Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 16 de mayo de 2024

Sandra Newman: Julia (1984). La secuela oficial autorizada por el Ingsoc

 


Las dos distopías que han resumido el pasado siglo XX han sido  1984 y Un mundo feliz. De la primera puede decirse que la sombra del Gran hermano es alargada. Y  su figura, así como la idea de una población sometida permanentemente a un estado de vigilancia por parte de  un estado dictatorial (hoy sustituida por su equivalente corporativo. Debimos pensarlo mejor antes de aceptar esas cookies) ha prevalecido más allá de las primera intención de  Orwell, donde reflejaba de forma despiadada los excesos del estalinismo y por extensión, de cualquier régimen totalitario. Un escenario que  descartaba cualquier  posibilidad  de escapar, convirtiéndola en una esperanza vana y que aportaría a la imaginación  popular conceptos como  la policía del pensamiento, la neolengua o  ese todo poderoso Gran hermano, cuya existencia es más un artículo de fe que un  hecho probado.

Un novela que como toda distopía, aporta algo positivo, además de su intención de alertar: su carácter literario único, una historia aterradora  pero que por suerte no debería salir de las páginas del libro que la contiene, ni mucho menos, saltar a otro. Al menos, hasta el año pasado, en el que los herederos de George  Orwell decidieron que  volver a visitar Oceanía, no con posterioridad a  lo que su predecesor  narra en los meses de ese año imaginario, sino dando voz a otro de los personajes principales. Y como tiene que estar la cosa  para que volver al futuro de una posguerra distópica sea una buena idea…


Julia, la novela encargada a Sandra Newman, se presenta en la portada como “un retelling feminista de 1984”. Lo  ambicioso de esta afirmación da paso a la misma historia que Orwell hace setenta y cinco años  había  contado a través de los ojos de ese donnadie que en un acto de rebeldía, decidía   contradecir los principios del Ingsoc y del Gran Hermano.

La visión de julia es muy distinta, y a través de Newman  se da a conocer la vida de esta antes de su relación con Winston Smith. Su vida como mecánica  en el departamento de  Ficción, sus compañeras de la residencia femenina, sus conocimientos del mercado negro y lo que sucede una vez  que  su rebelión contra el partido llega demasiado lejos. Pero también, a través de su vida,  se muestra cómo funciona esa Inglaterra ahora parte de Oceanía,  permanentemente  sumida en una economía de guerra, la vida de esa clase obrera reflejada apenas y sobre todo, la de las mujeres como Julia, que  junto a su deber de lealtad al gran Hermano, recae sobre ellas  la obligación de aportar nuevos miembros al partido, así como los abusos que el nuevo orden social, más  que erradicar, los ha consolidado.

El libro fue encargado por los herederos de Orwell a Newman, escritora con varias novelas de ficción especulativa caracterizadas por la importancia de ese punto de vista femenino, y a quien le correspondían dar profundidad a un personaje tan astuto, intuitivo y pragmático como era Julia. Su carrera previa era un punto de partida  razonable para afrontar una tarea tan difícil como esta. Y en este momento, es posible definirla ya como innecesaria.

Uno de los propósitos de la novela parece ser el de   dar un trasfondo más amplio a esa Oceania imaginaria, más allá de su estado de permanente guerra fría y esos trabajadores descritos como una masa anónima. Tarea a la que  se entrega en exceso intentando  intentando llenar todos y cada uno de los  huecos no abordados por  Orwell: desde la situación de los residentes de otras razas, aquí mencionados mediante una secundaria cuyo único objetivo parece ser servir para explicar esta cuestión, como las actividades de las ligas juveniles, así como los aspectos de la vida cotidiana de los personajes femeninos.  Una labor excesivamente completita que parece querer dotar de  profundidad y coherencia al escenario cayendo en el defecto de perderse  en un worldbuilding en el que acaban  empantanados muchos escritores de ficción. Y  que 1984 no necesita: la descripción de Londres  en sus orígenes era tan vaga, pero a la vez tan familiar con el mundo real e incongruente como todas las dictaduras de posguerra que se han conocido  durante el siglo XX.


Completísmo que se refleja también en la trama. Cada uno de los incidentes que vivía  Winston  originalmente tienen aquí su explicación a través de Julia: detalles tan nimios como la muñeca vendada que esta luce o esa nota furtiva donde  él pudo leer “te quiero” escrito con letra tosca  son explicadas de  forma detallada y retorcida a extremos bizantinos.

