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jueves, 18 de diciembre de 2025

Spider Baby (1967). Hasta en las mejores familias

 


El aislamiento de cualquier grupo de individuos nunca es la mejor idea. Como especie, no estamos hechos para la soledad, ni  cuando esta recae sobre un grupo muy reducido de personas. Las consecuencias de esto, tanto mentales como físicas, han sido reflejadas en la ficción  como  muchos otros temores reales: la leyenda de Sawney Bean  adaptada en Las colinas tienen ojos, los lugareños de Deliverance, cualquier descripción de Dunwich o sus aledaños o ese opositor que un día se encerró para estudiar sin distracciones y no hemos vuelto a saber de él (en realidad, a este último, nadie lo echa en falta). Pero  esta separación del resto no tiene por qué ser la consecuencia  de entornos remotos y desfavorecidos, sino también (y quizá, mucho más retorcido),  por la negativa a mezclarse con quien  no sea lo suficientemente p uro. Un estigma que  puede recordar tanto a los Usher como a cierto linaje real  conocido  por su prognatismo.  Esta idea de degradación no se ha quedado solo en la literatura de terror sino que también sirvió como punto de partida para una película que, en la misma época en la que el  ciclo de Poe de Roger Corman  daba sus últimos coletazos y  los muertos vivientes de Romero  deambulaban en busca de carne fresca, desarrollaba una idea tan macabra como llena de humor negro.

El síndrome de Merrye es una rara enfermedad genética que afecta exclusivamente a los miembros de la familia que han tenido  la mala suerte de darle nombre: una afección que provoca, llegada la primera edad adulta, una degradación  mental, tendencias violentas, y una  progresiva degeneración física. Los últimos miembros de la familia,  Elizabeth, Virginia y Ralph, comienza a mostrar los primeros síntomas. Estos, al cuidado de Bruno,el chofer que ha servido a la familia durante generaciones, se mantienes aislados de la sociedad salvo por la desaparición de algún incauto a manos de Virginia. La aparición de unos primos lejanos, preocupados por su bienestar y por la cuantiosa fortuna a nombre de los últimos  Merrye, acuden a visitarlos antes de decidir  sobre su internamiento. Aunque  los hermanos Peter y Emily desconocen que  sus tres primos no son los únicos Merrye que  todavía  se encuentran en la mansión. Pero sí los que todavía tienen un aspecto humano.




Rodada en unos pocos días,  y estrenada con un retraso de cuatro años a causa de la quiebra de la productora, al película pasaría de ser una  cinta para ser proyectada en autocines a un clásico de culto dotado  de un humor negro y una atmósfera que logra resultar  malsana sin  mostrar a penas nada. La crudeza gráfica y el grano setentero todavía quedaban lejos y Jack Hill, responsable de El terror, Demencia 13 y posteriormente, de unos cuantos guiones exploitation,  ofrecía una historia sobre degeneración familiar, canibalismo, incesto, codicia y  horror en forma de comedia negra donde el humor siniestro iría  dando paso a una creciente sensación de malestar. Con toda la sordidez  que podía transmitir el blanco y negro, sin más ayuda de un caserón ,y sobre todo, del trabajo de unos actores cuyos papeles oscilaban entre la caracterización grotesca y la de  villanos con ambiciones ridículamente evidentes. Y entre los que destacaba el canto del cisne de una  de las estrellas más recordadas del terror clásico, junto a los comienzos de un interprete con una carrera muy extensa tanto en serie B como en cine de culto.

Prefiero mil veces a una familia victima del aislamiento y la endogamia que a un abogado


Lon chaney encarna a Bruno el chofer, casi tan patético como los últimos Merrye  al que dota de una peculiar calidez y desesperación por los tres jóvenes a su cargo. Este, ya en sus últimos años, consigue  reflejar esa sensación de estar acabado y pese a ello, resultar creíble como uno de los pocos personajes  con mayor simpatía de la película. Y Sid Haigh, con poco menos de treinta años,  interpreta a ese miembro del clan familiar  en el que la degeneración  ha empezado a hacerse visible y profundamente incómoda par sus familiares lejanos. Si  pensábamos que el Capitán Spaulding daba mal rollo, es porque no habíamos conocido a Ralph Merrye.


En el papel de Virginia y Elizabeth, tanto  Jill Banner como Beberly Washburn encarnan personajes de mentalidad  infantil y perversidad mezcladas: en esta última, la que da titula a  la película, tanto  con su obsesión con las arañas como el juego, similar a una danza, en el que simula interpretar a una de ellas.  Personajes que chocan con sus antagonistas, los Merrye “normales” o el abogado Schlock,  que reflejan  una  perversidad más  pragmática y  mundana, haciendo que el final de estos se mantenga dentro de la comedia y la falsa,  no  en el terror realista.

Además de las interpretaciones, al falta de medios hace que cada elemento consiga funcionar. No hay  escenas gráficas en pantalla, ni el público podrá ver a los demás Merryes pero con un escenario tan simple como una casa desvencijada, unas cuantas piezas de ropa apolillada e incluso  un par de camisones (en una secuencia más perturbadora que sugerente), consiguen  caracterizar ese linaje que vive en el pasado, reproduciéndose entre sí  y del que  el guion muestra sus últimas consecuencias. Es la escena de la cena familiar, con  los protagonistas ataviados  con trajes de hace década y sirviendo unos platos donde los insectos campan  a sus anchas entre hierbajos (y que funciona  muy bien en blanco y negro)  el momento a partir del cual  el humor negro va reduciéndose para dar  paso a una segunda parte más  extraña. No terrorífica, pero si incómoda y que recuerda mucho al humor de Edward Gorey. Incluso los créditos, animado y con un texto leído por Chaney, refuerza el tono de comedia negra, muy poco inocente,  pero que invita a no tomarse en serio  esta historia sobre degeneración y codicia.


Spider Baby se convertiría  con el tiempo, y merecidamente, en una película de culto. Donde coincide el humor incómodo, la falta de prejuicios a la hora de tratar una historia macabra, y en cierto modo, la presencia de dos representantes de un tipo de cine muy distinto entre sí: Chaney, como el reflejo de un cine menos gráfico, de una época quizá más inocente, y la inquietante presencia de Haigh como anuncio de lo que estaba por venir.



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