El aislamiento de cualquier grupo de individuos nunca es la mejor idea. Como especie, no estamos hechos para la soledad, ni cuando esta recae sobre un grupo muy reducido de personas. Las consecuencias de esto, tanto mentales como físicas, han sido reflejadas en la ficción como muchos otros temores reales: la leyenda de Sawney Bean adaptada en Las colinas tienen ojos, los lugareños de Deliverance, cualquier descripción de Dunwich o sus aledaños o ese opositor que un día se encerró para estudiar sin distracciones y no hemos vuelto a saber de él (en realidad, a este último, nadie lo echa en falta). Pero esta separación del resto no tiene por qué ser la consecuencia de entornos remotos y desfavorecidos, sino también (y quizá, mucho más retorcido), por la negativa a mezclarse con quien no sea lo suficientemente p uro. Un estigma que puede recordar tanto a los Usher como a cierto linaje real conocido por su prognatismo. Esta idea de degradación no se ha quedado solo en la literatura de terror sino que también sirvió como punto de partida para una película que, en la misma época en la que el ciclo de Poe de Roger Corman daba sus últimos coletazos y los muertos vivientes de Romero deambulaban en busca de carne fresca, desarrollaba una idea tan macabra como llena de humor negro.
El síndrome de Merrye es una rara enfermedad genética que afecta exclusivamente a los miembros de la familia que han tenido la mala suerte de darle nombre: una afección que provoca, llegada la primera edad adulta, una degradación mental, tendencias violentas, y una progresiva degeneración física. Los últimos miembros de la familia, Elizabeth, Virginia y Ralph, comienza a mostrar los primeros síntomas. Estos, al cuidado de Bruno,el chofer que ha servido a la familia durante generaciones, se mantienes aislados de la sociedad salvo por la desaparición de algún incauto a manos de Virginia. La aparición de unos primos lejanos, preocupados por su bienestar y por la cuantiosa fortuna a nombre de los últimos Merrye, acuden a visitarlos antes de decidir sobre su internamiento. Aunque los hermanos Peter y Emily desconocen que sus tres primos no son los únicos Merrye que todavía se encuentran en la mansión. Pero sí los que todavía tienen un aspecto humano.
Rodada en unos pocos días, y estrenada con un retraso de cuatro años a causa de la quiebra de la productora, al película pasaría de ser una cinta para ser proyectada en autocines a un clásico de culto dotado de un humor negro y una atmósfera que logra resultar malsana sin mostrar a penas nada. La crudeza gráfica y el grano setentero todavía quedaban lejos y Jack Hill, responsable de El terror, Demencia 13 y posteriormente, de unos cuantos guiones exploitation, ofrecía una historia sobre degeneración familiar, canibalismo, incesto, codicia y horror en forma de comedia negra donde el humor siniestro iría dando paso a una creciente sensación de malestar. Con toda la sordidez que podía transmitir el blanco y negro, sin más ayuda de un caserón ,y sobre todo, del trabajo de unos actores cuyos papeles oscilaban entre la caracterización grotesca y la de villanos con ambiciones ridículamente evidentes. Y entre los que destacaba el canto del cisne de una de las estrellas más recordadas del terror clásico, junto a los comienzos de un interprete con una carrera muy extensa tanto en serie B como en cine de culto.
En el papel de Virginia y Elizabeth, tanto Jill Banner como Beberly Washburn encarnan personajes de mentalidad infantil y perversidad mezcladas: en esta última, la que da titula a la película, tanto con su obsesión con las arañas como el juego, similar a una danza, en el que simula interpretar a una de ellas. Personajes que chocan con sus antagonistas, los Merrye “normales” o el abogado Schlock, que reflejan una perversidad más pragmática y mundana, haciendo que el final de estos se mantenga dentro de la comedia y la falsa, no en el terror realista.





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