Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 17 de diciembre de 2020

Johnny Mnemonic (1995). El futuro ya no es lo que era

Decía un profesor mío que la planificación a largo plazo no resultaba viable dado el amplio margen de error. Bueno, en realidad lo resumió diciendo “En los ochenta pensábamos que en el 2000 iríamos todos vestidos de papel albal”. Que, además de servir para que no se me olvidara el símil en la vida, describe bastante bien lo aproximado los futuros que se han asomado a la ficción: no hemos alcanzado  la Luna en una bala, Metropolis no fue inundada por el doble mecánico de una doncella ni hemos llegado a donde ningún otro ha llegado jamás. Pero, como toda estimación, algunas parecen más cercanas, y al menos durante años 1984 y Un mundo feliz han servido de referencia a las voces más pesimistas. Otras visiones, en cambio, han llegado a envejecer mucho peor en un lapso de tiempo más escaso. Quizá por lo ambicioso de su visión o por estar, sin darse cuenta, demasiado limitados a la tecnología mayoritaria de su época y a lo que se esperaba de la que empezaba a despuntar. Fue el caso del cyberpunk, que empezó como corriente dentro de la ciencia ficción literaria y su escenario un tanto desolador de corporaciones titánicas, piratas informáticos, implantes cibernéticos,  diskettes de 3 1/5 y sobre todo, realidad virtual llegó a constituir un género bastante amplio y asomarse a otros formatos como los videojuegos (al menos, mientras los que siguen esperando la salida del Cyberpunk 2077 no les de un colapso de tanto esperar), los juegos de rol, e incluso con sus limitaciones, el cine, aunque de manera un poco tímida.



Johnny Mnemonic podría ser un escenario de manual del cyberpunk, o si nos ponemos agoreros, un día cualquiera del año que viene: es el 2021, el capitalismo más salvaje se ha convertido en el único modelo económico dominante donde las grandes corporaciones hacen y deshacen a su antojo. La yakuza se ha convertido en el brazo armado de estas y una fuerza del orden en un mundo caótico donde el tráfico y robo de información se ha vuelto tan habitual que se han diseñado nuevas alternativas de transporte de datos: los correos mnemónicos, personas que alteran su red neuronal para almacenar y trasladar información confidencial. Johnny, uno de esos correos que ha sacrificado su memoria a largo plazo (en concreto, su infancia) para alcanzar una capacidad de almacenamiento de la friolera de 180 gigas, recibe un último encargo: un transporte de información que duplica su capacidad de memoria, pone en serio peligro su vida además de suponer la caída de Pharmakorp, una poderosa empresa farmacéutica que durante años ha tenido el monopolio del tratamiento del Temblor Negro, una enfermedad neuronal que afecta a más de la mitad de la población.


Basada en un relato de William Gibson, que además de ser uno de los autores más conocidos del género también se encargó de su guión, este se caracteriza por ser un conjunto de los intereses de su autor. Tanto, que casi parece una colección de tópicos y escenas propias de un género que en muchos aspectos, no ha envejecido bien: los exteriores propios de Mad Max se mezclan con edificios futuristas donde la tecnología punta es una cabina telefónica de videollamadas, los televisores son analógicos y todo en general tiene un aspecto muy de tecnología pesada que hace que hoy pueda considerarse retrofuturismo…pero que también quede muy lejos del noir que podía verse en Blade Runner: todo es muy japonés, porque en los ochenta pensábamos que con sus maquinitas llevarían la voz cantante, y de papel albal no, pero hay por ahí unos cuantos secundarios vestidos con cotas de malla porque si algo bueno tiene el futuro, es que te puedes vestir como quieras. Aspectos que la convierten, dentro de su exceso, en una película muy vistosa, y en la que los efectos prácticos se mantienen mucho mejor que las ridículas animaciones por ordenador empleadas para recrear la visión que se tenía de internet dentro de 25 años.




El reparto, visto hoy, es una curiosidad. Keanu Reeves parece haber decidido que su antihéroe cyberpunk tiene que sonar inexpresivo, o porque directamente, es lo que sabía hacer el pobre (en algunos momentos parece que su Jonathan Harker era el colmo de los matices), aunque desde lejos, constituya un papel de los que sirviera para ir enfocando un poco su carrera. Pero más que el personaje principal, el reparto en general es una auténtica locura de cameos y caras conocidas: Udo Kier es un agente de correos mnemónicos, el rapero Ice –T lleva una resitencia de hackers antisistema, Henry Rollins dirige un hospital ruinoso mientras Dolph Lundgren es un pastor religioso y asesino a sueldo. Mientras, Takeshi Kitano habla en japonés porque es el jefe de la yakuza.

