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jueves, 6 de marzo de 2025

Contra el imperio de la droga (1971). La policía no es tonta

 


Los setenta se consideran en l fin del sueño americano. La imagen  idílica  de abundancia y seguridad ficticia, daba paso a una realidad más sucia, donde los veteranos de Vietnam deambulaban abandonados por el estado, la droga era una realidad en unas calles  i llenas de inseguridad, reflejo de un sueño que nunca había existido, y  la supuesta bonanza económica seguía el mismo camino. El cine reflejaría esta situación así como el cambio de mentalidad que supuso. Pero  esto también vendría acompañado   por un lenguaje audiovisual nuevo,  con el uso de planos  más expresivos y a menudo tomando prestados tomas propias de la televisión. En este entorno, un director todavía no consagrado, cuyos primeros  trabajos venían precisamente de la pequeña pantalla, dirigía un thriller policiaco  donde la línea entre la ley y la delincuencia estaba  claramente  marcada pero no  lo métodos empleados por ambos.


En las calles de Nueva York, los detectives de la brigada de narcóticos  Jimmy Doyle y  Buddy Russo, Popeye y Cloudy para sus compañeros, descubren durante un trabajo rutinario  las pruebas de uan operación de tráfico de  heroína que  comienza a planearse entre la red de narcotraficantes de al ciudad y Alain Charnier,  quien dirige desde Marsella una de las mayores organizaciones de tráfico de drogas. Los informadores que  Popeye y Cloudy  mantienen en las calles confirman la realidad de  un plan que tendrá lugar en  unas pocas semanas, suficientes para organizar  los efectivos necesarios para detener el intercambio. Durante los siguientes días, ambos  mantendrán un esa estrecha vigilancia sobre  los sospechosos, aunque esta supondrá arriesgar sus vidas e incluso enfrentarse a con los miembros de su departamento,  a quienes los métodos del detective Doyle han supuesto la pérdida de varios compañeros.



Contra el imperio de la droga es el título en castellano de The French Connection, que adapta el texto de Robin Moore del mismo nombre. Siguiendo también la investigación real de dos agentes sobre una operación de tráfico de  heroína en Nueva York  (como  Fariña de Nacho Carretero. Pero sin Morris y sin ser denunciados por un narco de poca monta).  Una narración de no ficción dela que la película toma también una realización casi de documental, con secuencias rodadas cámara  en mano, siguiendo a sus protagonistas  como si esta fuera un personaje más y mostrando de forma muy realista los escenarios en los que se mueven. Sin exagerar el tono sucio, este muestra, con luz natural, a veces tan luminoso que  resalta  todavía más ese escenario, los edificios desvencijados y transportes públicos que funcionan por inercia, donde las zonas más lujosas quedan separados de ese entorno mísero  apenas por una pared o una ventana desde  la que la vista de un restaurante ostentoso  es la de un exterior de humo, frío y suciedad. Una técnica donde la realidad se refleja en todo momento, pese a los arreglos narrativos  que suponen una banda sonora o las secuencias de acción propias del cine policiaco.


Esta realidad es la que acompaña a los protagonistas, para los que la violencia es un recurso más en su trabajo diario: detener y patear a un traficante, hacer una redada con violencia en un bar donde se trafica…son simplemente cuestiones de su  oficio, mostradas también de una forma imparcial. La violencia en las calles solo se combate con violencia. Algo que sus protagonistas han asumido. Estos, caracterizados únicamente a través de su trabajo y su condición de detectives,  carecen en la historia de  ningún trasfondo personal. Su vida  se reduce a su trabajo, al que se entregan en todo momento, incluso durante el ocio. Pero que les da la personalidad necesaria para poder comprenderlo, incluso cierta profundidad (como el saber qué tipo de chicas le gustan a  Doyle o su tendencia a actuar por intuición). Un trabajo llevado a cabo por  Gene  Hackman en el papel principal, como ese policía encallecido, sin un atisbo de vida personal pero dotado de la astucia y recursos necesarios para llevar a cabo su trabajo, así como leal a sus compañero. El papel de Roy Scheider es mucho más discreto, su personaje parece más  sereno al lado de la expresividad y violencia del interpretado por Hackman, pero ambos se complementan como  esa pareja de policías en las que no hay ninguno bueno, sino como mucho, uno de los dos será el menos malo.


Al tratarse de una película donde la importancia recae sobre los hechos que narra y no tanto sobre los personajes, estos apenan comparten tiempo  en pantalla con sus antagonistas. El personaje de Alain Charnier, interpretado por Fernando rey,  aparece n escena tras uno primeros minutos de una secuencia en Marsella, propia de un polar francés, y cuyo entorno y modales supondrá  la otra cara de la moneda de un policía brusco en las calles de una ciudad al otro lado del Atlántico. Charnier es caracterizado como un personaje calmado, cómo en ese escenario mediterráneo lleno de luz y evocador de esa “vieja  Europa” tan distinta al lugar donde se desarrolla la trama. Este  responde más a la idea de caballero ladrón que a la de narcotraficante violento que sería habitual en los años posteriores. La secuencia de persecución en el metro, donde este da el esquinazo  tranquilamente  a su perseguidor para saludarlo   irónicamente antes de irse, su velada en un restaurante de lujo mientras Doyle se congela en el exterior  durante su turno de vigilancia, supone el retrato más profundo  de dos personajes opuestos, de los que el espectador no sabe nada más allá de su vida profesional. Pero cuyo entorno y gestos son suficientes  para comprender que ambos vienen de mundos muy distintos.


Ni la fuente realista ni su rodaje, directo y sin artificios, impiden que  la cinta cuente consecuencias de acción memorables. Esta se convertiría en una influencia para producciones posteriores, y se nota en la ejecución de estas: desde la sencillez de una persecución a la carrera de sus protagonistas, sin más añadido que lo que aguanten los  pulmones de estos, hasta  la  aparición de un francotirador, su huida a través de un tren elevado y la persecución por carretera en un vehículo donde vertiginoso de un trayecto en un coche cada vez más  destrozado por los choques se le suma el secuestro, e  inminente choque  de una línea de tren llena de pasajeros. Situaciones aparatosas, cargadas de tensión y violencia, pero sorprendentemente minimalistas en un medio donde las explosiones y las lluvias de tiros se convertirían en la norma. Una espectacularidad que aquí  es sustituida por la posible realidad de estas escenas donde no se esconden las consecuencias: la mujer asesinada por el francotirador que busca a Doyle, las víctimas de este en el vagón de tren, suponen  consecuencias tan poco espectaculares  como reales inquietantes por su posibilidad de ser una noticia más en la prensa.

El desenlace, donde de una forma brusca, se niega al espectador un cierre cinematográfico, sustituye  el final de al persecución que se ha ido desarrollando por uno casi documental, donde se limita a informar del paradero posterior de sus protagonistas, tan simple como una ficha policial y en el que con esa misma frialdad, se da cierre a esa conexión francesa reconociendo que en realidad, los malos no siempre pierden.

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