Series de tv, libros, cine...y una constante presencia gatuna

jueves, 29 de octubre de 2020

Suspiria (1977). La pesadilla en rojo

 

Hoy he tenido una pesadilla horrible. Estaba en una academia de baile pero el profesorado era un aquelarre de brujas, Miguel Bosé daba clases allí y…bueno, no. En realidad he visto una película de Dario Argento.

Los setenta y ochenta fueron la mejor década para un director italiano que ha dado algunas de las mejores películas de terror en el último siglo. Especializado en el giallo (un género policiaco propio del país) con títulos tan sugerentes como Rojo oscuro o El pájaro de las plumas de cristal, sus producciones se caracterizaban por una atmósfera un tanto surrealista y la preponderancia de lo audiovisual frente al guion, rodaba, en 1977, una película de terror sobrenatural con un punto de partida cuya simpleza no parecía anunciar lo que supondría: una joven americana llega a una prestigiosa escuela de danza en Suiza. El profesorado, estricto pero amable, parece esconder algo que sucede tras los muros de la academia, cuya directora, Helena Markos, nunca ha sido vista, pero sí escuchada durante la noche, por las alumnas. Varias de ellas empiezan a desaparecer, todo aquel que intenta averiguar lo que está pasando es brutalmente asesinado, a veces de manera sobrenatural. Solo Suzy, la recién llegada, consigue saber algo más del lugar, que esconde una historia sobre un cónclave de brujas y la existencia de tres de ellas, conocidas como las Madres, repartidas por Europa. Una de ellas, la Madre de los Suspiros, parece haber estado ligada a la existencia de la academia desde hace décadas.




De Suspiria podrían sacarse unas cuantas historias de su rodaje: cómo insinuaban que el guión estaba basado en una historia verídica contada por la abuela de la guionista Daria Nicolodi, el uso de un tipo de película concreta para dotar al film de ese color tan particular pero cómo tuvo que ser dosificado dada la limitación de cinta disponible. De la diferencia entre lo que se quería hacer y lo que se rodó (una explicación al comportamiento un tanto estúpido de algunos personajes parecía deberse a que la idea inicial era que estas fueran niñas más pequeñas) e incluso la desconcertante presencia de Bosé en mallas blancas como instructor de danza. Lo más extraño sea quizá la capacidad de hacer una producción de calidad con un guión que no pasaría el corte en cualquier serie Z. Y a este, hay que reconocerle que es el punto más flojo del conjunto: el punto de partida responde punto por punto al cliché de "era una noche oscura y tormentosa", entran y salen personajes que no hacen nada, muchos secundarios se comportan de forma absurda e incluso una parte de lo que le sucede a la protagonista parece no tener sentido ¿por qué sufre una anemia repentina? ¿por qué acaba siendo la más afortunada entre un alumnado que parecía ser más consciente de lo que pasaba? Una serie de situaciones que consiguen superarse gracias a la realización, que al final, es lo más recordado: el uso de colores muy vivos, especialmente el rojo, de los juegos de formas geométrica a través de pasillos, espejos y alfombras, una serie de asesinatos escabrosos en los que no se escatima en los detalles pero que son perpetrados y mostrados de una manera artística que solo puede recordar a aquellos cuadros que se recrean en el sufrimiento de mártires. Y una banda sonora igual de hipnótica, compuesta por el grupo de rock progresivo Goblin, mediante instrumentos étnicos y melodías vocalizadas, muchas veces mediante susurros o cánticos.





La atmósfera, los colores y el sonido hacen que la historia sea un recurso para poder filmar una película estilizada, muchas veces monocromática donde acaba pasando de forma brusca del azul al rojo, y de ahí, a una aparente normalidad, a la que la simpleza, y a veces, la incoherencia del guión le da el aspecto de un sueño extraño pero que también sirvió para perfilar una mitología que se desarrollaría en dos películas posteriores. O al menos, en una de ellas, porque la última entrega, rodada después del 2000, poco tiene que ver con lo que Argento había sido capaz de plasmar años antes. Y también, de ser objeto de un remake más que digno en 2018








jueves, 22 de octubre de 2020

Drácula (1.992). La muerte enamorada

 

El vampiro de Bram Stoker es uno de esos personajes que ha tenido una encarnación cinematográfica casi para cada generación. Desde su nacimiento en 1.897 ha aparecido como el cadavérico conde Orlok, con el atuendo para ópera de Bela Lugosi, con el mismo aspecto heredado por Christopher Lee y llevado por este hasta la saciedad, y aquellos, olvidados injustamente en comparación con los grandes vampiros, más unos cuantos que hay que esforzarse en olvidar. Una lista en las que los noventa también tuvo su representación y que, guste o no por la reinterpretación, se trata hasta la fecha del último conde recordado como tal en la pantalla grande.





