo de ese hombre tenía delito porque hay que esforzarse mucho para que salgan unas películas tan condenamente malas. Las primeras, en cambio, tenían un problema muy distinto: había ganas, intenciones, pero quizá también el querer ir demasiado sobre seguro o el saltarse a la torera las bases de unos argumentos y escenarios que sus fans adoraban y conocían al dedillo.



Street Fighter es un ejemplo de lo que pasa cuando quiere hacerse una adaptación de un videojuego con un argumento muy escaso, cantidad de personajes, y muy pocas ganas de hacer concesiones a lo que lo caracteriza. En los noventa, Street Fighter II contó con muchísima popularidad y empezó a moverse merchandising relacionado con un juego protagonizado por luchadores de todas partes del planeta y con distintos trasfondos que competían por...por darse de leches. Porque que recuerde, no se mencionaba ningún premio en concreto. Pero en ese torneo Ryu era el personaje más popular y Bison el jefe final que tenía en mente, al menos, una organización malvada destinada a dominar el mundo. Una base que para el guión se transformaba en un grupo de personajes dispares con lo mismos nombres que los del videojuego, convertidos aquí en comandos de élite, reporteros o contrabandistas, que intentan detener los planes de Bison, un malvado señor de la guerra que pretende dominar el mundo, crear una raza de supersoldados mediante aún más malvados experimentos y que, para financiar sus actividades, ha secuestrado a varios trabajadores humanitarios por los que exige rescate. Un argumento sencillo, plagado de casi todos los personajes del videojuego con mayor o menor peso que se parece más a una película de acción de los ochenta o de G. I. Joe que al videojueog original. Y que además, desplaza el protagonismo hacia alguien mucho más adecuado para esta trama: Guile, el militar que en el videojuego representaba a Estados Unidos.



La película es un desastre absoluto, tanto a nivel de guión, como de secuencias de acción, e incluso de casting. La mayoría de sus diálogos y situaciones cómicas, por no decir los momentos que deberían ser dramáticos, llegan a producir una vergüenza ajena que no volví a ver hasta el estreno de los capítulos más descacharrantes de Z Nation. Se la puede considerar también una producción basada en un juego de lucha en el que nadie pelea. Y cuando hay escenas de acción, estas son a base de primeros planos y disimulando el desconocimiento de un reparto que parece haber sido escogido de forma totalmente aleatoria: si bien en la versión doblada no se nota, el acento belga de Jean Claude van Damme resultaba bastante improbable para interpretar a un estadounidense de pura cepa. La encargada de poner rostro a Chun Li estaba recién salida del drama El club de la buena estrella, a Kylie Minogue parecieron llamarla en el último minuto y a estas alturas, si había un indio cherokee haciendo de luchador tailandés, ¿qué más daba? Le afeitamos la cabeza, le ponemos un parche y algo de aire le dará...



La realización y los efectos especiales, si resultaban normales, tirando un poco a bajos para la época, hoy hacen mucho más evidentes la presencia de decorados, cartón piedra y unos escenarios, especialmente en la base del villano, donde abunda lo chillón y se nota, con cada pase que (cada vez menos) algunas cadenas de cine deciden darle de cuando en cuando, el atrezzo y lo apresurado del diseño.



En principio, resulta difícil salvar algo de una película que parece un desastre absoluto, o como mucho, de las de echarse unas risas entre amigos y refrescos. Bueno, en realidad es una de esas películas. Pero también tiene algo que la salva un poco de la quema a la hora de recordarla: fue la última aparición de Raúl Juliá, quien estaba gravemente enfermo ya en el rodaje, y que, lejos de resultar un cierre lamentable para la carrera de un actor, esconde un motivo distinto: con las horas contadas, una última actuación suponía un ingreso extra para su familia, en concreto a sus hijos, a quienes les dio la opción de elegir su último papel en el cine. Y en medio de una película mala a rabiar aparece un actor, que presuntamente está interpretando al corpulento jefe final de un videojuego, escuálido y convertido en todo ojos y orejas, pero que a la vez ofrece una alocada versión de villano de opereta, al que le sobra megalomanía por todos los lados y responsable de una de las frases de serie B más recordadas: “para tí, el día que Bison honró a tu aldea con su presencia, fue el más importante de tu vida. Para mí solo fue martes”.

Una decepción entonces, con unas perdidas importantes, y en conjunto, una mala película. Pero por eso, también una divertida quizá por resultar un poco una comedia involuntaria...o quizá, una de las mejores películas malas que se han hecho en mucho tiempo. Y de esto, que aprendan los de Asylum con sus Sharknados.


jueves, 8 de febrero de 2018

Ultraviolet (2006). Also starring: los abdominales de Milla Jovovich



Si hay un tipo de película que siempre me despierta más curiosidad son aquellas que por algún motivo, fracasan estrepitosamente tras haber invertido una cantidad más que importante en su producción ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué una de Michael Bay sigue haciendo caja como si no hubiera un mañana mientras otras se quedan en el camino? Y lo más importante, ¿Quedarán olvidadas o se acabarán convirtiendo en una cinta de culto? También es cierto que hoy no es tan sencillo encontrarlas en televisión: los canales destinados a cine reducen mucho su catálogo limitándose a menudo a las que hemos visto mil veces, y en las cadenas generales…bueno, de vez en cuando la Sexta sorprende con alguna cosilla, aunque ahora también me volví más selectiva y no tengo paciencia para ver una película con cortes publicitarios. Les queda, en cambio, el nicho de las plataformas, donde ver su cartel en una pantalla y pensar “eh, esta no la he visto” es muy similar a un videoclub.

