Este tiene pinta de gustarle menos ir a clase que a mi
Una de las cosas que más ha cambiado en las librerías
durante los últimos años es la sección de literatura infantil. Entre Gerónimos
Stiltons y Capitanes Calzoncillos (con ese título tengo que tragarme el sentido
del ridículo y leerme alguno) las estanterías parecen mucho más llamativas que
las pobladas por las series de Enid Blyton y las colecciones de Ala Delta o
Austral. Y eso que de calidad no menciono nada, por no conocer el tema y porque
el catálogo de esta última era de primera categoría. Aunque solo fuera por El
misterio de la Isla
de Tokland y Doneval. Pero la imagen que tenemos muchos es la del estante de
una papelería con dos opciones: los libros obligatorios del colegio que tenían
enfrente, con sus códigos de colores indicando las edades de lectura, y las
colecciones estrictamente infantiles y que eran el regalo más socorrido para
tíos y demás familiares desorientados a la hora de los cumpleaños. Estos
últimos eran casi los más bonitos que había entonces, con sus tapas duras,
pensadas para tener aspecto de libros “para mayores” y para resistir el paso
del tiempo y de varias generaciones de lectores.
Lo cierto es que entonces no fui muy aficionada a este tipo
de series: me gustaban otros libros sueltos, como Las brujas, de Roald Dahl, y
no debí pasar de los dos o tres volúmenes de cada serie, exceptuando los de
Guillermo que sí me pillaron el truco. Se supone que con tan poco material no
tengo suficientes elementos de juicio para escribir sobre ellos, pero hay una
cosa a favor: pese a los veinte o treinta tomos de cada, independientes todos
ellos, en la mayoría de los casos sus argumentos y estructura eran lo
suficientemente parecidos como para hacerse una idea general del estilo de la
colección. Y para que estos dieran las dos posibilidades, de, o bien
convertirse en una lectura favorita, o bien en algo que como mucho, se recuerda
con un poco de nostalgia.
Enid Blyton: Los Cinco. Leer el nombre de Enid Blyton es
pensar en Los Cinco, los Siete Secretos, las Torres de Mallory e incluso Las
aventuras de la silla de los deseos. En los dos primeros casos, la estructura
de los libros es muy similar: un grupo de varios niños, en un tranquilo lugar
de la campiña inglesa, viven aventuras que en muchos casos implican la
resolución de misterios. Que van desde cosas como robos menores o a algún caso
de contrabando. El grupo está formado por dos chicos, dos chicas y un perro, de
los cuales cada uno tiene su propio rasgo distintivo: la chicazo, la dulce, el
más atleta o el más reflexivo.
Leídas hoy, lo más llamativo es lo pacífico y edulcorado que
parece todo: no es solo que los lugares sean completamente seguros, sino que
hay una sensación de apacibilidad que lo impregna todo y que hace que cada año
que pasa, resulte menos creíble y probablemente, menos válido para los futuros
lectores. Incluso en cuestiones de argumento, especialmente en los “misterios”
que resuelven los chavales, estos son bastante nimios y gran parte del
argumento consiste en los protagonistas yendo a algún sitio de excursión o
preparando bocadillos para una acampada. Como decía Condesadedía, “siempre
estaban comiendo”. Su forma de describir los entornos llegó a convertirse no
solo en lo más reconocible para quien recuerde los libros, sino en algo sumamente
parodiable. Hasta el punto en que sus personajes se ganaron una aparición en El
pozo de las tramas perdidas, de Jasper Fforde, la mar de divertida. Y que los
herederos de la autora encontraron también bastante simpática.
Robert Arthur. Alfred Hitchcock y los Tres investigadores.
Este tenía truco, porque si bien al director se le nombraba y retrataba bien
grande en la portada, su escritor se limitaba a figurar en la primera página
con la referencia de “Texto de Robert Arthur”. En este caso, se trata de tres
chavales, Júpiter, Bob y Peter, que tienen una agencia de detectives. Y como
suele pasar en este tipo de libros, hasta resuelven sus misterios y llegan a
pasarlas canutas en más de una ocasión. Los títulos, además de contar con la
figura del director, que solía encargarse del prólogo, eran cuando menos
llamativos. Y para mí, que me gustaba entonces el terror, bastante engañosos:
Misterio del castillo del terror, de la calavera parlante o de la sombra
riente. En realidad todo tenía una explicación lógica y no sobrenatural, aunque
hay que reconocer que en algunas de ellas, resultaban bastante creativas. Y
estos tres personajes eran algo menos ñoños que los creados por Enid Blyton.
Igual que en otros casos, cada tomo es independiente de los
anteriores, de forma que resulta casi indiferente leerse el número 1 que el 36:
todos ellos comienzan describiendo, una vez más, a los personajes y su entorno,
por lo que al menos dos o tres páginas irían destinadas al resumen de la
situación principal, y el resto, al desarrollo del misterio correspondiente.
Esto es un tipo de cosas que ahora que las tendencias en la narración se han
modificado, parece un poco cansino, pero hay que tener en cuenta que el primer
año de publicación es de 1964 y esta era una fórmula muy habitual.