¡He vuelto! Bueno, en realidad no me fui a ningún sitio,
pero los que sí habían desaparecido eran mis últimos libros. Por haber ido algo
más despacio, por dedicar algo más de tiempo a los comics, o por haber visto
más películas que hace algunos meses. Al menos, me ha servido para elegir
algunas que, o bien formaron parte de esos autores de los que acabamos sabiendo
más por los libros de texto (y de los que en mi caso, después huí como de la
peste), o aquellos que han influido tanto en la cultura popular que son casi
referencia obligada. Una referencia que de nuevo, llevaba mucho tiempo
perdiéndome.
Agatha Christie. Diez negritos. Los libros de la señora
Christie publicados en España por la editorial Molino han sido algo tan
habitual en cualquier casa como pudieron serlo los de la colección Reno:
asequibles, portadas llamativas (alejadas del estilo conceptual pero con
ilustradores muy buenos) y que sirvieron para acercar a muchos, y a varias
generaciones, a la lectura. Y en algunos casos, incluso se podía disfrutar de
alguna edición con ilustraciones de Freixas, quien, además de haber
proporcionado durante varios años láminas a los estudiantes de dibujo, en este
libro, se encargaba de poner cara a los personajes y recrear algún pasaje en
concreto.
Diez negritos sería, junto seguramente a Asesinato en el
Orient Express, una de sus obras más conocidas y donde se explota el enigma y
el misterio de la habitación cerrada: un grupo de desconocidos son invitados a
una isla a pasar unos días. Su anfitrión, cuya identidad ignoran, los acusa de
diversos crímenes por los que son ejecutados de maneras similares a las de la
canción infantil de los Diez negritos: dormir para no despertar, picados por una
avispa, partirse en dos con un hacha…o incluso las líneas más inocentes, como
la de estudiar derecho y hacerse magistrado, sirven de contexto para el
asesinato de cada uno de ellos, hasta que la paranoia y el miedo acaba siendo
más peligroso que el asesino oculto.
La novela, breve y muy efectiva, hoy parece un poco
machacada, más que por sus adapciones, por la cantidad de referencias que ha
inspirado, que van desde el escenario, hasta la parodia directa como hicieron
en Padre de familia. Aunque eso no es decir mucho porque esos guionistas
intentan alargar los chistes con lo que pueden. Y una gran parte de sus
elementos son deudores de la forma de pensar de la época, que hoy resulta
bastante incorrecta: es habitual que se achaque el shock de uno de los personajes
a la propensión de las mujeres a la histeria, o donde se intenta quitar hierro
al crimen cometido por uno de los personajes, que fue abandonar a su suerte a
un grupo de personas en la selva, por no ser de raza blanca. Otra de las
diferencias más llamativas sería la forma de enfocar el crimen: los homicidios
involuntarios, sospechas o meras negligencias que ocultan estos personajes
resultan muy inocentes en comparación con lo que podría leerse en cualquier
entrega de Millenium de Stieg Larsson.
Todos estos elementos, tanto los anticuados como los más cándidos, le dan en el fondo un sabor
bastante añejo a la historia, muy de entretenimiento clásico. Es, simplemente,
poder conocer de primera mano, y con el estilo hábil de su autora, una mansión
alejada de lo macabro y tan anodina como una luminosa residencia de vacaciones,
y poder experimentar uno de los giros argumentales que más daría de sí los años
posteriores. Bueno, y de paso, servir para acordarme de la versión española de
la canción, con los diez perritos. Donde uno se moría de un brinco y otro se
hacía tuno.
Pío Baroja. Aventuras, inventos y mixtificaciones de
Silvestre Paradox. En su día, sobreviví a Baroja aprendiéndome las
características de la generación del 98, algo de su biografía, los títulos
justos para un examen y leyendo los dos libros que el plan educativo decidió
que representaban al autor. Entonces la clave era cumplir para poder sacar
nota, evitar represalias en casa, y poder seguir con los libros que me gustaran
a mí y no los impuestos por norma. Un
tiempo después me di cuenta que de estos, Zalacaín el aventurero era una buena
novela de aventuras con tintes históricos (pero no fantástica, lo que entonces
me limitaba mucho), y que El árbol de la ciencia no era horrible, sino que
representaba la parte más negra y real de una época.
Silvestre Paradox aparecía unicamente como una referencia
entre el resto de su producción, pero el título resultaba un tanto enigmático,
bastante lejos del aspecto más serio de las que figuraban como sus obras
mayores. Después me enteré de su publicación en forma de folletín y se
despejaron las dudas.
No se trata tanto de una novela con un hilo concreto sino de
una serie de episodios distintos, que giran en torno a Silvestre Paradox, un
hombre que vive en una buhardilla, sin más compañía que un perro de lanas, sus
animales disecados y los planos y notas de todo tipo de inventos imposibles,
rechazados por la oficina de patentes. Como tantos otros bohemios que se mueven
por las calles de Madrid, vive a salto de mata, gracias a artículos en
revistas, clases particulares y sablazos. Le diferencian de estos su carácter
un poco melancólico a veces, la ironía con la que presencia todo tipo de
empresas y altercados. El libro recoge de forma anecdótica toda clase de
historias: los primeros años de Silvestre, su viaje por Europa, que puede ser
inventado o no, los habitantes de la casa de huéspedes, y todo tipo de
personajes que de algún modo, intentan ganarse la vida mediante el arte, con
poco talento y menos ganas, o buscando a algún mecenas al que embarcar en algún
proyecto artístico. Es un escenario de cafés de segunda, de zarzuelas y donde
la filosofía, citada en un estilo muy de bar, se mezcla con teorías que incluso
en su tiempo resultaban peregrinas.
El estilo es muy conciso, más centrado en la narración que
en descripciones creativas, que, de haberlas, prácticamente son una parte más
de lo que se cuenta en el capítulo. De los que, por su estructura, son
episodios separados en los que su protagonista puede tener participación mayor
o menor. No oculta tampoco la miseria de muchos escenarios, sino que, más que
una denuncia, se convierten en una parte natural del trasfondo, algo con lo que
sus personajes se han acostumbrado a vivir y que no se plantean. Tampoco tenía
muy claro qué esperar cuando, tras los primeros capítulos, empezaron a desfilar
todo tipo de sucesos breves. Pero su desenlace confirmó la idea que había ido
formando según se los iba conociendo: que la forma de ver la vida de su
protagonista, el humor negro de algunos momentos, y sobre todo, la velocidad
con la que cada situación tenía lugar, hacía que su calificación de folletín,
sin los tópicos de este, era muy adecuada.