 

Ultravioleta fue uno de esos casos: una vistosa producción del 2006, que aparentemente apostaba sobre seguro: Milla Jovovich, ataviada con un vistoso traje, realiza acrobacias en un decorado igualmente vistoso con un estilo muy parecido al de Resident Evil. El argumento que motiva la sucesión de peleas es el de un improbable futuro, en el que un virus ha infectado a su población con una enfermedad muy similar al vampirismo. Separados y exterminados, la sociedad vive aterrorizada por la nueva plaga, permitiendo la llegada de una dictadura impuesta por médicos y marcada por el miedo a las enfermedades. Violet es una de los primeros infectados, organizados ahora en una especie de resistencia que intenta sobrevivir mientras sus enemigos desarrollan un arma que puede acabar con ellos definitivamente. Aunque esta es muy distinta a la que Violet, encargada de robarla, esperaba, y puede que esta suponga no una amenaza, sino una oportunidad de curarse.


En papel suena interesante, pero en realidad esto podría resumirse en “Milla Jovovich es una supervampiro del futuro que combate médicos y soldados vestidos de ninja en un decorado digital”, y sería más adecuado a lo endeble de la historia. Esta es apenas un esquema para justificar una estética que intenta ser lo más vistosa posible, y que carece de algo que para una producción fantástica es muy importante: la lógica interna. La premisa puede ser todo lo absurda que quiera, mientras mantenga cierta coherencia o credibilidad dentro de su escenario…que aquí falta. Se habla de una enfermedad, similar al vampirismo, cuyos efectos, salvo los personajes que dicen estar infectados, no se notan. Es más, la enfermedad de marras parece dotarlos de una salud más que razonable y unos superpoderes bastante efectivos, y en ningún momento dan la impresión de desesperación que le correspondería a un grupo perseguido y acorralado. Los antagonistas parecen haber gastado más en decoración minimalista que en motivaciones, limitándose a ser los malos y a ofrecer un giro inesperado, y tan sacado de la manga como el resto del argumento de cara a ofrecer un desenlace vistoso.
 
 
En realidad, el objetivo de la película parecía ser el parecerse lo máximo posible a un cómic. Y los créditos son toda una declaración de intenciones al respecto: son una de las partes mejor montadas de la cinta, donde se ilustran a base de portadas imaginarias sobre el personaje en distintos estilos, desde el clásico de superhéroes hasta el más moderno, pasando por la ciencia ficción clásica. Estos también sirven para ir reconociendo a su protagonista, que, como personaje de comic, se caracteriza por un aspecto muy concreto. En este caso, flequillo, gafas tintadas y un jersey de cuello alto con la tripa al aire a partir del cual se construirán las distintas variaciones durante el resto del metraje. Su pelo y su vestuario cambia, sin motivo concreto, del negro al violeta, del blanco al rojo, sin más objetivo que el de ofrecer contraste con un escenario y con unos enemigos que también son derrotados de una forma muy particular: tras una escena de lucha muy vistosa y un giro de espada, se caen de maduros sin el mayor asomo de sangre ni violencia.
 
 
La idea resulta muy teatral y efectiva, y esta estética, con sus juegos de colores, su tecnología imposible explicada de golpe y porrazo para justificar alguna toma vistosa, y su diseño estrafalario, acaban convirtiéndose en lo más interesante de una película a la que le falta algo importante: un armazón que sujete de forma efectiva los excesos visuales. Querían hacer algo parecido a un cómic, pero olvidaron que uno, o al menos, uno bueno, es algo más que viñetas vistosas y una heroína pensada para el público masculino.
Otras películas con premisas igual de extrañas, como Bunraku o Snowpiercer, con sus aciertos y fallos, consiguieron “ser un comic”. Ultraviolet, con sus coreografías y un final un tanto abierto y un monólogo donde la heroína jura luchar contra los malvados del mundo (en una posible secuela), se quedó a mitad de camino. Sorprendentemente, esto no la convierte en una película mala como tal. Fallida quizá. Floja, también, pero cuenta a favor con algo tan simple como un metraje muy ajustado: lejos de los montajes mastodónticos habituales, se queda en una escasa hora y media, con la que, por suerte, ni a su argumento ni a su estética les da tiempo de aburrir al público.



jueves, 1 de febrero de 2018

Jumanji. Bienvenidos a la jungla (2017). Ya no hay videojuegos como los de antes


umanji fue una de las películas infantiles de los noventa más queridas y recordadas, y hoy todavia queda asociada a la imagen de Robin Williams intentando terminar un juego de mesa mientras todo tipo de animales de una selva imaginaria (incluido un cazador despiadado) aparecían con cada nuevo lanzamiento de dados. Tuvo, en cierto modo, una secuela con Zathura, que si bien la idea de continuar la historia enlazándola con un juego de mesa distinto tenía potencial, no terminó de convencerme por su reparto. Acabarían pasando 17 años para que Jumanji tuviera una secuela como tal. Y aunque se sabía que esta podría ser todavía más espectacular que su predecesora, las decisiones de reparto no podían ser más distintas respecto a la anterior. Nada menos que The Rock en el papel protagonista, y un trailer que prometía una selva todavía más grande...e incluso, un cambio de formato del juego.