Estrenado como Drácula de Bram Stoker, y recordado como Drácula de Francis Ford Coppola, se presenta como una versión fiel al libro, aquella colección de diarios y cartas donde la llegada del abogado Jonathan Harker a un destartalado castillo en Transilvania, propiedad del conde Drácula, supone la entrada en Londres, el entonces corazón del Imperio Británico, de un vampiro que no solo pretende convertir las calles de la ciudad en su territorio de caza, sino también es una amenaza directa para los seres queridos de Harker: Lucy Westenra es una de sus primeras víctimas, pero Mina, su esposa, puede ser la siguiente de muchas. Al menos, lo habría sido según Stoker. Porque este conde, en realidad el propio Vlad Dracul, ha reconocido en Mina a la reencarnación de su esposa muerta hace ya cuatro siglos, con quien una criatura no muerta y ávida de sangre se reencuentra en Londres, sucediendo lo que parecía imposible en un vampiro: enamorarse.




Aunque previamente se había tanteado la figura de Drácula como personaje, más que seductor, romántico, es en esta película donde el tema se trata abiertamente. La pretensión inicial fuera ofrecer una versión fiel del libro de Stoker, pero esta se envuelve en un trasfondo en el que se recurre al Drácula histórico, a partir del cual se desarrolla una trama sobre el amor perdido y encontrado a través de los siglos y la visión del monstruo como una criatura trágica. Algo, en realidad, muy alejado del texto original donde el vampiro es concebido como un depredador, implacable e irredimible. Una vez más, no se trata de Dracula sino de una interpretación de Drácula, más centrada en la estética gótica y la romantización del monstruo.



En su momento presentada como una producción de terror (pero no mucho, que eso no es serio) de "calidad", que para eso estaba dirigida por Coppola, esta ofrece en todo momento una estética artística, a menudo rebuscada donde incluso su banda sonora resulta tremenda y un tanto grandilocuente. Donde parecían buscar ante todo separarse de la estética de las versiones anteriores y ofrecer una igual de imaginaria, pero aprovechando los diseños de inspiración oriental que podían sugerir el pasado del Conde así como una visión muy gótica y estilizada de la época victoriana. Y reflejar de forma más directa la sensualidad de la figura del vampiro opuesto a la visión mojigata de la época victoriana. Un conjunto que a día de hoy no ha envejecido totalmente bien y que hace que la película tenga un aspecto artificioso, a veces excesivo, donde los defectos de entonces se hacen más evidentes: planos con fundidos rebuscados, secuencias a cámara lenta forzadas, y que la idea de caracterizar a Lucy Westenra como joven seducida por el vampiro sea poner a Sadie Frost abriéndose el escote cada dos por tres y emitiendo ruiditos de actriz porno.



El reparto elegido tampoco parece el más acertado en su mayor parte, y la interpretación dada por este, tampoco ha sido la mejor: a Keanu Reeves todavía le faltaban tres John Wicks y una aparición en Cyberpunk para encontrar un nicho adecuado, y su Jonathan Harker es uno de los más sosos que podían aparecer, aún siendo un personaje de por si bastante aguado. El grupo de discípulos de Van Helsing, Holmwood, Morris y Seward parecen caricaturas, y el Van Helsing de Antony Hopkins se presenta como un personaje con un humor un tanto grotesco que, más que humanizar al personaje, resulta fuera de lugar. Los más recordados acabaran siendo Winona Ryder, quien una vez pasada la primera parte realmente tiene un papel interesante que interpretar, y sobre todo, el Drácula de Gary Oldman a quien caracterizan tanto como el anciano descrito inicialmente por Stoker, como en varias formas monstruosas, como al vampiro enamorado que se ve en una gran parte del metraje. Y con el que, al menos, se ofrece una visión de Drácula distinta a las previas, quizá una propia, a medio camino entre el personaje histórico en el que se basa y el monstruo que los efectos especiales modernos pueden ofrecer, en el que se encuentran referencias a Murnau pero también aspectos nuevos, como el vampiro fascinado ante la proyección de un cinematógrafo



