Durante los sesenta, y unas décadas más, la población convivió con su propia versión del temor de los galos a que el cielo cayera sobre sus cabezas. El pánico a la guerra nuclear, cuya consecuencia inevitable sería la inexistencia de ningún vencedor, supondría el fin de una especie, la primera extinción masiva causada de forma voluntaria, y fue reflejada a menudo en la ficción en forma de hipótesis o relatos morales. A l menos, en gran parte de las producciones occidentales. España, en cambio, permanecía en cierta inopia, o al menos, ese temor se percibía como algo más lejano en comparación a la percepción que podían tener sus vecinos, debido a l filtrado informativo vivido durante la época. Sin embargo, los misiles atómicos estaban ahí, algo real, que podía suceder en cualquier momento, y en cualquier lugar, como advertía una producción española en la que se narraban nada menos que las horas previas a la caída de un misil nuclear en algún punto de la geografía.
Una ciudad es evacuada apresuradamente cuando un cohete atómico, errado en su trayectoria, caerá sobre ella en unas pocas horas. Pero sus calles no han quedado completamente vacías, sino que algunas personas han permanecido allí por distintos motivos: algunos, que desconocían las noticias, se sorprenden de ser el único habitante. Otros a provechan la situación para robar lo que pueden y marcharse antes de que esta sea destruida. Y algunos han tomado la decisión de permanecer ahí en busca de un final voluntario a una vida en la que no tienen otra salida. A lo largo de esas horas, estos se irán encontrando, y quizá, demasiado tarde, hallando entre ellos un motivo por el que sobrevivir más allá de esa noche.
Una de las cosas más sorprendentes de esta película de ciencia ficción especulativa no es solo su temática, sino encontrar que su director no es otro que Mariano Ozores. El mismo de Pajares y Esteso, de alguna de Paco Martinez Soria, el de ¡No hija, no! Y de Hacienda somos casi todos…pero sobre todo, conocido como director y guionista de un cine de consumo rápido muy pensado para dar al público lo que pedía (fueran desnudos o chistes con sal gruesa) y principal excusa para impulsar en lo ochenta la Ley Miró sobre cine. Pero pese a esta filmografía de batalla, un profesional cuya figura sería mucho más reconocida posteriormente y que con esta película intentaba acerarse a un cine menos complaciente, más serio, pero que le supondría un fracaso económico lo suficientemente estrepitoso como para redirigir su carrera hacia la seguridad. Una lástima porque la película es una muestra de lo que podía alcanzar la ciencia ficción patria y en la que sin más elementos que un escenario y el trabajo de los actores el guion consigue tanto reflejar ese posible apocalipsis nuclear como evitar otro problema habitual en la industria cinematográfica: la censura.
Hacía solo dos años que la crisis de los misiles había sido uno de los momentos más tensos de la historia contemporánea. Un par de años tras el estreno de La hora incógnita, la bomba de palomares se taparía con el esperpéntico baño de Fraga en una playa distinta a la del accidente. España venía recuperándose poco a poco de una durísima posguerra de la que apenas habían pasado 20 años, más una tímida apertura al exterior. La crisis nuclear de Ozores es una versión más modesta, en la que ese fin del mundo sería limitado a la destrucción de una ciudad por un cohete “que debía darla vuelta al mundo y ha fallado su órbita” como aclara uno de los personajes. Suficiente para que este error ponga en marcha este pequeño apocalipsis previa evacuación cuyas imágenes, en blanco y negro, de trenes funcionando a carbón, militares y paisanos abarrotando los andenes, se parece todavía, y mucho, a ese mismo país veinte años atrás. Algunos personajes, como la prostituta, hablando de su profesión con una sutileza imposible a día de hoy. Otros responden a situaciones y arquetipos de su tiempo, como la pareja de amantes casados que ven el suicidio como única salida (Ozores no haría su versión paródica del divorcio hasta los ochenta, para ponerse en situación) o las viejas cotillas, casi salidas de un comic bruguera, cuyo motivo para quedarse es poder husmear en las vida de sus vecinos con la certeza de a que habrá un ultimo tre en el que podrán irse ,y que quizá parecen más fuera de lugar en un reparto donde la otra figura cómica es el ladrón, interpretado por Antonio Ozores, y que formará dúo posteriormente con el borracho, su hermano José Luis. Son estos, al tener más peso, especialmente al principio de la película, los que hacen que esta adquiera un enfoque cómico, en ocasiones desconcertante, en comparación con el resto de protagonistas. Si bien la interpretación de Antonio Ozores, más orientado a la comedia, gana a día de hoy puntos positivos después de ver como años después muchas producciones adoptarían ese enfoque humorístico en el mismo tema (haber comprado papel higiénico como posesos previo a un encierro de tres meses también ayuda a ver un poco el lado gracioso de todo).
