Han pasado casi dos meses desde que escribí sobre más de un libro seguido. Por suerte, no es que mi velocidad de lectura se haya reducido, sino que los más recientes han sido algo más voluminosos de los que contaba. Salvo estos dos, claro. Porque parece que, salvo excepciones (de las que, por ejemplo, Mark Z. Danielewski es todo un especialista) lo extraño en la literatura funciona mucho mejor en un número de páginas escaso.
Roland Topor. El quimérico inquilino. Resumiendo: un tipo alquila un piso en París, no sin dificultades. El apartamento es feo, los vecinos y el administrador poco menos que le hacen mobbing y la fianza que tiene que pagar por él es astronómica. Lo que se parece sospechosamente a cualquier búsqueda de piso en una capital en el 2017 se va volviendo más extraño cuando Trelkovsky descubre que la anterior inquilina no ha fallecido tras intentar suicidarse, sino que aún se encuentra hospitalizada. Y que el temor a volverse una molestia para sus vecinos se convierte en una forma de vida enfermiza, no cocinando, empleando en lavabo o no bajando la basura ante el temor de que alguno de ellos pueda presentar una queja por ruido. Pero sobre todo, que la persona que habitó el apartamento va convirtiéndose en una constante en su vida, o más bien, sus hábitos y personalidad, que este intuye a través de los efectos personales que permanecen en el inmueble.
La novela se caracteriza por un humor muy negro, a ratos absurdo, y a ratos un tanto escatológico, y sobre todo, por un estilo un tanto surrealista en el que lo estrafalario, en su vertiente más oscura, va teniendo cada vez mayor presencia. Todo, sin que técnicamente, llegue a pasar nada: la historia se limita a seguir un poco el día a día de su protagonista en su nuevo apartamento, presentando cómo este va adquiriendo distintos hábitos y rasgos que enrarecen la atmósfera del libro, sin que, en cierto modo, llegue a quedar claro la veracidad de la narración o si esta es fruto de la paranoia. En todo caso, el humor negro acaba convirtiéndose en la única salida posible en el desenlace, y en cierto modo, en la manera de procesar los hechos que conducen a este.
Bruno Schulz. La calle de los cocodrilos. En las pocas entrevistas que da Thomas Ligotti, Schulz es un autor que menciona a menudo. No le había hecho mucho caso a este hecho, porque en todo caso, sus influencias resultan un poco difíciles de seguir. Gracias a La mano del extranjero descubrí que existía una traducción de sus relatos (además de una película) y que no era tan inaccesible como temía. Y fue una frase concreta la que me animó para empezar, al menos, uno de sus libros de relatos: “era un tiempo vomitado…un tiempo de segunda mano”. La vida de Schulz podría haber sido objeto de una adaptación cinematográfica. Escritor y pintor polaco, fue asesinado durante la segunda guerra mundial por un agente de la Gestapo, por algo tan mezquino como una rivalidad con el oficial que lo protegía. Se le conocería posteriormente como el Kafka polaco, aunque perfectamente podría ser el Schulz checo, y unos años después, tener al Schulz de Detroit.
La calle de los cocodrilos es una recopilación de relatos, inconexos en cuanto a situación y tiempo en un principio, pero ligados por un elemento común: la familia del narrador en distintos momentos. Pueden ser el comienzo del otoño, la enfermedad del padre o las aficiones de este, un personaje sereno pero estrafalario, permanentemente enfrentado a la asistenta de la familia como si se trataran de fuerzas opuestas y a través del cual, en muchos casos, lo extraño aparece de forma imprevista. En el entorno descrito por Schulz los personajes conviven con la colonia de pájaros exóticos mantenida por su padre, con la secta filosófica desarrollada por este o visitar un sanatorio donde sus internos han muerto y su presencia se debe únicamente a que el tiempo se ha detenido. Pero también un barrio comercial donde una tienda se transforma en un establecimiento menos respetable, sus empleados en algo distinto, y todo ello con la misma manera extraña del autor: una narración fluida, muy lírica (algunos párrafos parecen poemas en prosa) donde lo ajeno y lo imposible hace su aparición de una forma tan sencilla como la de haber sido encadenado a una narración más tradicional.
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