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jueves, 11 de abril de 2019

Cube (1997). El horror de Rubik



Recuerdo los noventa como una época bastante aburrida y sin buenas películas de terror…Después me acuerdo también que en esos años se estrenaron El ejército de las tinieblas, En la boca del miedo o El proyecto de la bruja de Blair y se me pasa. La idea se debía más bien a vivir en una ciudad pequeña, donde la distribución cinematográfica se limitaba a las comedias románticas y a los thrillers de mayor éxito, y donde el resto de estrenos tenían que esperar a su aparición en unos videoclubs cuyo catálogo también se estaba reduciendo a varias copias repetidas de los blockbusters recién pasados a vhs. Algunas de las que después serían mis películas favoritas las acabé viendo en el sofá de casa, y cuando una de ellas era un estreno que ni siquiera venía de Estados Unidos, la espera, desde que se anunció su salida hasta que pude encontrar una copia en vhs, fue desesperantemente larga.


Se trataba de Cube, una modesta producción canadiense cuyo argumento estaba muy alejado de las sagas slasher que se habían repetido hasta la saciedad, pero también de los argumentos sobrenaturales clásicos: un grupo de desconocidos se despiertan en una cámara, sin ninguna memoria de cómo han aparecido allí, ni por qué. La estancia, una gigantesca sala metálica dotada con seis escotillas, no parece tener más pistas que un código numérico que podría servir para distinguir las habitaciones seguras de aquellas donde se activa una trampa mortal en cuanto es ocupada. El avance de los protagonistas hacia una salida se ve dificultada por la movilidad de cada una de las estancias, que se desplazan periódicamente como si de un macabro cubo de Rubik se tratara, y de las horas que transcurren en un entorno donde la falta de comida, la deshidratación y los peores instintos de cada uno salen a la luz.
El guión, en todo momento, obvia cualquier explicación acerca del entorno y el motivo del encierro para centrarse en el interior del escenario. Los protagonistas, determinados por una serie de características, tales como un policía, una médico, un arquitecto, una matemática, un especialista en fugas y un autista, parecen haber sido elegidos por las habilidades que estos pueden aportar de cara a la superviviencia en el grupo, aunque en algún momento estas acaben volviéndose en su contra y lleven a un enfrentamiento. Lo importante, en este caso, no es descubrir por qué los protagonistas están ahí, quien los ha elegido o quien ha ordenado la construcción, sino el salir de un lugar en el que todos los factores están en contra. Aunque en un momento dado, se hable de la construcción completa, o de una pequeña parte: uno de los personajes, arquitecto, fue contratado para su diseño, aunque, ocupado por un trabajo bien remunerado, nunca llegó a plantearse quien, ni por qué, lo había encargado, y con eso se confirma que no habrá una explicación satisfactoria. La imposibilidad de poder saber por qué sucede todo, o lo que sucederá después, aporta una mayor impresión de vacío y desasosiego. Los protagonistas están ahí por el mismo motivo por el que Gregor Samsa se despertó convertido en un insecto, por el que los vagabundos esperaban a Godot o por el que Drogo vigilaba día tras día, en una fortaleza, el desierto de los tártaros.





Con una trama un tanto abstracta, centrada en el suspense y los conflictos entre personajes, sorprende que las trampas diseñadas opten por lo más sangriento. Sin entrar dentro del gore gratuito, los protagonistas deben evitar duchas de ácido, cuchillas o terminar convertidos en cubitos (lo de los poliedros regulares, en esta película, alcanza cotas de muy mala idea) por cuerdas invisibles. En un escenario, que, en realidad, siempre es el mismo: no hay, a nivel de realización, sino un único decorado completo, representando una estancia, que parece variar mediante los cambios de plano con los que los protagonistas llegan desde otra habitación, y por el cambio de iluminación, creando una serie de cuartos de distintos colores. Entre ellos, rojo, amarillo, azul o una iluminación más neutra. Este juego de luces hace que, en un golpe de humor negro, el misterioso edificio de partes móviles no sea otra cosa que un gigantesco cubo de Rubik.


En un guión basado en lo enigmático, en el diseño de un escenario, y del conflicto entre personajes, era inevitable que acabara cayendo en el giro final correspondiente: no tiene mucho sentido juntar a un grupo con una serie de habilidades determinadas, más uno incapaz de comunicarse si no es porque, sorpresa, este resulta ser el genio matemático que todos necesitaban. Revelación que llega, por desgracia para los protagonistas, demasiado tarde, y que al espectador le puede producir la impresión de tratarse de un truco bastante simple para finalizar un guión que, si bien funciona en su mayoría, el poder llegar a un desenlace satisfactorio resultaba complicado.

Los meses que transcurrieron desde la primera noticia de Cube (como para echar de menos la época anterior a internet) hasta que pude encontrar en un estante, entre una docena de copias de La amenaza fantasma, mereció la pena. En cambio, el poco tiempo que necesité para poder ver las dos secuelas que se estrenarían años después, donde intentaban a ratos, diseñar una nueva idea acerca del misterioso cubo, y a ratos, intentar dotar de una explicación a la historia a través de una secuela, no lo fue tanto.




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