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jueves, 24 de septiembre de 2020

Historias del bucle de Simon Stalenhag (2015). Cualquier tiempo inventado fue mejor


 

Hace casi una década que la nostalgia de los ochenta se instaló en la cultura popular. Que una generación echara en falta sus años mozos no era tan extraño, y de vez en cuando asomaban revivals de los sesenta y los setenta. Pero los años de las nuevas formas de entretenimiento, de televisión y cine de presupuesto tal y como los conocemos ahora se han acabado convirtiendo en una parte de la ficción con un peso muchísimo mayor del que tuvieron los anteriores. Tanto, que casi se han convertido, en el mejor de los casos, en una forma más de narración, y en el peor, si ya no es posible otra manera de vivir que el tirar de un pasado a veces idealizado.



El ilustrador Simon Stalenhag probablemente también echa de menos los ochenta. En concreto, la época en la que el acelerador de partículas conocido popularmente como el Bucle y  situado en Malaroarna, una zona rural de Suecia funcionaba a pleno rendimiento. Cerrado definitivamente en 1994, los niños de su generación crecieron acostumbrados a la presencia de enormes maquinarias instaladas al lado de las viviendas unifamilares, los vehículos de la compañía desplazándose por la carretera y a los barcos movidos por un sistema de imanes que (cada vez con menos frecuencia) se desplazaban por el entorno.  Y también a los problemas derivados de una maquinaria capaz de alterar las normas de la física. A algún repentino corte de suministro eléctrico o cambio en la presión atmosférica se le sumaban las alteraciones en el espacio tiempo y que varios niños afirmaran la presencia de dinosaurios en el profundo del bosque, cyborgs abandonados en un almacén e incluso portales a la otra punta del globo. Aunque, como todas las historias infantiles, es difícil saber donde terminaba la realidad y empezaba lo inventado.




El libro, concebido primero como ilustraciones de carácter retrofuturista y posteriormente publicado mediante kickstarter, es una colección de estampas a las que se le da un trasfondo, en este caso, algo tan improbable como un acelerador de partículas en la Suecia de los ochenta, acompañadas por un texto muy breve en forma de microrrelato, en el que se describen aspectos de la vida cotidiana del narrador durante esos años. Los paseos en el bosque, las excursiones con amigos y los conflictos familiares se ven acompañados por la presencia de enormes maquinarias, la mayoría semienterradas en paisajes helados o envueltos en niebla, de vehículos propios de la ciencia ficción, plenamente funcionales, información técnica e histórica sobre estos, e incluso de elementos fuera de lugar como animales prehistóricos o la sugerencia de portales a distintos puntos del tiempo y el espacio.
Las ilustraciones han sido realizadas digitalmente de una forma muy curiosa: intentando imitar una pintura tradicional que a la vez imitara una fotografía, de modo que se ha detallado incluso los trazos de un pincel y unos tonos que serían propios de una ilustración manual. Los paisajes, cercanos a la idea de lo que el lector podría tener de un área rural en Suecia, aparecen en colores muy apagados y suaves, a menudo envueltos en niebla y las siluetas de las construcciones y maquinarias, 
desdibujadas, o marcadas por tonos de luz muy cálido, imitando al de la luz artificial de los focos. 




Escenarios de esferas huecas cerca de cabañas, de niños caminando entre estanques irreales e incluso encontrando maquinarias y objetos todavía más inesperados en un entorno irreal de por sí.
La parte gráfica acaba teniendo el mayor peso en un libro donde los textos solo son un apoyo y más que microrrelatos, acaban convirtiéndose en aspectos muy puntuales de la vida de los personajes. Aunque técnicamente, no llegue a haberlos, sino que el protagonista sea el Bucle y el paisaje, y tanto el narrador como sus amigos solo sirvan para aportar algo de cercanía, a veces un poco forzada a las ilustraciones. El conjunto ha sido comparado a menudo como un cruce entre Picnic junto al camino y Cuenta conmigo, pero al trabajo de Stalenhag hay que reconocerle, además del apartado visual, es que su idea de memorias ficticias funcionan  también de una manera inesperada: es fácil encontrar una similitud entre sus paisajes y los existentes en cualquier área que haya convivido con una empresa estatal de grandes infraestructuras (salvando las distancias, me hizo pensar en los “Saltos” del sur de Lugo y los pueblos construidos por Iberdrola), y como el desarrollo de esta se vincula al auge y cierre de un escenario, en este caso, imaginario, pero que por algún motivo, se hace extrañamente familiar.

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