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A Dracula de Bram Stoker, de Gary Oldlman, de Coppola…al Drácula de los noventa, se le ama o se le odia. La película, con una realización más que artística, artificiosa en su mayoría, acaba polarizando al público casi tanto como su visión del no muerto en busca de su amada perdida hace siglos y una de sus frases más conocidas, "he cruzado océanos de tiempo…" podrá recordarse como una de las más románticas o una de las mayores ñoñerías. Dos formas de ver una película que, pese a sus irregularidades, ha acabado por convertirse en una de las grandes adaptaciones del vampiro.



viernes, 16 de octubre de 2020

Libros de sangre (2020). La antología escasa

 


Una de las piezas más recordadas que dejaron los ochenta en el género de terror fueron las cinco antologías, recogidas bajo el título de Libros de sangre, escritas por Clive Barker. En ellas, un joven escritor británico plasmaba en una serie de relatos donde temas como las casas encantadas, la locura o los monstruos eran dotadas de una visión nueva, mucho más retorcida y gráfica que las que se podían haber leído anteriormente, pero también dotadas de una sorprendente creatividad. Una narrativa escabrosa que tuvo un par de adaptaciones cinematográficas con poca fortuna durante esa década, y con algo más con el cambio de siglo, cuando en 2008 El tren de la carne de medianoche, Miedo, o Los muertos tienen autopistas fueron trasladadas a la pantalla. En los libros seguía habiendo suficiente material como para poder hacer una nueva película antológica, e incluso más, aunque la decisión tomada en la producción que Hulu decidió sacar en octubre (lo bueno de este mes es que siempre salen cosas de este tipo. A porrillo) era tomar únicamente el título, el arco argumental en el que se englobaban las historias de Barker, y filmar guiones originales en su totalidad.




Más que una antología, estos libros de sangre comienzan con distintas historias separadas en las que no hay un hilo conductor común: una pareja de ladrones se dirige a una de las peores zonas de la ciudad en busca de un libro de incalculable valor. Una joven, atormentada por la hipersensibilidad a determinados sonidos, se refugia en una casa de huéspedes cuyas paredes esconden un secreto. Y un médium asegura poder comunicarse con los muertos y reflejar por escrito los mensajes que estos intentan dejar en el mundo de los vivos. Tres situaciones muy dispares cuyo nexo de unión acaba siendo la ciudad en la que tienen lugar, y unas pocas horas de diferencia entre ellas.




La idea parecía querer cubrir varios campos: el ofrecer un nombre conocido, como adaptación a televisión o como reclamo, el ser una película antológica, que suelen funcionar muy bien durante el mes de octubre en el mercado anglosajón (y en el resto también, ahora que la idea de Halloween como entretenimiento no genera tanto rechazo) y el poder sacar una serie de guiones cuya extensión no sería suficiente para una película. El resultado, aunque visualmente correcto, acaba resultando decepcionante en cuanto a los segmentos que lo componen y su coordinación.

La primera parte viene a ocupar una hora de una producción que no llega a las dos, resultando demasiado lenta y caracterizando a unos personajes que no termina de quedar claro qué es lo que les pasa. La condición psicológica de una protagonista tirando a adolescente insoportable, utilizada como deus ex machina de un guión que parece reunir una serie de ideas cogidas por los pelos pero visualmente interesantes, hace pensar si este guión había estado esperando para poder encontrar su sitio en alguna otra antología, donde podría haber funcionado de haber reducido su longitud.



El mismo problema sufre la adaptación del relato de Barker, donde la trama del falso médium se vuelve tan rebuscada que parecer resultar imposible que esta hubiera podido mantenerse en pie si no es para el giro final, al igual que la última historia que no puede ofrecer nada más que la que sería una de las secuencias más interesantes de la película: un barrio sumido en la oscuridad, devastado por los espectros. El resto, se limita a ofrecer algún que otro giro de guión e intentar encadenar de forma arbitraria tres segmentos que poco tienen que ver entre sí.



A esta versión de los libros de sangre no se le puede criticar el aspecto visual. Una buena factura y estética, interpretaciones más que correctas…aunque acaba resultando escaso para un film antológico, con una primera parte aumentada de forma excesiva y donde una versión más breve habría dado para una cuarta historia. Aunque, dado que todas las creadas para esta antología parecen un poco erráticas, quizá no se haya perdido mucho.








jueves, 8 de octubre de 2020

Temblores (1.990). Monstruos subterráneos para todos los públicos

 

Los noventa no destacan especialmente por el terror o el fantástico en su vertiente más simple. En la época de En la boca del miedo, Horizonte final o Cube, parecía que las producciones más sencillas, la serie B, efectos artesanos y sin complicaciones era algo que se había quedado en los ochenta. Sin embargo, una película estrenada a caballo entre ambas décadas, ofrecía, aunque fuera una de las últimas veces que pudiera verse en los cines, una auténtica historia de aventuras y monstruos gigantes en la que un poco de inventiva y buen hacer sustituía las limitaciones monetarias, que hacían que estos no aparecieran todo lo necesario para impresionar al público.