Bienvenidos a la jungla comienza saltándose las primeras normas de la anterior. Bueno, no es que un juego de mesa con poderes mágicos tenga que seguir muchas reglas establecidas, así que si este ve que las fichas y los dados ya no atraen a los jugadores, hay que reconvertirse. En este caso, al juego como tal se le ve durante muy poco tiempo al transformarse por arte de magia, en una videoconsola que un joven, quizá poco tiempo después de que los protagonistas de la primera parte superaran el juego utiliza para desaparecer sin dejar rastro. Unos cuantos años más tarde, un grupo de chicos formado a partes iguales por los más populares del colegio y los más apocados, vuelven a encontrarlo, decidiendo que pasar un rato con un videojuego antiguo parece más divertido que limpiar un sótano como castigo escolar. Pero por muy poco tiempo el público volverá a ver a los nuevos protagonistas, ya que estos, tras elegir a sus personajes, son transportados al juego transformados en los que han elegido. Los cuales, no podrían ser más distintos de sus personalidades y apariencias reales. Ahora, con una serie de habilidades y debilidades muy concretas, deberán cumplir la misión para completar el juego si quieren regresar a casa.


La decisión que se tomó a la hora de rodar esta secuela es la de separarse de la trama y argumento de su predecesora. Si bien sigue manteniéndose Jumanji como eje central, la forma de aproximarse es muy distinta, algo que en un principio podía hacer temer que las decisiones no iban a salir bien (o que en el peor de los casos, resultara un sacacuartos con mucho cgi) pero que en realidad le da una mayor libertad a la hora del argumento. Y por qué no, de adaptarse mejor a los cambios en las aficiones e intereses del público: en el 95 aceptar un juego de mesa era tan sencillo como el que ahora los protagonistas centren su atención en un videojuego (aunque comenten con ironía que les parece muy antiguo). Un cambio de formato que se ha llevado a cabo de una forma muy hábil, incluyendo en el escenario de Jumanji muchos guiños al funcionamiento de las aventuras gráficas: situaciones un tanto simples comparadas con los juegos actuales, el contar con un numero limitado de “vidas” u oportunidades de seguir jugando (¡sin posibilidad de guardar la partida!) o el que los personajes que se mueven por el escenario cuenten unicamente con una serie de frases fijas, que en principio desconcierta a los protagonistas pero que muchos reconocerán como ese momento en el que era necesario seguir pulsando un botón hasta que estos dijeran algo importante para el juego.



Si el Jumanji original suponía que cada movimiento traía una parte de la selva al mundo real, la historia esta vez transcurre integramente en el mundo del juego. Quizá una decisión tomada de cara a que la película sea lo más espectacular posible, pero que también sirve para disfrutar un poco de una escenografía muy variada, especialmente cuando los personajes tienen que moverse por zonas pobladas. Que una selva sea impresionante y llena de peligros era de esperar, pero también pueden verse, aunque por desgracia, durante poco tiempo y a modo de decorado, personajes de lo más variopintos moviéndose por una de las ciudades que componen el juego.



Uno de los elementos que sí conservaron, y que en realidad hicieron de Jumanji una historia memorable, fue el trasfondo con el que esta contaba. Si el personaje de Robin Williams se basaba principalmente en aceptar las responsabilidades, en este caso, los nuevos protagonistas cuentan con una serie de defectos o miedos que sus versiones en el videojuego son una forma de superar. No es que esto se trate de una compleja enseñanza moral, sino que más bien se muestra de una forma bastante simple y adecuada al tono de historia de aventuras que en todo momento mantiene la película, mediante una forma muy sencilla: los más apocados son encarnados por The Rock y Karen Gillan, mientras que los más brillantes cuentan con unas versiones más cómicas y patosas como pueden ser Kevin Hart y Jack Black. Este último, uno de los más divertidos, siendo capaz de cogerle el punto a cómo se comportaría una niña de 14 años. Se echa en falta, en este caso, un poco más de trasfondo que la primera, aún sin mostrar por completo el mundo en que se desarrollaba, sí supo aprovechar: entonces, Van Pelt, el antagonista, era interpretado por el mismo actor que encarnaba al padre del protagonista. Ahora la idea del personaje se conserva como tal, pero limitado a un papel de malo genérico sin más aportación.

Con tantos años entre el Jumanji original y su secuela oficial, era fácil desconfiar de lo que podría salir. Pero por suerte, la película funciona bien aportando sus propias novedades y sin tener que seguir sin innovar el formato de la primera parte.

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