Algo que no pasa con su protagonista, precisamente. La mujer astuta superviviente y casi hedonista que chocaba a menudo con el hosco e intensito Smith se dedica aquí a preocuparse en todo momento por cuestiones de la vida cotidiana con una insistencia casi machacona,  a mencionar varias veces la clandestinidad de la homosexualidad (la autora  sigue empeñada en tocar todas y cada una de las cuestiones sociales posibles, sea necesario o no) y   a subrayar cosas tan anticlimáticas como destacar  lo atractivo que es Winston Smith (si Orwell, tras esmerarse en describir a semejante cuerpo escombro, levantara la cabeza..) o recordar detalles sobre sus anteriores parejas. Una perspectiva que  más de la de una superviviente dentro de los engranajes  burocráticos del partido, parece estar escrita por Moderna de Pueblo. Y es que en varios capítulos, si hubieran decidido titular el libro “los capullos no son leales al Partido”, hubiera sido más honesto.

Todo ello son defectos inevitables cuando se intenta algo tan difícil como  continuar una obra ajena y muy marcada por la visión social y política de su autor. Los setenta y cinco años son una diferencia abismal que  Newman no sabe   superar, y esa Julia malhablada, rebosante de información innecesaria y destinada a encontrarse con todos los enigmas argumentales de 1984, poco tiene que ver con su homónima en la distopia que va camino de cumplir el siglo.  Como tampoco ese estilo pretendidamente  descarnado  en el que a menudo la escritora se regodea, describiendo lo precario de desagües, viviendas, y de las torturas que sufrirá su protagonista de forma paralela a Winston. Unos capítulos  que desprovistos del contenido e intención de la narración original, se quedan en una  exposición del sufrimiento casi pornográfica, muy similares al bucle en el que acabó cayendo la adaptación  televisiva de El cuento de la criada. Y que en un intento de aportar algo propio, Newman intenta salvar  con un desenlace aparentemente  esperanzador que, por ese aire artificioso, hace preferir el final aséptico y cruel con el que Orwell mostraba que era preferible esa realidad, a modo de advertencia, y no una fantasía edulcorada.

Julia podría  resumirse en “el spin off de 1984  que nadie ha pedido”. Un libro correctamente narrado, pero carente de contexto e incapaz de adaptarse a las circunstancias  en las que el original fue escritor, y que intenta “arreglar” este  con un hipotético final abierto. Newman, además de repasar a Orwell, debería haber  tenido en cuenta a los Sex Pistols: no future for you. Y  los lectores a los que nos pudo la curiosidad, haber hecho caso al meme:  “si ya saben como son estas secuelas, pa qué las empiezo”.

jueves, 9 de mayo de 2024

Mark Samuels. La era del futuro degradado. El porvenir es color estática

 


Se va notando que han pasado casi cien años desde el fallecimiento de Lovecraft: este ha dejado de ser “la” influencia  del terror posterior a 1940 para convertirse en una de las influencias. El terror cósmico fue dando paso a su versión menor pero igual de inquietante, el weird. Y Thomas Ligotti empieza a sonar no solo como escritor sino como referencia  para las siguientes generaciones: El secreto de la ventriloquía de Jon Padgett, es casi un homenaje al este. Laird Barron lo menciona de forma indirecta e incluso le proporciona una aparición en su relato More Dark..y, conociendo a Ligotti, ha sido lo más lejos que ha debido salir de su casa en 30 años. Aunque en algún momento, el Rarito de Detroit sale de su mutismo y es capaz de pronunciarse sobre algún escritor reciente. Y para que este señor salga a decir algo, el libro ya puede ser bueno. O por lo menos, despertar mucha curiosidad.


Este ha sido el caso de Mark Samuels, escritor británico fallecido unos meses antes de que Valdemar publicara una antología suya en castellano. Esta, con el título de uno de sus relatos, recoge unos quince relatos aparecidos previamente en  recopilaciones que abarcan unas dos décadas de producción literaria.


Este lo convierte en uno de los escritores más recientes en aparecer en la colección Gótica, junto a Thomas Ligotti con quien guarda alguna similitud derivada de esa influencia reconocida por  Samuels. Influencia que es mucho más marcada en el cuento  que abre el libro: Maniquíes en los aspectos del terror. Casi un homenaje  en el que  no faltan los tópicos característicos de la narrativa de Ligotti: ciudades deterioradas, edificios vacíos, un narrador que actúa más como testigo que como protagonista y  adelanta el título, maniquíes utilizados como atrezzo macabro y un intento de reflejar esa sensación de extrañeza y pesadilla del terror weird.


Cada escritor tiene sus temas recurrentes, algunas veces, reconozcámoslo también, rozando el tópico o el chiste. Ligotti no sería Ligotti sin las ciudades desvencijadas, Padgett utiliza la ventriloquía como hilo conductor de su libro de relatos y como una suerte de magia negra, y en Samuels, conceptos tan distintos entre sí como el moho, las formas de vida fúngica, y el ruido de estática de las emisiones analógicas. Conceptos que, aunque sacados de su contexto parecen un poco “cada escritor weird con su neura”, Samuels utiliza como un continuo, algo para describir una fuerza animada capaz de acabar con otras formas de vida, carente de consciencia pero con voluntad de supervivencia propia. Y que  aparecen en distintas situaciones como las criaturas  parasitarias de Vrolyck, una fuente de contagio que afecta por igual a cuerpo y psique en Cesare Thodol o el horror cósmico en su   versión más tradicional, descrita en El moho negro.