Temblores traslada la acción a Perfection, un pueblo perdido en el desierto de Nevada. Aunque pueblo es una definición muy generosa para las ocho personas que habitan en un lugar cuyo único atractivo parecen ser las pequeñas reparaciones con las que dos manitas se ganan la vida, el aislamiento, para dos de sus vecinos obsesionados con la supervivencia, y las peculiaridades sismográficas que una de los estudiantes de geología que acuden a la zona acaba de descubrir. En un pueblo donde nunca parece pasa nada, unas pocas horas bastan para tener lugar desapariciones de ganado y varios de sus habitantes, la destrucción de la única carretera que conectaba con la civilización y la aparición de los restos de una criatura monstruosa, que parece tener origen subterráneo. Y que es probable que no sea la única que se desplaza por el subsuelo de Perfection.




Aunque cuente con unos cuantos monstruos, alguna que otra muerte, y un entorno aislado que debería derivar en una atmósfera opresiva, el guion opta por un enfoque cómico y un tono muy ligero. Las escenas más violentas se quedan relegadas a los primeros minutos, en los que se va sugiriendo la presencia de los que, posteriormente, serían bautizados por el avispado propietario del negocio local como Agarroides (la traducción al castellano es mucho más divertida que los graboids originales), consistiendo la trama en gran parte, en los intentos de los protagonistas por escapar o alcanzar un lugar geológicamente seguro. A menudo de forma bastante absurda pero efectiva. Y en menor medida, por unos enfrentamientos entre secundarios derivados de unas personalidades a veces cómicas, a veces irritantes. Pese a que las últimas parecieran estar pensadas para que estos fueran los primeros en desaparecer de la historia, esta es bastante blanca, convirtiéndose en una de las pocas películas de monstruos en las que el reparto llega al desenlace prácticamente intacto. Y que funciona dada la buena química entre los personajes, donde los secundarios se convierten en personalidades lo bastante cercanas como para ganarse la simpatía del público, y destaca la pareja principal, interpretada por Kevin Bacon y Fred Ward, como dos vaqueros sin demasiada suerte pero sobrados de recursos y astucia. Al menos, en gran parte, porque el matrimonio de especialistas en supervivencia y acumuladores de armamento acaban convirtiéndose en los secundarios más divertidos, unos de los más recordados, y al menos en el caso de Michael Gross, el protagonista habitual de las cinco o seis secuelas que aparecerían durante los años siguientes.




Son precisamente el conjunto de personajes y el sentido del humor de estos los que hacen que la película funcione, porque el apartado técnico es minoritario: se nota, con la escasa aparición de efectos visuales, que los recursos eran limitados, y estos se sustituyen aprovechando al máximo los exteriores, la luz que ofrece un lugar tan concreto como un desierto en un rodaje diurno en su mayoría, y trucos tan simples como bultos en la arena o mostrar lo justito de un monstruo de latex y movimientos mecánicos. Unas criaturas que, para estar pensadas para aparecer poco, o acabar explotando entre pástico y blandiblub en el momento clave, se han diseñado con mucho cuidado, haciendo que su morfología monstruosa tenga un verdadero aspecto de criatura subterránea pero que a muchos aficionados al fantástico le recuerde a otras creaciones previas (un gusano de arena o un cthonian, dependiendo si nos va más Herbert o Lovecraft).



A Temblores se la recuerda como una de las últimas películas de videoclub como tales: un cartel vistoso, un reparto de caras conocidas pero no demasiado famosas, y un tono optimista. A veces demasiado, intentando mantenerse dentro de la franja para todos los públicos, mucho sentido del humor y una atmósfera muy ligera, por lo que no desentonaría en cualquier pase de sobremesa, por mucho que hoy esa franja tenga una acepción despectiva. Y también su correspondiente continuación, con una cantidad de secuelas, directas a vídeo, que han salido de forma regular en las últimas décadas e incluso una serie de televisión. Dos, si se cuenta el intento de producir una nueva con Kevin Bacon como protagonista de nuevo. Una franquicia a la que, con la desaparición de los videoclubs, se le acabó perdiendo la pista a unos agarroides que, con el tiempo, acabaron siendo capaces de andar, volar e incluso trasladarse de continente.




jueves, 1 de octubre de 2020

Se vende alma (Por no poder atender) de Sergio S. Moran. Pactos con el demonio, especulación inmobiliaria, y una detective en crisis



Poder continuar más de dos veces la historia de un personaje de ficción, puede considerarse un éxito. La primera solo es una presentación, la segunda es un tanteo a partir de una idea que ha tenido éxito, pero la tercera es que realmente ha funcionado. Todo un logro cuando el sistema de publicación y distribución se basa en el interés de su público y una financiación mediante crowdfunding que se ha convertido en lo habitual en dos tercios de la serie escrita por Sergio S. Moran, que acaba de tener su tercera entrega. 





