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jueves, 19 de junio de 2025

El incinerador de cadáveres (1969). Aseguramos su descanso eterno

 


A menudo  deformar la realidad es una mejor forma de reflejar esta misma. Lejos del retrato fiel y objetivo que una corriente realista proporcionaría, el absurdo, el humor negro, acercarse un poco al fantástico  aporta una visión distinta. No necesariamente mejor, pero quizá si más aguda en la que es posible  mostrar  con mayor profundidad todos los matices de esta. Y también, poder enfrentar  temas mucho más crudos o controvertidos. Esto  ha supuesto  que las tendencias en cine o literatura alternaran entre ambas visiones: el realismo y neorrealismo de los cincuenta  dio  paso a una nueva ola cinematográfica que abrazaba una narrativa distinta. Incluso al otro lado del telón de acero, el realismo soviético daba paso también a una nueva ola de cineastas. Planos más agresivos,  montajes más moderno o que volvía  a lo descubierto en el expresionismo, y cierta visión kafkiana de lo narrado hacían que el cine se moviera en ese terreno entre lo real y lo extraño. La película de  Juraj Herz se mueve, de esta manera, entre  los salones de la Europa de Entreguerras,  reuniones familiares bien, burdeles…y los hornos de un crematorio.


Hace  19 años que  Karel  Kofrkingl y Lankme  se conocieron delante de  la jaula del leopardo. Hoy han formado una familia con sus hijos, su gato, y en la que  Karel desempeña un puesto en el crematorio local.  Lector asiduo  del libro tibetano de los muertos, considera su trabajo una labor sagrada en la que los setenta y cinco minutos que se tarda en incinerar  un cadáver supone la diferencia entre  los sufrimientos de este mundo y la liberación de la próxima vida. Una filosofía que comparte con todos sus conocidos y amigos durante las veladas familiares.  En una de estas reuniones un antiguo camarada  del ejército le habla  sobre el  inminente control de  Checoslovaquia por parte de Alemania  es cuando  su extraña filosofía de vida  comenzará a retorcerse de modo que se adaptará perfectamente a las necesidades del nuevo régimen. Aunque para ello tenga que liberar del sufrimiento terrenal a unas cuantas almas.


Hace  19 años que  Karel  Kofrkingl y Lankme  se conocieron delante de  la jaula del leopardo. Hoy han formado una familia con sus hijos, su gato, y en la que  Karel desempeña un puesto en el crematorio local.  Lector asiduo  del libro tibetano de los muertos, considera su trabajo una labor sagrada en la que los setenta y cinco minutos que se tarda en incinerar  un cadáver supone la diferencia entre  los sufrimientos de este mundo y la liberación de la próxima vida. Una filosofía que comparte con todos sus conocidos y amigos durante las veladas familiares.  En una de estas reuniones un antiguo camarada  del ejército le habla  sobre el  inminente control de  Checoslovaquia por parte de Alemania  es cuando  su extraña filosofía de vida  comenzará a retorcerse de modo que se adaptará perfectamente a las necesidades del nuevo régimen. Aunque para ello tenga que liberar del sufrimiento terrenal a unas cuantas almas.


Adaptando una novela  de Ladislav Fuks, la película narra entre el terror y la comedia negra, el desarrollo de un personaje, ese incinerado r de cadáveres, concebido desde el primero momento como una figura inquietante.  La primera aparición de este, en el que su voz, monótona y pausada habla de su vida familiar idílica, y sus aspiraciones profesionales para el futuro, se alterna con un montaje de las fieras del zoológico, tan brusco e incoherente con el contexto del monólogo como los créditos que anuncian en fotomontaje, el comienzo de la historia. La estampa familiar de los cuatro miembros de su familia, deformados a través de una lente, presagian también esa visión distorsionada del orden social y a partir del cual se presenta a su protagonista. Karel (lo tratamos por su nombre de pila. Escribir checo es muy difícil), abstemio, no fumador, creyente en la filosofía oriental y devoto padre de familia. Pero también  asiduo visitante de burdeles, capaz de moverse sin complejos a través de la hipocresía social que él mismo practica, y también de retorcer sus creencias para adaptarse al nuevo orden imperante. Un personaje que habla con la misma zalamería de su labor como encargado del crematorio que delatando a sus empleados, o dando ese último paso en el que la ambición se mezcla con la locura y es capaz de sacrificar a su propia familia  en favor del cargo que, en un delirio casi mesiánico, cree estar llamado a desempeñar. 

El personaje interpretado por  Rudolf  Hrusínskky, de gestos untuosos,  que no duda en invadir el espacio personal de sus interlocutores, resulta siniestro en todos y cada una de sus apariciones. Un personaje que parece estar esperando el momento adecuado para explotar y al que solo su fachada de padre de familia, y el comienzo de una guerra, lo separan del destino que  Peter Lorre Mostraría en su retrato del  vampiro de Dusseldorf. Este, con su aspecto inquietantemente inofensivo, su pelo engominado (en ese corte que en mi pueblo llamábamos lametón de vaca) que atusa de forma casi inconsciente con el mismo peine que segundos antes, ha utilizado para adecentar un cadáver, es la figura principal a través de al que se prseese4ntan el resto de personajes,  desde esa familia que pronto desaparecerá de la escena a una serie de secundarios casi caricaturescos y propios del continente entre las dos guerras_: trabajadores demasiado ancianos para seguir en activos,  con problemas de hígado”, adictos a la morfina, empleados   incomodos ante la visión de un cadáver y mujeres vistas como  presa u objetos, al margen del estamento  familiar de su protagonista. Incluso el matrimonio,  enfrentado en una permanente discusión que parece interrumpir cada secuencia, pero que marca el tono de la película: lejos de un reflejo realista de como una ideología puede modificar el pensamiento de una persona, este se plantea como una comedia negra, con tintes surrealistas y que a partir de su segunda mitad se acerca al terror convirtiendo a su protagonista  en un asesino sin remordimiento, pero a través del cual la realidad se va mostrando distorsionada. La misteriosa figura femenina que aparece observándolo en los alrededores del tanatorio o la visión de su propio  doppelganger anunciándolo como próximo Lama, justificando su delirio. Este, finalmente apoyado  por un miembro del nuevo gobierno, hace que este último segmento sirva para  la transformación de su protagonista, primero asesino, ahora verdugo útil.


El blanco y negro de la película, donde recrea esos últimos años de la década de los treinta, alterna entre recordar al expresionismo (algo  bien traído teniendo en cuenta la época de la historia) y una filmación donde el uso de planos muy forzados, de lentes de ojo de pez y tomas distorsionadas lo alejan de cualquier representación realista y aprovechan esa forma de rodar, mucho más arriesgada y novedosa, que las tendencias anteriores.




El incinerador de cadáveres, desde sus primeros minutos, anuncia la extrañeza de cada una de las reflexiones de su protagonista, ese funerario devoto de su oficio que comenzará a verse a sí mismo  como a un agente liberador, pero también cada escenario, donde la familia y lo considerado correcto conviven de forma  paralela con su versión más sórdida.

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