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lunes, 26 de enero de 2015

Emmanuel Carrère y Una semana en la nieve. Las excursiones educativas nunca han sido tan inquietantes.



A muchos la idea pasar una semana en la nieve con el colegio, en pleno curso lectivo, nos parece un poco extraña ...o, en mi caso, poco atractiva: ¡pocas ganas habría tenido yo de tener que verle el careto a mis compañeros en pleno monte! Pero este no es el caso de Francia. Según me explica la Wikipedia, alumnos y profesores acuden, una o dos semanas a la montaña donde las clases habituales se alternan con actividades lúdicas, como senderismo o cursos de esquí.  Esta costumbre se encuentra presente en varios libros infantiles o didácticos y algunos comics. Pero es Emmanuel Carrère el que utiliza el concepto para una novela adulta.

 


La clase de nieve empieza con el viaje de Nicolás y su padre al chalet donde tendrá lugar la semana blanca de su clase. Pese a contar con el autobús con el que el resto de niños se había desplazado, el padre, bastante aprensivo, desconfía del estado de las carreteras. La llegada será igual de accidentada, cuando este olvida entregar la maleta de Nicolás quedándose este ante sus compañeros sin una sola prenda de nieve. Esta situación no ayuda a un niño introspectivo y enfermizo, con una  imaginación hiperactiva, a quien su padre ha inculcado todo tipo de miedos sobre secuestradores y asesinos. Pese a su acercamiento a Hodkann, el chico más respetado de la clase, y a Patrick, el monitor, estos terrores servirán para fabular todo tipo de pesadillas, ensoñaciones diurnas e incluso historias, durante la estancia. Historias que acabarán entrelazándose con una realidad donde estos miedos tendrán un lugar importante.

La novela está contada desde el punto de vista de su protagonista, un niño que pese a compartir nombre con el personaje de Goscinni, viene a ser todo lo contrario. Este representa la parte más aterradora de la infancia, la de las dificultades para integrarse, los miedos irracionales y el mundo como un lugar extraño e incomprensible. Detalles como la lectura a escondidas de un libro llamado “historias espantosas” (donde aparecen, por referencias, La pata de mono de Jacobs e incluso Vinum Sabbati de Arthur Machen) describen muy bien esa realidad infantil donde algunas de las cosas más nimias pueden convertirse en algo aterrador durante meses…vamos, lo que hoy le llaman nightmare fuel y antes se le decía “no poder dormir con el miedo”. Esta realidad se completa con las historias que el padre de Nicolás añade: las advertencias sobre accidentes de tráfico, secuestradores y contrabandos de órganos, que en los noventa eran parte advertencia, parte leyenda urbana para fomentar la cautela en los niños, se convierten aquí en parte de las imaginaciones e invenciones de su protagonista. Además de acabar tomando un papel muy importante en la trama.

 


Esta forma de narrar hace que el resto de personajes se caractericen de una forma un poco sesgada. El personaje de Hodkann es una excepción, al caracterizarlo de una forma tan contradictoria como solo puede serlo un matón al que todos admiran pero temen. En realidad, para el resto, es muy adecuado ese planteamiento, porque contribuye mucho a esa impresión de visión infantil y confusa que se aporta con el protagonista.  Pero esta también va transformándose, y lo que antes parecía algo contado desde la perspectiva de un niño, se vuelve, de una forma muy sutil, en algo más real. Durante los primeros capítulos se va sabiendo de la familia del protagonista, formada por un padre viajante, su madre, y un hermano pequeño. Los primeros no pasarían de ser una pareja preocupada por la seguridad de su hijo si no fuera por la aparición de los otros secundarios: los monitores o la maestra resultan por comparación personajes mucho más normales y positivos, frente a unos padres que van volviéndose cada vez más neuróticos y extraños.

Sutileza a la hora de interpretar la visión del protagonista se mantiene también en el resto de elementos. En todo el libro las cosas no se cuentan, sino que se intuyen, mediante lo que este puede ver o escuchar en algún momento. Si la intención era que el lector interpretara lo que ha sucedido a través de lo que un niño presencia, pero no comprende, Carrere lo ha logrado. Al igual que el transmitir en todo momento una sensación de claustrofobia y soledad en un lugar tan opuesto como un paisaje nevado lleno de niños.  

Su brevedad, para tratarse de una novela de adultos, es tan sorprendente como el resultado que ha obtenido: con 150 páginas ha conseguido narrar una historia que, sin llegar a exponer nada abiertamente, sí ofrece un escenario lleno de claustrofobia. Además de un retrato muy poco entrañable, pero sí muy inquietante, de la infancia.  Del que, por cierto, también hay película:
 

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