Estos son una parte de un elenco coral, siendo los otros personajes tan variados como un fugitivo, un marido harto de su vida, un policía o el posible romance otoñal entre un huraño empresario y una de sus empleadas, y que aunque este se mantiene equilibrado, es por el exceso de estos por lo que varios quedan un poco desplazados o de relleno: de nuevo, tanto las vecinas cotillas como el marido calzonazos son los que sufren tanto su poca atención en el guion como el paso del tiempo. Esta además, presenta hacia la segunda parte un tono muy conservador, desde la aparición de la iglesia y el párroco, un Fernando Rey muy envarado, , donde el guion parece querer cubrirse las espaldas con un discurso muy pacato sobre la fe, el sacrificio y los juicios morales. Este de nuevo, se salva mediante una reflexión sobre la superioridad que, aunque sigue notándose la moralina, se las arregla para poder adecuarse al tono crepuscular del guion.
La producción, sin efectos especiales, se mantiene por sus actores, una buena fotografía en blanco y negro, y unos escenarios, gracias a los exteriores y de Alcalá y Guadalajara, vacíos y rodados de noche, casi fantasmagóricos: las calles del casco antiguo, los coches volcados, la tecnología analógica hace que este hoy ofrezca más aspecto de posguerra del siglo XX, y la sensación de presenciar como sería si ese fin de todo hubiera llegado décadas antes de que muchos hubiéramos nacido.
La hora incierta es toda una rareza. Una película maldita, al menos para un Ozores que redirigió su carrera a partir de entonces. Una muestra de ficción especulativa, tan pesimista como podría serlo producciones posteriores y una muestra de como la España del desarrollismo, del humor chusco, las suecas y del todo va bien se asomó, por un momento, a ese miedo a que un destello en el cielo fuera lo último que pasara ante nosotros.
Un asesinato, un falso culpable, y alguien lo suficientemente motivado como para continuar una investigación archivada son los elementos esenciales para cualquier policiaco. El tono que adquiera este podrá variar muchísimo, aunque es probable que se estamos en los cincuenta y adelante, y la película cuente con una persona acusada de uno de esos crímenes que podemos considerar imperdonables, es probable que la película muestre la partes más oscura del ser humano e incluso de la sociedad. Un escenario controvertido, al tratarse de ese reflejo oscuro de la sociedad, y que resultaba chocante encontrarlo en el cine español de los cincuenta, en el que no era posible mostrar según que cosas. Pero que gracias a las colaboraciones con otros países, podía ofrecer coproducciones como la que Ladislao Vadja dirigiría precisamente, en una coproducción entre España, Suiza y Alemania.
Cuando un buhonero encuentra el cadáver de una niña en el bosque cercano a una pequeña aldea suiza, siendo acusado de sus asesinato, el caso se cierra sin más observaciones tras el suicidio de este en la cárcel, tras haber cedido a la presión policial de unos agentes que buscaban un culpable a toda costa. El inspector Matthäi, a punto de abandonar su puesto para trasladarse, decide renunciar a este cuando una pista encontrada de forma inesperada le hace saber que el caso no está cerrado, y un asesino, que podrá volver a matar, anda suelto. Este comienza una investigación por su cuenta, a partir de un posible perfil psicológico de ese asesino de niños, y la ruta que parecen compartir los lugares en los que, hace poco tiempo, sucedieron asesinatos similares. Establecido en un lugar de paso, una gasolinera que utiliza como p unto de vigilancia para su investigación, no duda en utilizar también a una niña, hija de sus asistenta, como cebo para descubrir al culpable.
