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jueves, 28 de marzo de 2024

Kafka: la verdad oculta (1991). Al despertar el insecto de un sueño agitado, se encontró sobre su cama convertido en un horrible oficinista.

 


A menudo se habla de la necesidad de separar al autor de su obra. En algunos casos, sucede lo contrario: el escritor se confunde con lo que ha escrito de tal forma que acaba convirtiéndose en una figura muy distinta a quien era en realidad, o en un personaje más. Los lectores de Lovecraft pasamos por ello, imaginando a un recluso, un friki muy distinto del Howard Philips real, que llegaría, años después, a convertirse en el protagonista de novelas posteriores. Una idealización que no se limita al fantástico o a los autores de nicho, sino que una de las figuras más importantes de la literatura moderna ha sufrido esa metamorfosis póstuma. El autor de La metamorfosis, El proceso, y quien recreó de forma más fiel  la burocracia moderna y el vacío del sistema, era muy distinto a la figura atormentada cuya foto observa fijamente a los turistas en los puestos de souvenirs en Praga. Franz Kafka se convertiría para el público en alguien muy similar a sus personajes, e incluso en uno más.


A principios de los años veinte, Kafka trabaja como oficinista en una compañía aseguradora. Entre hileras de empleados inclinados sobre legajos y máquinas de escribir, este nota la ausencia de uno de sus compañeros: Eduard Raban, quien aparece muerto poco después. La policía está convencida del suicido de este, pero Franz  tiene sus dudas. Gabriela, la amante de Raban, cree que se trata de un asesinato ordenado por el Castillo, el órgano de máxima autoridad en Praga, para acabar con la célula anarquista a la que pertenecen. Franz  rechaza las teorías del grupo de Gabriela y la petición de este para  poner sus escrito al servicio del ideal anarquista, decidiendo averiguar, mediante las herramientas que su trabajo le proporciona, lo que le sucedió a su amigo. Entre miles de documentos almacenados en su oficina, un archivo, acerca de la tragedia sucedida en una fábrica, parece esconder la clave entre la desaparición de Raban y las figuras que entre aullidos dementes, salen cada noche acompañados por los agentes del castillo.



El guion no es una adaptación directa de ninguno de las obras del escritor checo, pero abundan las referencias directas y figuradas, a varios de sus relatos y novelas inacabadas, en forma de ese Castillo en el que, al contrario que en el texto original, el protagonista sí consigue entrar. Tampoco es una biografía, aunque salga el oficinista y escritor  llamado Franz Kafka, porque este es en realidad el Kafka introvertido y melancólico que imaginan los lectores, inmerso en este caso, en una trama policiaca con tintes propios del fantástico de entreguerras.

Un anarquista como los de toda la vida 

Sin querer ser una cinta abiertamente fantástica 8es de la época en la que  se pensaba que  el cine serio no hacía esas cosas), esta  consigue moverse entre el thriller y lo irreal gracias a recurrir a ese tono propio de los años posteriores a la primera Guerra Mundial, donde una trama policiaca se entremezcla con  la visión del mundo administrativo y burocrático que s e extendería después de la publicación de novelas como el Proceso. Todo ello, junto a científicos locos  e incluso sugerencias orwellianas como la búsqueda de ese método  para moldear  a gusto de un poder anónimo la conciencia individual humana.


Las referencias a la vida de Kafka, sus compromisos, la relación con sus padres, comparte espacio con las mencionas a la Metamorfosis,  La colonia penitenciaria, Carta al Padre  o el castillo, pero también es fácil encontrar guiños a la literatura de evasión y al cine de la época en momentos como la Fábrica Orlac o el doctor Murnau. Todo ello rodado alternando  el blanco y negro y el color, reflejando un poco la  oposición entre un mundo cotidiano y gris, condenado a la repetición, y otro donde  se esconde la verdad, aunque esta no tiene q porque resultar agradable y suponga  despojar a su protagonista de la seguridad que les proporciona un espacio aparentemente mediocre.

Pese a incluir un gran número de ideas sugerentes y contar con un protagonista que ha sobrepasado  su carreara literaria, el resultado no es el más brillante que podría haberse alcanzado. La adición, atropellada, de anarquistas, mad doctors europeos y distopías  queda demasiado grande para un guion en el que el Kafka de Jeremy Irons parece demasiado  timorato como para ir por ahí  arriesgando su trabajo investigando un asesinato o paseando una maleta  con explosivos en el laboratorio de un castillo que sirve de ministerio y de laboratorio para experimentos médicos. Personajes como  los interpretados por Theresa Russell, el grabador de tumbas Bizzlebek  que  Jaroen Krabbe representa brevemente o el chupatintas chivato y pelota de Joel Grey (¡que levante la mano quien  haya tenido  un compañero de trabajo así!) parecen mucho más vivos y reales que este  Kafka que, quizá en un intento demasiado forzado por ser una biografía ficticia, despide la película con los primeros síntomas de la tuberculosis que se lo llevaría pocos años después. Y  en la que algunos elementos  serían, un poco más adelante,, como la trama sobre la naturaleza  del alma o la percepción entre el color y el gris, aprovechados en películas de corte fantástico como Dark city o Historia de lo oculto. 




Kafka, la verdad oculta, no serviría tanto como biografía fantástico sino como una historia de realismo extraño, una producción que podríamos considerar como cine fantástico, aunque a Steven Sodergbergh no le gustaría esa comparación, y una de esas películas de los noventa no demasiado conocidas, pero que merece la pena rescatar. 



2 comentarios:

José Miguel García dijo...

Como tú, creo que la película es más interesante por lo que promete que por lo que ofrece, y que funciona mejor como fantasía realista que como biografía fantasiosa del escritor. Yo la he visto varias veces, y siempre con resultado diferente: de entusiasmarme en su estreno a resultarme cargante en la revisión, y la última vez a quedarme más o menos en el término medio. Sigo pensando que su atmósfera melancólico en blanco y negro está muy bien, y que si Jeremy Irons tiene poco que ver con Kafka, desde luego su aire ensimismado se presta muy bien al personaje y a las imágenes imborrables de Praga. Lo que menos me sigue gustando es la sobrecarga de referencias cinéfilas: de estos guiños que algunos directores introducen, entre otras cosas, para alimentar el ego de los espectadores que los reconocen, me curé hace tiempo...

Renaissance dijo...

La he visto dos veces, pero con mucha diferencia de años entre ambas. La primera, en un pase de televisión con doce años, aproximadamente, (del que precisamente recuerdo ese subidón de "¡ja! ¡Estoy pillando todas esas referencias cultas!", lo que tampoco dice mucho a favor de ese recurso) y entre tomar como protagonista a un autor que estaba empezando a leer, y el uso de recursos casi fantásticos en lo que se podía considerar "cine serio" me había sorprendido mucho. Esta vuelta me ha dejado en un término medio, en el que la idea es interesante, la ejecución no tanto, pero que aporta muchas cosas a tener en cuenta. Bueno, y que si meter en medio nombres como Murnau o Orlac no va a aportar nada, es mejor no intentarlo.

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