jueves, 28 de enero de 2021

Historias de terror (1.962). Tres por uno en relatos terroríficos

 

Cuando Roger Corman decidió sacar adelante una serie de películas de bajo presupuesto con la excusa de adaptar a uno de los autores macabros por excelencia, parecía difícil pensar que esas siete películas, con decorados prestados, rodadas en tiempo record y con una paleta de colores chillones se convertirían en las más recordadas dentro del fantástico. Pudo ser por la afortunada combinación de ingenio, guiones y elenco, un golpe de suerte o que se trataba del momento adecuado. Lo que está claro es que gracias a lo que se llamó “el ciclo Poe de Corman”, fue posible ver, a veces adaptado de una forma libre, a veces de una manera más fiel, los relatos más parecidos del escritor de Boston. Y en este caso, no uno, sino varios textos en un solo largometraje.






Estas historias de terror, o, siendo más fieles al título original, cuentos de terror, se componen de tres segmentos unidos no por una trama común, sino por un monólogo recitado por Vincent Price donde presentaba cada relato. Y es que el ciclo de Poe se caracterizaba, además de finalizar una película a velocidad de vértigo, por minimizar los costes y aprovechar los recursos disponibles. En este caso, la dicción de su actor principal. Que realizaba una introducción de cada narración adaptada, algunas de las piezas más conocidas de Poe, además de las más breves, compartiendo metraje Morella, El gato negro y El caso de M. Valdemar. Al menos, en su mayor parte y en lo que al título respecta.


El guión de Richard Matheson  hace en realidad una mezcla en cada una de distintos cuentos: Morella no es Morella sino Morella, Lenora y Ligeia. El gato negro cuenta también con la presencia de un barril de amontillado, y Valdemar sería la adaptación más fiel salvo por desarrollar los personajes más allá de ser meros testigos e incluir una trama que no desentonaría en un comic de la EC, la del muerto vengativo. La decisión, además de servir para ampliar más la duración de cada guión, está muy bien matizada, ya que las historias fusionadas cuentan con elementos comunes entre sí, como es el caso de las esposas fantasmales de Morella y Ligeia, el cadáver emparedado en El gato negro y el barril de amontillado.




La película se caracteriza, como en todo el ciclo, por el reciclaje de vestuarios y escenarios de otras producciones, la brevedad del metraje, suplir la falta de efectos mediante la adaptación de relatos que no necesitan ser visualmente espectaculares para funcionar, y sobre todo, aprovechar al máximo el reparto con el que la saga de versiones cinematográficas de Poe contaba: la presencia de Vincent Price es contínua desde la introducción hasta la última historia, donde comparte pantalla con actores de la talla de Peter Lorre y Basil Rathbone, de modo que en muchos casos, esta parece una muestra de los registros que pueden ofrecerse: desde la interpretación más realista, sin un ápice de humor, del hombre arrastrado por la depresión de Morella, al exagerado duelo de catadores de vino que mantiene con Peter Lorre, donde el asesinato y la venganza se enfocan de una forma esperpéntica y llena de humor negro (y donde para mi tranquilidad, el Gato negro titular es un minino que, además de ser la cosa más mimosa que he visto desde Sabela y A´Tuin, es el que mejor parado sale), a la aparición casi anecdótica donde el peso de la trama recae sobre Rathbone como villano.




Las historias de terror, como filme antológico del ciclo de Poe, parecen una película un tanto menor, quizá por contar con unos guiones más breves y basarse en unos relatos que, aunque conocidos de sobra, se basaban en el golpe de efecto final. No lo es tanto si se tiene en cuenta lo que, bajo esta serie de películas, pudo llevarse a cabo: una buena realización, unas interpretaciones memorables y unos guiones firmados por Richard Matheson.

jueves, 21 de enero de 2021

Thornhill (Pam Smy). El orfanato de las penurias



Cuando vi un libro en tapa dura ilustrado con un caserón de aspecto siniestro y la contraportada describiendo la historia como el diario de la última residente en el Orfanato Thornill, una niña introvertida, aficionada a construir muñecas, y aterrorizada por lo que sucede en la casa, pensé que el libro prometía. Después vi la burbuja en la que Bayona alababa una historia que lo había aterrorizado, y me hizo sospechar que aquello iba a ir más por el camino de lo deprimente en lugar de lo inquietante. Por una vez, acerté.



