El retrato del mundo infantil puede ser el reflejo de la pura nostalgia, de la inocencia y de una época donde todo era más sencillo, o de algo mucho más oscuro. Algunas de las mejores narrativas de terror muestran ese aspecto más siniestro, de indefensión, incredulidad por parte de los adultos, aislamiento, y sorprendentemente, de la capacidad de adaptación a un entorno hostil de los más jóvenes. A menudo, retratado también como el paso de una infancia que es preferible dejar atrás a una madurez bien merecida. Si Stephen King, tanto en su novela como en las dos adaptaciones audiovisuales de It es el ejemplo más conocido con su club de los perdedores, no solo capaces de superar el peor escenario en el que podían haber vivido sino de acabar con un mal primigenio, sería su hijo, Joe Hill, quien en uno de sus relatos cortos lleva a cabo esta aproximación del terror a la infancia, sin bien una mucho más real e inquietante, que también será adaptada al cine.
Finney Shaw es la última víctima del secuestrador que mantiene en vilo a una ciudad de Colorado, durante los años 70. Cuatro niños desaparecidos sin dejar rastro, ahora Finney se encuentra en el mismo lugar que ellos: un sótano, un jergón y un siniestro personaje enmascarado que asegura no querer hacerle daño aunque parece más preocupado de esperar a que este intente escapar o desobedecerle que por mantenerlo con vida. En el sótano, un viejo teléfono desconectado de la línea comienza a sonar, y unas voces, que reconoce como las de los niños desaparecido, le cuentan lo que ellos descubrieron para que él pueda ser quien sobreviva. Mientras, la policía continua su investigación sin éxito, salvo pro la ayuda de la hermana de Finney, quien en sus sueños percibe distintas pistas acerca del paradero de su hermano.
La película de Scott Derrickson, director de Sinister (una buena película de terror moderna a la que no le faltó su secuela sin sentido) y producida por Blumhouse, la productora que durante la década pasada demostró que podían hacer tanto películas de terror destacables, buenas o regulares, pero que funcionaran bien, adapta este relato de Hill como un thriller sobrenatural: lo espectral estará presente desde el principio, así como la videncia, elementos que lo alejan del realismo estricto, pero el aspecto más importante de la trama es esa amenaza real encarnada en el secuestrador de niños, del que no conoceos ni pasado ni motivaciones, pero sí su caracterización de aparente normalidad, dotándolo de un entorno que acentúa esa sensación de que al igual que en la realidad, el asesino siempre saluda en el rellano de la escalera. Y que la violencia puede estar muy cerca, aunque parezca, en su discreción, indetectable.
Es precisamente esta violencia cotidiana uno de los temas principales de la película . en la vida de los protagonistas es una parte más, tanto en su hogar, conviviendo con un padre alcohólico que recurre a castigos físicos (del que es un acierto dotarlo de una mayor complejidad y presentarlo como alguien igual de sumido en esa espiral, no un maltratador de libro), como en ese entorno escolar en el que las agresiones físicas entre alumnos están a la orden del día. Finney es una víctima del bullying, siendo el arquetipo de chico tímido y silencioso. Las escenas en las que aparece esa violencia, tanto el maltrato doméstico como las peleas escolares, resultan brutales en su realismo. Un escenario lleno de agresividad que no impide que las muestras de afecto y amistad sean igual de genuinas y conmovedoras. El amigo del protagonista, que emplea esa misma violencia como herramienta de defensa y protección, el chico que felicita al protagonista tras un partido o la relación con su hermana, un personaje mucho más activo y quizá adaptado al medio que su hermano mayor, aunque es a ambos actores, Mason Thomas y Madeline McGraw a quienes hay que reconocer que su interpretación está a la altura.
Ambientada en los setenta, ese final del sueño americano, donde ya es imposible sentir nostalgia de ese pasado idealizado, a nivel visual la película busca reflejar la estética de esa época con tonos apagados, una fotografía fría y un metraje mate que busca recordar el grano setentero (si una película tiene ese aspecto de grano, sabemos que muy alegare no va a ser). Junto a una trama que busca llevar de forma paralela es a violencia real con el aspecto sobrenatural de la historia. En este, los fantasmas son algo real, convirtiéndose en n un relato de venganza sobrenatural en el que las anteriores víctimas comparten ese conocimiento con el protagonista. La caracterización de los espectros se corresponde con la idea tradicional de alma en pena: estos se comportan más como un eco de su naturaleza cuando estaban vivos, habiendo olvidado su identidad y conservando solo retazos y memorias que únicamente pueden comunicar durante un periodo muy breve. El comportamiento de estos completa la estructura de rompecabezas en la parte final del guion, en el que cada diálogo y secuencia previa sirve para la salvación del protagonista. Una decisión que aunque forzada (todo tiene que estar pensado para combinarse) refuerza esa sensación de relato de justicia sobrenatural.
Sin embargo, la acumulación de elementos sobrenaturales acaba suponiendo un lastre: el papel de los fantasmas como guía del protagonista tienen su sentido en la trama. Los poderes psíquicos de su hermana parecen un añadido para recordar que todo tiene que tener un significado fantástico, y aunque parece pensada para acentuar la hostilidad y aislamiento que sufren los protagonistas, así como la ineptitud e la policía, esta podría haberse resuelto sin la ayuda paranormal de último momento.
Es curioso que una de las películas que tuvieron un estreno en condiciones después de un par de años entre encierros y mascarillas trate, precisamente, de un encierro, un asesino enmascarado y la capacidad de los más pequeños a adaptarse a situaciones anómalas. Una producción que adapta la historia original convirtiéndola en una trama inquietante, llena de tensión y a la que de forma inesperada, le ha salido una secuela este año convirtiendo a su antagonista en una entidad sobrenatural. Solo hay dos cosas infinitas en el cine: las ganas de hacer caja y la capacidad de los guionistas de estirar el chicle como sea.
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