Esta es una de las películas más conocidas de Vadja, director húngaro afincado en España y cuya filmografía cuenta con producciones tan alejadas de esta temática como Marcelino Pan y Vino. El cebo, titulada en Europa como Sucedió a plena luz del día, es un thriller psicológico donde se traslada e el policiaco de entornos urbanos y escenas nocturnas uno tan distinto como una aldea, en la que la idea de un asesinato premeditado parecería imposible, y por tanto, sacudirá mucho más a la comunidad. Una comunidad en la que es precisamente la tranquilidad imperante la que hace que un niño pueda moverse libremente, y a su vez, convertirse con más facilidad en una víctima.
Este escenario, en apariencia idílico, casi de postal para el espectador, donde el paisaje de montañas, casas bajas y bosques en los que un niño todavía podría jugar, se convierten n un paraje inquietante, marcado por el blanco y negro (en mi caso, acentuado por la apariencia granulosa de una copia no restaurada). Un escenario donde se intuye que algo no marcha bien. Desde la prisa de la policía a la hora de encontrar un culpable, llevando a un inocente al suicidio, a esa primera redada de sospechosos a la que acuden a sus centros de trabajo y hogares sugiriendo que esa normalidad no es más que una fachada. E incluso el principal secundario (la asistenta interpretada por María Rosa Salvado como rastro patrio), una madre soltera y su hija, condenadas al ostracismo por el resto del pueblo debido a su condición.
Una moral ambigua que también está presente en el personaje del inspector Matthäi: el policía interpretado por Heinz Rühmann, quien no duda en recurrir a un cebo tan cuestionable como una niña, de características similares a las otras víctimas, para exponerlo hasta el momento en el que es consciente de las consecuencias de esa decisión. Este, además de asumir el papel de cazador en una investigación centrada únicamente en lo racional el trabajo policial y muchas horas de vigilancia, se convierte en la otra cara de ese asesino al que el público llega a conocer antes que el investigador principal: su actuación en la investigación termina, tras el final del caso, empleando la misma marioneta que el asesino utiliza para atraer sus víctimas, pero para desviar la atención de la niña del horror que ha tenido lugar a pocos metros.
El personaje de este asesino, una figura gigantesca confundida por sus víctimas con un gigante o un mago, al que se le da un trasfondo psicológico (en este caso, una forma de canalizar el maltrato psicológico sufrido en su matrimonio, volviéndose un asesino misógino) y que Gert Fröbe interpreta como una suerte de ogro, haciendo que la trama pueda interpretarse como un cuento de hadas siniestro. El gigante que mata a las niñas que encuentran en el bosque, así como la primera interpretación, en forma de dibujo y testimonio de su víctima, en la que el encuentro es reinterpretado como una fantasía, mediante símbolos infantiles.
La investigación, así como los antecedentes de esta, se lleva a cabo de una forma muy sutil, lejos del thriller gráfico al que el público se acostumbraría después y comunicando lo sucedido sin mostrar nada, algo que entonces era inevitable: el asesinato de un niño es algo lo bastante traumático como para no dar más detalles, y la charla que el protagonista mantienen con los niños para explicar lo sucedido obtener alguna pista, suficiente c para poder transmitir ese shock que tanto loa comunidad como los padres han sufrido.
El cebo, pese a su aparente sencillez como policiaco, es una película oscura, casi una historia de terror sobre monstruos que acechan en el bisque, sobre la inocencia perdida y la consciencia de que le mundo ya no es un lugar seguro. Y sobre todo, sobre la ambigüedad entre la posibilidad de detener un mal mayor y lo que se está dispuesto a arriesgar para salvaguardar el orden.
- Porque representan aquello que odio: lo inexplicable.
