Julia, la novela encargada a Sandra Newman, se presenta en la portada como “un retelling feminista de 1984”. Lo ambicioso de esta afirmación da paso a la misma historia que Orwell hace setenta y cinco años había contado a través de los ojos de ese donnadie que en un acto de rebeldía, decidía contradecir los principios del Ingsoc y del Gran Hermano.
La visión de julia es muy distinta, y a través de Newman se da a conocer la vida de esta antes de su relación con Winston Smith. Su vida como mecánica en el departamento de Ficción, sus compañeras de la residencia femenina, sus conocimientos del mercado negro y lo que sucede una vez que su rebelión contra el partido llega demasiado lejos. Pero también, a través de su vida, se muestra cómo funciona esa Inglaterra ahora parte de Oceanía, permanentemente sumida en una economía de guerra, la vida de esa clase obrera reflejada apenas y sobre todo, la de las mujeres como Julia, que junto a su deber de lealtad al gran Hermano, recae sobre ellas la obligación de aportar nuevos miembros al partido, así como los abusos que el nuevo orden social, más que erradicar, los ha consolidado.
El libro fue encargado por los herederos de Orwell a Newman, escritora con varias novelas de ficción especulativa caracterizadas por la importancia de ese punto de vista femenino, y a quien le correspondían dar profundidad a un personaje tan astuto, intuitivo y pragmático como era Julia. Su carrera previa era un punto de partida razonable para afrontar una tarea tan difícil como esta. Y en este momento, es posible definirla ya como innecesaria.
Uno de los propósitos de la novela parece ser el de dar un trasfondo más amplio a esa Oceania imaginaria, más allá de su estado de permanente guerra fría y esos trabajadores descritos como una masa anónima. Tarea a la que se entrega en exceso intentando intentando llenar todos y cada uno de los huecos no abordados por Orwell: desde la situación de los residentes de otras razas, aquí mencionados mediante una secundaria cuyo único objetivo parece ser servir para explicar esta cuestión, como las actividades de las ligas juveniles, así como los aspectos de la vida cotidiana de los personajes femeninos. Una labor excesivamente completita que parece querer dotar de profundidad y coherencia al escenario cayendo en el defecto de perderse en un worldbuilding en el que acaban empantanados muchos escritores de ficción. Y que 1984 no necesita: la descripción de Londres en sus orígenes era tan vaga, pero a la vez tan familiar con el mundo real e incongruente como todas las dictaduras de posguerra que se han conocido durante el siglo XX.
Completísmo que se refleja también en la trama. Cada uno de los incidentes que vivía Winston originalmente tienen aquí su explicación a través de Julia: detalles tan nimios como la muñeca vendada que esta luce o esa nota furtiva donde él pudo leer “te quiero” escrito con letra tosca son explicadas de forma detallada y retorcida a extremos bizantinos.
Algo que no pasa con su protagonista, precisamente. La mujer astuta superviviente y casi hedonista que chocaba a menudo con el hosco e intensito Smith se dedica aquí a preocuparse en todo momento por cuestiones de la vida cotidiana con una insistencia casi machacona, a mencionar varias veces la clandestinidad de la homosexualidad (la autora sigue empeñada en tocar todas y cada una de las cuestiones sociales posibles, sea necesario o no) y a subrayar cosas tan anticlimáticas como destacar lo atractivo que es Winston Smith (si Orwell, tras esmerarse en describir a semejante cuerpo escombro, levantara la cabeza..) o recordar detalles sobre sus anteriores parejas. Una perspectiva que más de la de una superviviente dentro de los engranajes burocráticos del partido, parece estar escrita por Moderna de Pueblo. Y es que en varios capítulos, si hubieran decidido titular el libro “los capullos no son leales al Partido”, hubiera sido más honesto.
Todo ello son defectos inevitables cuando se intenta algo tan difícil como continuar una obra ajena y muy marcada por la visión social y política de su autor. Los setenta y cinco años son una diferencia abismal que Newman no sabe superar, y esa Julia malhablada, rebosante de información innecesaria y destinada a encontrarse con todos los enigmas argumentales de 1984, poco tiene que ver con su homónima en la distopia que va camino de cumplir el siglo. Como tampoco ese estilo pretendidamente descarnado en el que a menudo la escritora se regodea, describiendo lo precario de desagües, viviendas, y de las torturas que sufrirá su protagonista de forma paralela a Winston. Unos capítulos que desprovistos del contenido e intención de la narración original, se quedan en una exposición del sufrimiento casi pornográfica, muy similares al bucle en el que acabó cayendo la adaptación televisiva de El cuento de la criada. Y que en un intento de aportar algo propio, Newman intenta salvar con un desenlace aparentemente esperanzador que, por ese aire artificioso, hace preferir el final aséptico y cruel con el que Orwell mostraba que era preferible esa realidad, a modo de advertencia, y no una fantasía edulcorada.
Julia podría resumirse en “el spin off de 1984 que nadie ha pedido”. Un libro correctamente narrado, pero carente de contexto e incapaz de adaptarse a las circunstancias en las que el original fue escritor, y que intenta “arreglar” este con un hipotético final abierto. Newman, además de repasar a Orwell, debería haber tenido en cuenta a los Sex Pistols: no future for you. Y los lectores a los que nos pudo la curiosidad, haber hecho caso al meme: “si ya saben como son estas secuelas, pa qué las empiezo”.