Si hubiera que quedarse con una sola película que resumiera la estética y la narrativa cyberpunk (bueno, tampoco es que haya tantas donde elegir), tendría que ser a la fuerza Johnny Mnemonic. Con todos sus excesos, algunos aciertos y aspectos que por las limitaciones gráficas y tendencias, hoy han quedado ridículos, pero que acaban componiendo una producción de ciencia ficción y acción muy efectiva. Y, a veces inquietante: nada resulta tan desconcertante como encontrarse, en 2020, un supuesto futuro distópico donde los manifestantes portan mascarillas ffp2.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Cena en el palacio de la discordia de Tim Powers (1985). Duelo al sol poniente (posnuclear)

 


Pese a dedicar bastantes horas a la lectura, especialmente al género fantástico, acaba habiendo algún escritor reconocido, con obras más que buenas, que acabo dejando olvidado. Bien porque más que la fantasía o la ciencia ficción, me atraiga el terror, o bien porque la primera lectura de un autor recomendado no me haya parecido tan buena, quedan relegados como poco más que la obligación cumplida de leer a alguien que cuenta con una buena carrera y el apoyo de sus lectores. Fue el caso de Tim Powers, de quien Esencia oscura no llegó a parecerme algo extraordinario. Esta era por lo visto una obra menor, y pasarían años antes de que volviera a leer algo de Powers. Curiosamente, otra obra menor y con el añadido de ser un género al que apenas me acerco, como es la ciencia ficción.




Cena en el palacio de la discordia es el título, dramático y que anuncia de buenas a primeras lo que sucederá en el desenlace, de la última redención llevada a cabo por Gregorio Rivas. En un futuro tras una guerra nuclear, olvidada hace mucho, donde la humanidad se ha adaptado a vivir entre radiaciones y desierto, Rivas fue uno de los mejores redentores que el dinero podría conseguir: un mercenario especializado en rescatar y reeducar a todos aquellos que habían caído en la secta de Norton Jaybush, un mesías cuyos seguidores destacan por su fanatismo ciego gracias al uso de una potente droga, conocida como el Sacramento. Retirado, y dedicado a su carrera más o menos estable como músico, debe regresar a su anterior trabajo para llevar a cabo una redención muy personal: el rescate de Urania Barrows, la única mujer que ha tenido peso en su vida. Con la promesa de varias tarjetas de quintos de licor, la que se ha convertido en la moneda corriente, y acompañado por su pelícano (el instrumento musical con el que se ha mostrado más que  hábil) Rivas regresa al desierto, a ciudades que visitó hace mucho y a las comunas de seguidores de Jaybush que pueden encontrarse en cualquier lugar. Y a lo lejos, entre los canales tóxicos de Venecia, el Palacio de la Discordia se erige, como un misterioso club nocturno rodeado de rumores y leyendas.




Comparado con el resto de sus libros más conocidos, como Las puertas de Anubis o En costas extrañas, no es raro que este se considere una obra menor: es mucho más breve, se aleja del género que cultiva habitualmente, y sobre todo, de aspectos que lo caracterizan como son la fantasía  y las referencias históricas muy hiladas. Aquí abandonadas para entrar dentro de la ciencia ficción y de una vertiente que en ningún caso pretende conseguir un atisbo de realismo o de cercanía: es imposible encontrar una referencia temporal en el mundo del Palacio de la discordia, salvo las menciones a ruinas y radiación, el resto ha sido sustituido por la invención pura, desde un calendario propio hasta un sistema monetario, pasando por objetos cotidianos como los instrumentos musicales. En realidad, nada de esto importa porque no es más que un escenario de fondo, quizá uno enloquecido, para lo importante, que sería la narración. Aspectos como la descripción de partes de alguna ciudad, de sus habitantes, y especialmente, menciones casi aleatorias a mutantes o mutaciones, suponen momentos tan desconcertantes como las siluetas montadas en zancos que podían verse en un plano de Mad Max: están ahí, el lector no van a saber más de ellos pero es una parte más de la vida de sus personajes. Una a la que no les dan importancia porque no tiene relevancia para la narración.

Esta, siendo lo más importante, podría resumirse en poco menos de diez días, que tanto para su protagonista para el lector parecen volverse toda una vida, y que, también por el tipo de escenario podrían recordar a un western: un héroe crepuscular, un desierto interminable, unos personajes de moral un tanto ambigua y un enfrentamiento final que acaba recordando a un duelo entre un bueno que no lo es tanto, o que se ha ido encontrando por el camino, y un villano irredimible. Sin que falten los que parecen ser los rasgos más conocidos de Powers, como es el gusto por la aventura, las tramas un tanto enloquecidas, y sobre todo, que sus protagonistas, bastante de vuelta de todo ellos, estén recibiendo palos desde la página diez hasta el final: Rivas empieza con una herida de cuchillo y a partir de ahí, es un milagro que pueda llegar vivo a la última página…a veces, de una forma un tanto arbitraria, y parece que si lo ha conseguido, no es por la narración, sino porque el autor ha decidido meter mano con un deus ex machina.

Su protagonista es también uno de los puntos  más flojos. Con una trama caracterizada por lo alocado, sería fácil ser consciente de no poder exigir unos personajes profundos o coherentes, pero el trasfondo de este no parece más que una colección de rasgos que Powers se empeña en insistir: se supone que este ha sido el viaje del héroe, donde un personaje insensible y carente de empatía conoce la compasión y se reconcilia con su pasado, pero esta parece limitarse a las veces en las que se insiste en que Rivas es orgulloso, independiente y no conecta con otros seres humanos. En un mundo como el que describe en sus páginas, más que alguien frío, parece la forma de ser más lógica y esta no resulta distinta de otros personajes que encuentra por el camino. Es más, lo más despiadado que parece haber hecho en su pasado es no querer volver a hablar con sus exnovias, y lo de su redención como personaje hay que creérselo a base de las veces en que Tim Powers incide en ello.