La razón y a fantasía se han presentado como conceptos opuestos y trasfondos de un conflicto en muchas obras. Desde una perspectiva más amable, como la importancia de la imaginación en un mundo gris y la necesidad de seguir soñando para cambiar este, o por el contrario, esa misma importancia del pensamiento crítico frente a a una interpretación mágica del entorno que puede suponer la imposibilidad de avanzar. La ciencia a menudo confundida con magia, desmentiría creencias populares, teorías con aparente rigor científico pero también sería reflejada como una forma de pensamiento en la que el racionalismo se convierte en una actitud igual de ciega, a veces implacable, esta oposición entre lo material y lo mágico, así como la vinculación de este al arte, la inspiración y la libertad, sirve de trasfondo para una producción en la que Ingmar Bergman refleja como lo racional y lo fantástico, lo cómico y lo dramático, transcurren de forma paralela.
A mediados del siglo XIX, un carruaje avanza por un bosque en algún lugar de Suecia. El viaje de sus integrantes, una troupe de ilusionistas formado o run maestro de ceremonias, una bruja vendedora de remedios, junto a un silencioso personaje, acreditado como Doctor Vogler, mesmerista, y su joven ayudante, es detenida en medio de la noche por la muerte de un actor ambulante, abandonado a sus suerte en el bosque. Su llegada a la casa del cónsul Egerman no responde solo a ofrecer una representación privada, sino que los prodigios llevados a cabo sean desmentidos por uno de los invitados, el doctor Vergerus, quien cree firmemente en lo racional y está dispuesto a desmontar cualquier pretensión de veracidad que estos mantengan. Durante las horas en los que se alojen en la mansión del cónsul, antes de ofrecer su espectáculo, la verdadera naturaleza de los comediantes, así como la de su sus anfitriones, irá siendo revelada.
Un año después de El séptimo sello, Bergman recurre a de nuevo a un escenario en el pasado que sirve para reflejar todas las facetas de sus personajes. Si la silueta de la Muerte jugando una partida de ajedrez contra el caballero se ha convertido en una de las escenas más representativas de ese cine que se mueve entre el fantástico y el realismo más sesudo, la secuencia del carruaje moviéndose en un bosque de claroscuros expresionistas merece compartir ese mismo lugar.
Ya en esa primera escena se establece una de las tramas que se desarrollarán: el uso de las máscaras bien artísticas o bien sociales, para esconder una realidad muy distinta. En ese carruaje, los personajes principales, el mesmerista titular y su ayudante, con pelo y barba negra a todas luces falsas, así como su acompañante, claramente una mujer vestida con una levita masculina. Frente a ellos, su representante, pragmático y picaresco, seguramente el más transparente de todo el grupo (este se adaptará a cualquier situación, optando por abandonar la compañía cuando encuentre una posición más confortable) y una anciana cuya actitud oscila entre el engaño descarado, vendiendo todo tipo de remedios, pero también creyente en las supersticiones y medios de protección tradicionales que no duda en utilizar ante un mal augurio. Si bien estos últimos son los que se caracterizarán como personajes más propios de la picaresca, serán Vogler y su ayudante y esposa quienes, al igual que los anfitriones, mantendrán su mascarada durante mucho más tiempo, aunque desvelar esta suponga, en el desenlace un clímax mucho más dramático. Vogler, sin su apariencia enigmática, abandona la mansión casi mendigando unas monedas por la representación ofrecida, dando la razón a un antagonista a quien previamente había conseguido humillar haciéndole creer en lo sobrenatural, mediante la que, gracias a las circunstancias previas, sería la mejor interpretación de su carrera.
Equipo de guionistas de La isla de las tentaciones, circa 1847
Este espacio de tiempo en el que los personajes consiguen mantener las apariencias, junto a sus aspecto, el que les permite moverse e con más facilidad en entornos privilegiados (en un momento mencionan el haber ofrecido representaciones ante nobles, o haber obtenido el suficiente dinero como para retirarse), transcurre de forma paralela a su estancia en la mansión principal y la revelación ante el público de los personajes que sus anfitriones también interpretan: el matrimonio roto del cónsul, la esposa repudiada por este, la naturaleza cruel y no exenta de lascivia que muestra Vergerus en su afán por defender la ciencia, así como lo que verdaderamente esconde la facha da de dignidad y moral del jefe de policía. Una revelación de cada uno que desarrolla temas como las relaciones personales, la creencia en lo espiritual el arte e incluso la lealtad y fidelidad.