El libro, ilustrado por su autora, presenta una sucesión de entradas en un cuaderno, encontrado por un personaje que no tiene voz pero sí presencia gráfica, describiendo la primera historia a posteriori a través de viñetas en las que, sin texto, se describe el descubrimiento de un diario de hace más de treinta años, y a partir de este, las visitas de su descubridora a un edificio abandonado hace décadas, y como se establece una comunicación entre ambos personajes separados por el tiempo, y seguramente, por la pertenencia al mundo de los vivos. Objetos intercambiados, mensajes grabados en una pared sirven para que dos personajes que no parecen tener en común más que un entorno aislado, puedan tener voz, una mediante la ilustración, otra mediante la palabra.



Narrado en dos líneas temporales, una mediante el diario escrito a principios de los ochenta, y la otra, mediante ilustraciones en las que años después, se presenta al segundo personaje principal y el descubrimiento de dicho diario, ambas tramas van entrelazándose cada una a través de su propio medio narrativo. Este resulta correctamente escrito, cuidadosamente ilustrado, y ejecutado de una forma muy creativa en la que es posible disfrutar de unas ilustraciones que, más que macabras, resultan un tanto melancólicas. Aunque los elementos que podrían resultar siniestros están ahí, como el uso de las muñecas, las referencias a el jardín secreto de Frances Hodgson Burnett, a otras piezas de la literatura dramática clásica y la sugerencia de una historia de fantasmas no necesariamente aterradora, esta es en realidad, más que trágica, una deprimente, y mucho.



El diario de una de las últimas residentes de Thornill no esconde presencias sobrenaturales sino el acoso que su protagonista sufre repetidamente a manos de una de sus internas, una niña que misteriosamente es devuelta poco después de ser adoptada, y que acaba convirtiéndose en una sucesión de escenas de bullying como algo cotidiano, puntos de esperanza destrozados de forma casi despiadada y una serie de capítulos donde se avanza inexorablemente a una situación donde todo es tan desolador que poca alegría se le puede extraer ya al lector: la protagonista, aquejada de un mal tan vago como un "mutismo selectivo", que parece un poco un truco para exacerbar su naturaleza introvertida y aislada, es sucesivamente ninguneada, engañada por sus compañeras e ignorada por los adultos de forma que roza lo excesivo, pareciendo que la intención de la autora es ensañarse con su personaje todo lo posible hasta el punto en que olvida al resto: los adultos son anecdótidos, o solo aparecen para recordar a la protagonista que nadie la quiere y es ignorada, y su atormentadora es una figura que (aunque por desgracia capta perfectamente un caso de bullying) se limita a ser una presencia que se dedica a humillarla y engañarla una y otra vez, sin que se le ocurra explotar un poco un personaje que podría haber dado una figura amenazadora y más interesante: ¿Qué fue lo que impulsó a sus padres adoptivos a devolverla de esa forma? (bueno, el lector ya se lo imagina: hacer que la malvada protagonista de La huérfana pareciera una santa canonizada a su lado) ¿Qué fascinación ejerce en el resto de residentes de Thornhill para que nadie perciba su naturaleza?

Nunca lo sabremos en realidad, porque se limita a ser un personaje sin rostro, una catástrofe más en la serie de catastróficas desdichas que la protagonista escribe en un diario que, si bien cuenta con bonitas ilustraciones que evocan una atmósfera siniestra, melancólica e incluso con el toque sobrenatural que parecía anunciar, pero que se pierde en un callejón sin salida de situaciones deprimentes que acaban produciendo una impresión de querer conseguir del lector el llanto recurriendo a todos los trucos posibles. Queda, al menos, una narración fascinante mediante el uso de ambos medios, un libro preciosamente ilustrado, y por qué no reconocerlo, desgraciadamente, lo sencillo que resulta pasar por alto lo que pueden aportar, o deben ocultar, aquellos sin voz para expresarlo.