De forma similar utiliza algo tan aparentemente anodino como la estática, esa niebla gris acompañada de un ruido blanco bastante estridente propio de la tecnología analógica y difícil de evocar para los nacidos después de los noventa, que emplea  como medio de comunicación o de contagio entre mundos, o como una forma simbólica de un vacío (bien como un posible infierno, o un futuro muerto). Recursos  que quedan reflejados en Interferencia externa y La era del futuro degradado.

Aunque estos elementos aparezcan en la mayoría de los cuentos de la colección, Samuels no se ha quedado limitado al weird y al horror cósmico. Se nota que había tenido tiempo de desarrollar una carrera y pulir un estilo, en el que más que el propio Ligotti,  cuenta con muchas más referentes, que sorprenden encontrar en una corriente literaria tan centrada en si misma como suele ser el fantástico anglosajón.  No duda en mencionar abiertamente a Grabinski, Ewers y  autores europeos de entreguerras. Kafka se asoma a menudo en sus relatos, mediante protagonistas que  sin ser únicamente una voz en la narración, asisten desvalidos a situaciones donde el horror y el absurdo conviven. El abogado de Regina contra Zoskia,  heredero de un pleito entre loa responsable de un manicomio y el resto de mundo, no desentonaría en las oficinas donde se desarrolla El proceso. Las referencia a lugares indeterminados de Europa, y a la atmósfera entre el sueño y lo real, están también presentes en la plaza de media noche o Dentro del complejo.

Igual que, sorprendentemente, la revisión de temas clásicos. La posesión, la comunicación con los muertos, pasados por la visión de Samuel, la suplantación de identidades o el terror tradicional aparece también en Las manos blancas, Apartamento 205 o Centinelas. Y uno de los aspectos más destacables de Samuels, al menos en esta selección, es que este consigue demostrar que no es un escritor limitado a determinados temas y lugares fijos. Este es capaz de probar con planteamientos distintos de los habituales, algunos propios de la ciencia ficción, como el virus que se transmite a través del lenguaje en Tyxxloqu (nota: revisar este fin de semana la película Pontypool) e incluso desarrollar en un cuento, con una estructura mucho más lineal que las anteriores, una mezcla de horror cósmico con giros más propios de la serie B. Porque la sensación que deja La niebla carmesí es que ese escenario no desentonaría en una entrega final de la Trilogía del apocalipsis de John Carpenter.

Posibles ideas para próximas portadas


Es una lástima que a Mark Samules se le haya tenido que conocer a título póstumo, y que su carrera  haya quedado sin algún texto un poco más largo que sus colecciones de relatos. Queda, al menos una interesante antología, más variada que lo que su recomendación por parte de Thomas Ligotti podría haber hecho esperar. Y aunque la portada de la edición española no haya sido tan desafortunada como la elegida para Canciones de un soñador muerto, la que han decidido en Valdemar demuestra que en la editorial tienen un sentido del humor muy raro: he pasado todo el libro meditando acerca del parecido entre el personaje de la ilustración y Mariví Bilbao en La que se avecina.

jueves, 2 de mayo de 2024

El guerrero americano (1985). Hic sunt ninjas


 El mayor problema de la sociedad en los ochenta no fue la amenaza nuclear. Ni la capa de ozono, la aparición del SIDA, la política conservadora  de la era Tatcher y Regan, ni la reconversión industrial. Ni el terrorismo. Ni de lejos. Lo peor, fueron los ninjas. Clanes de guerreros silenciosos dedicados a actividades ilegales de extorsión, tráfico de drogas y…bueno, al menos lo fueron ese espacio mucho más seguro que la realidad como lo fue el cine de serie B y las películas de acción de la Cannon, que  llenarían las estanterías de los videoclubs  de todo un subgénero en el que  actores especializados en peleas que no tenían el cacheé  de un Van Damme o Schwarzenegger se enfrentaban a todo tipo de organizaciones mafiosas y guerreros mercenarios que amenazaban la seguridad del país. Entre todos, una puede considerarse la más conocida dentro de estas cintas de señores embozados  que lanzaban bombas de humo. Una producción que convertiría a Michael Dudikoff en protagonista de varias de  las entregas de una saga de militares, corrupción, tráfico de armas...y ninjas.