La trama así como el drama de cada personaje, se desarrolla cambiando de registro y género cinematográfico con facilidad. La introducción, de tintes expresionistas, da paso a la comedia picaresca finalizada por la aparición de un falso espectro, con el consecuente final de velada, para dar paso a un tono dramático, de reproches y conflictos. Tras una situación propia del terror sobrenatural, el lado más patético de los personajes da lugar a un desenlace tan inesperado como la suerte de esos comediantes interpretado por Max von Sidow e Íngrid Thulín, quienes regresan al camino con una perspectiva más esperanzadora que la inicial. Pero que, pese a su tono de comedia amale, acompañada incluso de una banda sonora de melodía alegre, da más la impresión de ser solo otro alto en el camino de sus personajes.
Porque El rostro, en resumen, no es más que un pequeño reflejo en la vida de sus personajes. Y al igual que en la vida, el miedo, la tristeza y la risa no tienen por qué ir separados.
En cualquier producción reciente, lo mínimo que es espera es que los efectos especiales sean realistas. Que los ejércitos parezcan de verdad, que podamos contar las escamas de los dragones, y que en las explosiones se distingan hasta el cascote más pequeño. Una exigencia de hiperrrealismo no sabemos si relacionada con que lo que nos cobran por la entrada esté justificado, o con que sorprender al público es cada vez más difícil. Y que en el cine de bajo presupuesto tiene su contrapartida en los efectos digitales creados con poco más que el Movie Maker del móvil. El uso de lo digital (en este último caso, en mi opinión carente del más mínimo de esfuerzo, como buena consumidora en su día de muchas cintas de videoclub), ha hecho que el valor de muchas películas recientes sea la presencia de efectos ”artesanales”, donde de algún modo, lo mecánico sea algo tan tangible como los actores con los que comparten plano. Lo artesanal, la importancia no de lo realista sino de la capacidad de reflejar la realidad de forma creativa, es algo que muchas veces se convierte en algo más importante que esa sensación de realidad aumentada que el cine parece buscar a menudo. Una creatividad que muchos animadores, especialmente los que pudimos conocer del otro lado del Telón de acero, han tenido en cuenta. Si Jan Svankmajer es el primer nombre que viene a la cabeza, en este caso Karel Zeman también utilizo la animación para recrear las aventuras de un personaje para el que la veracidad siempre fue algo muy sobrevalorado: el militar, estratega y hombre de mundo, el Barón Munchausen.
Cuando el hombre llegó a la Luna, descubrió que no era el primero: allí lo esperaban el profesor Barbican, Cyrano de Bergerac y el Barón munchausen, quienes ya habían soñado con llegar al satélite mucho antes que la ciencia diseñara el primer cohete. Sorprendido por la presencia de un personaje embutido en un traje espacial, el barón, confundiéndolo con un selenita, decide llevar a Tonik, el sorprendido astronauta, de vuelta a la tierra e instruirlo sobre todo lo que necesita saber del planeta. Su regreso no será el hogar de Tonik, sino el mundo conocido por el barón, en el que una visita al sultán de Turquia se saldará con el rescate y huida con Bianca, una joven cautiva en el harén del gobernante, donde un viaje en barco terminará en un naufragio, una visita a las profundidades del mar, así como del interior de una ballena capaz de alojar varias embarcaciones en su tripa, y su llegada a un castillo asediado por el enemigo. Mientras, Tonik y el Barón intentan conquistar a Bianca, quien para sorpresa de este último, muestra más preferencia por el visitante de la Luna que por el héroe conocido en todo el globo terráqueo.
La película adapta de forma muy libre las aventuras del personaje de Raspe, conocido por su capacidad fabuladora y hazañas como sobrevolar las líneas enemigas a lomos de una bala de cañón, un capítulo que no faltará en esta versión de Zeman. Al igual que Alicia, o Peter Pan, este se convierte en la personificación de una idea: en este caos, la fabulación, la capacidad de inventar, la fantasía frente a la razón y la lógica. Una idea que está presente en toda la trama, desde la llegada de su protagonista a la Luna, donde se establece que si bien el hombre han podido poner un pie sobre ella, esta ya había sido conquistada por los soñadores, representados por los personajes de Verne o el propio Barón, o como se muestra en el desenlace, los enamorados.