jueves, 14 de enero de 2021

Lecturas de la semana. Lo mejor de ambos mundos (por decir algo)




Los primeros días de año suelo empezarlos con algún libro muy corto o casi anecdótico. Tan breve o rápido de leer que, lo que comienzo el uno de enero, lo termino ese mismo día. No es raro que caigan cosas tan variadas como uno de Mundodisco, algún tomo suelto de Pesadillas, algo que me hubiera llamado la atención en una librería o una serie de la que ni me acuerdo el resto del año (después de trasnochar viendo Cachitos de hierro y cromo ¡como para ponerme con literatura pesada!). Este año no es una excepción aunque ambos libros no podían ser más diferentes entre sí por tono, género e incluso década.



Jeff Kinney. Tocado y Hundido. Decimoquinta entrega del Diario de Greg, una serie que tiene ya más de una década y que hace mucho que optó por centrarse en lo anecdótico y olvidarse de cualquier intento de continuidad o avance. La familia de Greg Heffley sigue formada por ambos padres, el autor del diario, un crío de once años bastante neurótico, un hermano adolescente, un bebé, y una serie de mascotas que varían de un libro a otro o desaparecen según sea conveniente. Y donde se suceden de forma periódica una serie de escenarios que desembocan en situaciones cómicas o cada vez más absurdas: ideas de la señora Heffley para que su familia pase más tiempo junta o alejada de las pantallas, actividades escolares y sobre todo, actividades y escenarios vacacionales que acaban volviéndose catastróficos o directamente absurdos. Esta entrega no es una excepción: después de varios meses encerrados en el sótano de su abuela, la familia Heffley consigue unas vacaciones en caravana que los conducirán a un intento de acampar en un entorno salvaje, meterse por error en una piscifactoría, o acabar en un camping cuya afluencia de gente hace que sea de todo menos paradisiaco.

La historia, aunque mantenga el estilo ácido y un poco repelente propio del chico escrito por Kinney, recurre a lugares comunes que habían aparecido previamente, como el pariente poco hospitalario o las incomodidades de un camping, y se queda en una sucesión de anécdotas cada vez más difíciles de creer. Algo que en los primeros tomos, había evitado manteniendo siempre un hilo narrativo que podría considerarse como lo que podría pasarle a cualquiera. Sin embargo, este tomo tiene toda una curiosidad a su favor: fue escrito durante el 2020 y, sin mencionarlo, sus protagonistas viven el mismo encierro que vivió todo el mundo durante ese año: a partir de una situación tan alejada como unas reformas en casa y la necesidad de trasladarse a casa de un familiar, Kinney se las arregla para meter a sus personajes, sin necesidad de recordar al lector lo sucedido entonces, en una situación que este reconocerá: el encierro en un lugar reducido, la imposibilidad de ir a ningún sitio, el teletrabajo e incluso el acopio de papel higiénico. Aunque la serie de Greg no destaque por lo memorable, al menos este libro sí tiene algo curioso que aportar.




Robert N. Charrette. Nunca pactes con un dragón. El año en el que Cyberpunk ha sido el videojuego más esperado, era un buen momento para recuperar un género, o más que género, un escenario todavía más concreto e incluso más excesivo que el que podían ofrecer los chips, los implantes cibernéticos y la realidad virtual imaginados en los ochenta: Shadowrun, un juego de rol que a todo lo anterior, añadía algo más a la mezcla para que esta fuera lo más impresionante posible: ¡dragones! Bueno, dragones, elfos, enanos, magia y lo que haga falta, dado que el universo de este juego se basaba en el regreso, en algún momento posterior al 2000, de la magia y criaturas consideradas fantásticas que pasaban a convivir con los avances informáticos, las grandes corporaciones y los samuráis urbanos porque, como había predicho el cyberpunk, el futuro sería japonés (se equivocó y al final lo compramos todo en los chinos).