Se vende alma por no poder atender presenta de nuevo, más que a la detective sobrenatural Parabellum, a una Verónica Guerra a la que sus anteriores casos han pasado factura psicológica. Recuperada de una fuerte adicción a la ambrosía, una droga sobrenatural, obsesionada con un delincuente con contactos en el inframundo que se hace llamar el Negociante, y con crisis de ansiedad que se manifiestan en los peores momentos de su trabajo (por suerte, las consultas de psicología astral disponen de acceso en cualquier momento). Pero también reconciliada con su madre, la comisaria Fontenegro, y apoyándose en su amiga Arancha, una competente médium, continúa con su trabajo donde lo habitual es recuperar un fantasma huido de una mansión o investigar las propiedades de un producto deportivo cuyas ventas rozan lo imposible. Pero, como le ha sucedido antes, cualquier caso en apariencia rutinario puede esconder algo mucho peor…desde su mayor enemigo hasta un exnovio salido del infierno. Y, tratándose de Parabellum, esto puede tratarse de algo literal. 


A diferencia de lo anteriores, en esta tercera entrega se aprecia una mayor continuidad: se toma mucho menos tiempo en describir a personajes que han aparecido previamente y que forman parte del transfondo de la protagonista, así como a tramas ya cerradas que conviene conocer para comprender mejor las referencias previas y sobre todo, la actitud de un personaje mucho más marcado por lo que le ha sucedido previamente. Hay una evolución entre la primera, o segunda aparición de Verónica Guerra, como detective conocedora de todas las criaturas fantásticas de Barcelona y Madrid, frente a la de esta tercera aparición, donde ella misma se describe menos en forma (aunque la resistencia física nunca fue uno de sus rasgos), con los restos de una adicción todavía presentes y preocupada por lo que pueda pasarle a la única amiga que, hasta la fecha, parece quedarle en la serie. Pero también un tanto obsesionada con un antagonista al que el lector conoció previamente y que, aunque aquí también tiene su aparición, lo hace de una forma distinta y menos vinculada a las actuaciones de Parabellum de lo que esta hubiera esperado. Un cambio al que acompaña una evolución adecuada del personaje, con menos sarcasmo que en sus apariciones anteriores, algo más paranoico y menos sentido del humor. 


Salvo por la mayor importancia de la continuidad, el desarrollo de la trama es similar a las entregas anteriores: un caso de presentación, que sirve de forma anecdótica para dar una idea de la situación de la protagonista, un año después de Los muertos no pagan IVA, un gancho, en apariencia simple, que irá desvelando algo mucho más complejo y peligroso, y esta vez, un desenlace que podría considerarse el final de una etapa así como el cierre a lo que empezó en los dos libros anteriores. Pero no por mucho tiempo, porque en este se dan indicios para posibles tramas nuevas: las menciones al padre de la propia Parabellum, perdido (voluntariamente) por Bilbao, Daniel, un exnovio infernal (de nuevo, literalmente) del que ni la protagonista quiere hablar, y todo un sistema de rencillas y oposiciones entre distintos demonios que no tiene nada que envidiar a cualquier lucha entre políticos de baja estofa. Porque lo mejor de Parabellum sigue siendo su cercanía. No tiene que tener los poderes de Harry Dresden, ni el atractivo de Anita Blake, y a menudo, es mucho más pupas que el personaje de fantasía urbana medio. Pero con ella se ha desarrollado un mapa del país poblado por criaturas de la mitología local, pero también por las consecuencias de la corrupción, de la especulación inmobiliaria y empresarial y donde casi se agradece un enfoque fantástico al escenario. 





Tras Se vende alma, la detective de Sergio S. Moran se toma un descanso laboral. Por suerte, no por mucho tiempo, como el autor ha asegurado. Mientras, con esta entrega viene, además de un cambio de escenario e imaginar qué es lo que espera a Veronica Guerra tras su descanso, una novela corta, escrita al estilo de Elige tu propia aventura, en el que el lector puede guiar a su protagonista a través de un montón de malas decisiones. 

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