Esta mantiene en todo momento ese tono de ensoñación, muy inocente, donde la supuesta rivalidad por el afecto de Bianca es poco menos que una anécdota (o más bien, una competencia únicamente en la cabeza del barón, atónito ante la posibilidad de ver rechazados sus encantos). Y que se olvida pronto en favor de la última aventura de este: tras haber recorrido océanos, incluso surcar los cielos atrapado en las patas de un ave Roc, retoma sus hazañas militares en el castillo que servirá de escenario a la última parte de la película.
Este constituye uno de los últimos escenarios en una trama concebida de forma episódica, donde se suceden la llegada a la luna, el palacio, la huida en una embarcación y el momento donde el protagonista, por un solo tornillo (como muestra el gag), no consigue inventar la navegación a vapor. Una serie de situaciones ilustradas mediante stop motion y gravados, extraídos en su mayoría de las ilustraciones de Doré e invirtiendo la coloración con una técnica similar a la empleada en el cine mudo donde precisamente, la intención no es mostrar algo fiel, sino el carácter artístico de unas secuencias que sirven de marco a una narración muy cercan al cuento de hadas, donde la realidad tienen tan poco cabida como en las historias que narra el barón a lo largo de la cinta. Porque esta, en gran parte, se centra en lo visual, con más presencia de los monólogos que los diálogos, sobre todo los pronunciados por Milos Kopecký como Barón. Y donde, a través de los escenarios, es inevitable no reconocer la técnica, e incluso algún dibujo, que los Monty Python utilizarían posteriormente.
Seguramente, las aventuras de este barón fantástico sean también más conocidas por la reinterpretación del personaje que dirigiría Terry Gillian. Pero, donde este reflejaba una oposición más cruda entre la fantasía y una realidad casi despiadada, la película de Zeman muestra un enfoque más centrado en esa capacidad de ensoñación, en la poesía de las imágenes, y en ese futuro casi brillante que su desenlace sugiere.
No se piensa a menudo en ello, pero la tierra firme supone poco más de una cuarta aparte de la superficie de nuestro planeta. El mar se convierte, por oposición, en un camino hacia lo desconocido, un entorno hostil en el que no es posible vivir pero también en el origen de la vida conocida y de aquella que todavía desconocemos. Esto se convirtió también en una fuente de historias. Las civilizaciones sumergidas, las profundidades exploradas por el Nautilus o las criaturas marinas descritas por Lovecraft son solo una parte de lo que se encuentra en la vertiente más fantástica del océano, a lo que los escritores han seguido recurriendo un siglo después…aunque quizá por vivir ya en un época donde lo más aterrador que se puede encontrar en el mar es algo tan relacionado con lo humano como esa gigantesca isla de basura que flota en el Pacífico, estos retroceden a otra donde el océano era todavía esa terra incógnita, una ruta lo suficientemente inexplorada como para esconder algo. Es este escenario el que Albert Sanchez Piñol emplea para su novela, que en 2017 sería adaptada al cine.
A una isla, perdida en algún lugar del océano, y sin más asentamiento humano que un faro y un puesto meteorológico, llega en un barco el que será el reemplazo del técnico que ha llevado a cabo durante el último año, la tarea de registrar la frecuencia de los vientos. Sin encontrar rastro de este, el único habitante que los recibe es el encargado del faro, claramente desequilibrado p por la soledad y que presta poca atención al recién llegado. El comportamiento de este tendrá su explicación cuando la primera noche, la cabaña del recién llegado sea atacada por unas criaturas anfibias que cada noche acuden intentando alcanzar a los humanos de la superficie. Con la cabaña y sus pertenencias destrozadas tras el último ataque, el nuevo habitante de la isla debe refugiarse en el faro convertido en una fortaleza improvisada, junto a su encargado y un tercer habitante: una hembra de la misma especie que esos series, y que este mantiene como mascota. A partir de entonces, cada noche, deberán mantener una lucha constante contra unos seres que quizá, atraídos por la presencia de uno de sus semejantes, acuden repetidamente en su búsqueda.