Este guerrero americano es Joe Armstrong, un soldado de origen desconocido, que destinado a en una base militar de algún lugar de Asia, consigue salvar a varios de sus compañeros y a la hija de su coronel del intento de secuestro perpetrado por unos enmascarados. Estos, como confirmarán después  a partir de los testimonios de los supervivientes, se trata de un clan de ninjas, quienes trabajan como mercenarios para un traficantes de armas local. Pese a haberse enfrentado a ellos con una habilidades marciales superiores a sus adversarios, la fama de Joe en la base dista de ser la de un héroe. Solo Patricia, la hija del general, y el capitán, Curtis, muestran simpatía por ese enigmático soldado que, incapaz de recordar su pasado, parece tener amplios conocimientos de lucha. Algo que también despertará el recelo de Ortega, el traficante de armas y  de los miembros del clan de la Estrella negra, que no están dispuestos a ser vencidos por ningún occidental.



La película sería una de las más populares de la Cannon, especialista en este tipo de producciones entradas en ofrecer acción y peleas por encima de todo, sin que el argumento importe (algo así  como Michael Bay, pero en honrado), y la primera de una serie de cinco entregas en las que mezclan de una forma bastante loca al ejército, narcotraficantes y  clanes de ninjas que se ofrecen al mejor postor (la reconversión  industrial afectó a todos, por lo visto), así como un personaje principal que une lo mejor de ambos mundos, por decirlo de algún modo. Michael Dudikoff es Joe Armstrong, del que unos flashbacks hacia  el desenlace explican  todo lo que el público necesita saber sobre su pasado:  entrenado de niño  por un soldado jampones en las artes ninjas, pierde la memoria en una explosión y es rescatado para, con el paso del tiempo, reencontrarse con su maestro y recordar todo lo aprendido en el noble arte de…bueno,  ponerse un buzo de color negro y hacer unos cuantos movimientos de jiu jitsu, disciplina que Dudikoff conoce y que sirvió para labrarse una carrera en el mundo  del cine de acción de segunda fila.


Un trasfondo tan  cogido por los pelos como el resto del argumento, donde mezcla sin ningún complejo  el  tono patriótico  de ese entorno militar y militarizado, con los peligros del exterior como son esos traficantes de armas que parecen convivir pacíficamente con las fuerzas del orden, y el toque exótico con unos ninjas de habilidades sobrehumanas, mercenarios que  combaten al protagonista a base de saltos y ataviados con buzos de distintos colores. Un enemigo que solo puede considerarse como memorable, y entrañable a dia de hoy: la interpretación pop de esa figura de la historia japonesa que ya nació como leyenda (cuando descubrí que los ninjas, tal y como los conocíamos, no habían existido, fue un golpe más duro que los Reyes Magos y el Tio de Nadal juntos). Y que en la película se convierte en un recurso  pensado para añadir algo más a un a producción donde el número de explosiones y vehículos militares está limitado  por motivos presupuestarios. En este caso, las peleas de artes marciales aquí combinadas con muchos saltos y efectos de sonido añadidos  en post producción.


La felicidad era esto, y no lo sabíamos


Una película que, lo mejor que puede decirse de ella es que  tiene planteamiento, nudo y desenlace, o al menos, no es demasiado incoherente dentro de lo alocado de su argumento. Los actores son muy básicos, Dudikoff es completamente inexpresivo, pero no más que Chuck Norris y  otras estrellas de la misma época, Steve james, como secundario, casi tiene más carisma que el resto de personajes, y los antagonistas son un conjunto de señores con traje de indiano y ninjas anónimos. A estos se le añade una banda sonora entre anodina y chirriante, con una especie de trompetilla de fondo que hace que  sea olvidable pero que haga pensar ”¿Quién ha compuesto esto?”. Y una serie de giros finales donde no faltan traiciones y venganzas que…bueno, acaban olvidadas ante una de las secuencias más absurdas y divertidas que se hayan podido filmar. Una batalla campal en la que comparten espacio tanquetas militares, lanzacohetes, helicópteros y ninjas de varios colores peleando contra solados con metralletas. Un escenario tan incoherente como involuntariamente cómico, y que se parece más a la idea que se le habría ocurrido a un niño jugando con sus muñecos que a un guionista de carrera. Pero que por eso este Guerrero americano quizá sea una película inolvidable. No es una producción buena, más bien al contrario, la falta de argumento y lógica campan a sus anchas, pero en ningún momento fue una cinta para se reseñada según los criterios de otras producciones, o para ser reseñada en absoluto.

Se ve primero, con ojos de niño que asiste asombrado al despliegue de artes marciales, años después con ironía y un poco de desdén, y finalmente, con simpatía. Es probable que el público pocas veces se divierta (por emoción o carcajadas) tanto como con una película como esta. Y seguramente, viviríamos un poco más tranquilos si solo tuviéramos que preocuparnos de los ninjas.

 


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