Cena en el Palacio de la Discordia seguirá siendo una obra menor de Powers, relativamente lejos de varios de los temas que lo caracterizan y con un punto quizá más alocado que sus novelas principales. Pero  esta ha servido para dos cosas: una buena novela de aventuras enloquecidas y volver a despertar interés por el autor de Las puertas de Anubis. Bueno, y para recordar que las ilustraciones de las  portadas de Gran Super Ficción eran de las más vistosas y bonitas que tenía  la editorial. Lástima que el resto de sus colecciones se recordaran por sus cubiertas francamente..ehm…llamativas.

 

jueves, 3 de diciembre de 2020

Pánico en el Transiberiano (1973). El enigma de la vía ferroviaria




En algún momento de los 70, Peter Cushing y Christopher lee abandonaron las brumas londinenses para subirse en un tren a Navacerrada, encontrarse con Silvia Tortosa y Telly Savalas y resolver un misterio digno de los investigados por el profesor Quatermass. Bueno, finjamos que el tren discurría por la estepa siberiana. Y que el entorno forma parte de una coproducción angloespañola que pudo contar con un reparto y una estética que la convirtió en un estreno de éxito fuera de nuestras fronteras.




Pánico en el transiberiano transcurre en algún momento entre el siglo XIX y el XX, en la línea que conectaba Rusia con Oriente y donde una serie de personajes (una condesa rusa y su fanático confesor, una mujer en apuros, un ingeniero y dos científicos británicos) comparten viaje con un cargamento que puede revolucionar el mundo científico tal y como se lo conoce hasta la fecha: el cadáver de una criatura de aspecto humanoide, sin relación con los hombres de las cavernas, que se ha conservado perfectamente en los hielos de Siberia. Pero el viaje se verá interrumpido, al igual que otra línea de tren famosa, por una serie de asesinatos en los que sus víctimas comparten una característica común: sus globos oculares han sido completamente borrados. En un entorno cerrado, y con los científicos debiendo actuar como científicos improvisados, cualquiera puede ser un sospechoso. Salvo por algo que no parece tener una respuesta lógica: el cadáver de la criatura prehistórica, que lleva varios millones de años muerta, ha desaparecido también sin dejar rastro.

La película, producida entre España e Inglaterra, fue filmada en plena época en lo que el llamado fantaterror (termino mucho menos ponderado que el fantastique francés pero donde se pueden encontrar alguna que otra sorpresa) contaba con variedad y bastante éxito fuera de territorio español…además de versiones dobles donde las destinadas al mercado internacional mostraban muchos más centímetros de escote que los estrenados de fronteras para adentro. Esta, en cambio, fue uno de los casos donde la intención del guion era mucho más cercano al cine de aventuras y seguramente evitara muchos cortes que hacían que estas producciones tuvieran cierto aire incoherente o montado de forma brusca. De hecho, evita muchos de los fallos que contaban con otras producciones de misma época y género donde la realización parecía torpe y los actores internacionales, desganados: la factura es todo lo limpia que permiten las restricciones presupuestarias, los personajes de Cushing y Lee no tienen nada que envidiar a sus trabajos realizados en suelo británico e incluso la irrupción de Telly Savalas, con un brevísimo papel como histriónico jefe de una banda de cosacos, resulta divertida y le da al conjunto un aire de película de aventuras y ciencia ficción muy clásica.



Una referencia que no va desencadenada, ya que el guion es una versión muy libre de El enigma de otro mundo, de John W. Campbell, que, si a Carpenter le sirvió para hacer la que sigue siendo la versión más aproximada a En las montañas de la locura que podemos tener, aquí se convierte en una trama de ciencia ficción de estilo muy antiguo, muy cercano a Verne o a Conan Doyle y donde la aproximación a la criatura y su origen se sostiene mediante el sentido de la maravilla, y no el rigor científico.



Comparada con otras producciones, esta resulta mucho más elaborada, y dentro de sus limitaciones, mucho menos torpe y mejor ejecutada vista al lado de la saga de los Templarios o algunas de las realizadas por Paul Naschy. No está exenta de momentos en los que los actores parecen no tener muy claro como tener que interpretar o de incoherencias en su guion (como el plantar por ahí a un villano con una mano peluda, o sacar un ejército de zombies al final…pero no seré yo la que se queje de que algo tenga zombies). Cosas, que en cierto modo, recuerdan que se trata de una película con la que hay que ser consciente de su naturaleza, medios y época en la que se realizó. Y que a pesar de todo consigue ser un ejemplo más que notable de cine de entretenimiento en una época en la que éxitos como El día de la bestia, REC o incluso 30 monedas, todavía estaban muy lejos.

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