La piel fría adapta el texto de Sanchez Piñol del mismo título, narrando una historia en un entorno tan reducido como el número de personajes que la protagonizan: tres, o dos y s solo se cuentan a los humanos, aislados en un escenario en el que a la lejanía de la civilización, se le añade la anomalía de esos seres que cada noche, acuden hacia la luz del faro. Esta se centra principalmente en recrear esa extraña rutina que constituye la mera existencia diaria de los personajes con las guardias nocturnas que pueden terminar o no en una escaramuza contra sus protagonistas, junto a la situación que supone la presencia de uno de ellos, semi domesticado, en el faro: Aneris, a quien no se le da nombre hasta la llegada del protagonista, quien muestra una relación más humana que la existente con Gruner, el farero, quien alterna en tratarla como un animal y un objeto para su disfrute.
En este caso, se hace evidente el paralelismo del contacto entre la civilización y otras culturas, la incapacidad de comprender lo que es distinto o de poder ver en ellos la capacidad de raciocinio y consciencia. Una situación potenciada por el carácter de este farero, a quien Ray Stevenson dota de más carácter e interés en comparación al resto. Caracterizado entre la locura, la misantropía y la brutalidad, con el también se plantea una trama acerca de la identidad, quien es cada uno ante s de tomar una decisión tan drástica como abandonarlo todo y retirarse al fin del mundo, la evolución personal que supone la adaptación a este medio y a que conduce este, desarrollado mediante la relación entre el protagoinsta y ese farero que no es quien asegura ser en realidad, sino que, al igual que se mostrará en el desenlace, ha adquirido una identidad y un papel distinto al inicial.
El planteamiento y el escenario hace posible mostrar no solo esa parte fantástica mediante seres todavía ocultos en un mundo que, conforme a la época en la que se ambienta, no solo no había sido descubierto cada rincón del planeta sino que estaba demasiado ocupada con la Gran Guerra, referencia que también se mantendrá de forma indirecta mediante esas batallas que se suceden cada noche (así como el sentido de esta, cuando, tras una última masacre, se descubre demasiado tarde, un objeto fabricado por los seres, y con el , la capacidad de raciocinio que estos tienen). E incluso, el potencial absurdo de un escenario al que hacen referencia la poco de llega el protagonista: ¿Quién necesitaría una faro alejado de toda ruta, sino es para justificar algún gasto o desviar fondos?
Una serie de elementos que se desarrolla en una película de ritmo pausado, en la que se refleja, pese a la aparición de lo extraño, esa monotonía de un escenario tan limitado y en el que el paso del tiempo resulta interminable. Pero que pese a todo, la producción no consigue transmitir correctamente.
Excelente a nivel visual, igual que en la mayoría de efectos especiales, (salvo algún CGI por ahí un poco desafortunado) y en el que Aura Garrido es capaz de interpretar a un personaje no humano sin más ayuda que su expresión corporal bajo kilos de latex y maquillaje. Una fotografía que muestra en tono azules y grises ese paisaje que se vuelve polar en su s últimos momentos, y ese faro convertido en una especie de fortaleza, hecha de retazos y parcheada con objetos que le dan el aspecto del templo de un ermitaño. Una producción a nivel formal que cumple gran parte de lo que pretendía, per a la que parece faltarle algo. El entorno no consigue transmitir toda la sensación de claustrofobia que implicaría una isla, sino al contrario, esta parece ser un escenario en la que los personajes se mueven a gusto, y el guion parece preferir centrarse en las peleas nocturnas contra las criaturas que, en lugar de convertirse en una cotidianeidad extraña, se vuelve derivativa, algo que se mantiene aquí porque es una película fantástica y tiene que aparecer monstruos. Habría que esperar unos años para que, aún con sus defectos, Eggers reflejaría en El faro todo el potencial que ofrecía esta situación.
Con un reparto internacional, una buena ejecución y un nivel formal impecable, la piel fría se queda en una película que más que claustrofobia y reflexión, trasmite la sensación d de que falta algo. Esta, más allá de su buena ejecución audiovisual, parece no atreverse a ir hacia ningún sitio complicado, evitando una profundidad que podría haber alcanzado con solo reducir la rutina de las peleas nocturnas.