El juego contó con su franquicia de novelas, y a ser posible dentro de distintas sagas de la que esta es la primera entrega y donde un ejecutivo cualquiera se ve inmerso a su pesar en una trama de traiciones corporativas, doppelgangers, bandas de hechiceros, orcos mercenarios, dragones conspirando e incluso de chamanes nativos. A una mezcla así solo le faltaría, como dice el chiste, añadir piratas y ninjas para que lo tuviera todo. Para tratarse de un trabajo de encargo, y primera de una serie, la novela puede leerse de forma independiente y da la impresión de haber tenido cierta libertad creativa que en otros libros de encargo para universos ficticios no se veía. El autor incluso se permite el convertir a su protagonista en alguien no muy simpático para el lector, o intentar caracterizar a sus personajes en la medida de lo posible. Poco tiempo le queda porque estos se pasan casi todos los capítulos yendo de un lado a otro del globo terráqueo o peleándose, que en el fondo, parece ser lo que tenían en mente dadas las directrices del juego original. Quizá por lo peculiar de la ambientación, esta tiene gracia y resulta más divertida, incluso más de lo que podía haberlo sido una Dragonlance, y es una muestra de toda la locura y la falta de complejos que podía llegar a acumularse en un producto de entretenimiento hecho en los ochenta, y no tan conocido como los que pueden verse referenciados a menudo en muchas ficciones recientes.

sábado, 9 de enero de 2021

La docena de Barrilete o como cumplir años después del 2020


 

Lo mejor que se puede decir este enero, más que haber superado una década escribiendo, haber llegado a la docena, o ser capaz de pasarse doce años subiendo fotos de gatos con cada entrada, es: lo hemos conseguido. Pero así, en general, superar tres meses, seis y los que hicieran falta hasta diciembre. Fue una situación extraña aunque me considero dentro del grupo afortunado. 

Sin duda este año ha sido el propicio para dedicarse a cualquier tipo de entretenimiento audiovisual. Supusieron una cantidad importante de lecturas y películas, porque series, salvo la desconcertante versión de Dracula realizada por Mark Gatiss, y el haber empezado a ver a final de año 30 monedas, no he seguido demasiado (aunque no lo comentara en su momento, también vi las aventuras del Bebé Yoda, las catastróficas desdichas que acaecían al Witcher y dejé colgado por aburrimiento a Lovecraft Country). 

El cine, en cambio, ha sido bastante habitual en un año en que fue inviable pisar una sala y todas las películas acabaron siendo La película del sábado. Y bastante marcadas por una tendencia hacia cualquier cosa hecha hace más de 25 años. Bien por querer recordar aquellas que había visto hacía muchísimo tiempo, o bien por una especie de nostalgia no reconocida de una época en la que sin saberlo, todo parecía estar bien. Fue el año de revisar Entrevista con el vampiro y ver que sus no muertos melancólicos no eran tan insufribles, al Keanu Reeves pánfilo de Dracula de Coppola y su actitud de "estoy haciendo una película de terror pero artística", de la artesanía y humor de Temblores, el surrealismo de Suspiria, del fantaterror de Pánico en el Transiberiano...e incluso de volver a las tardes, muy lejanas, en la que Louis de Funes conducía hacia la libertad a unos pilotos ingleses un tanto pánfilos en La gran juerga. 



Algo parecido pasó con las lecturas. Marzo sirvió para leer piezas de los ochenta a las que en su momento no había prestado demasiada atención. Pude preguntarme cómo no había tenido en cuenta hasta ahora el folk horror de Ceremonias macabras de TED Klein (y preguntarme dónde estará porque el hombre no ha sacado otra cosa), reconciliarme un poco con Dean Koontz gracias a Fantasmas e incluso acercarme a las novelas más populares de escritores que por algún motivo u otro, había dejado de seguir...y con lo que había llegado hasta 2020 sin leer El misterio de Salem´s Lot ni los relatos de Richard Matheson. 


Y donde, entre todas las despedidas de personalidades, la más cercana fue la de Marcos Mundstock, quien seguramente esté ahora glosando la biografía de Mastropiero junto a las muecas y actitud desenfadada de Daniel Rabinovich. 


Un año donde la impresión de haber estado viviendo en una burbuja también se convirtió en uno de los más movidos, donde después de tres años y medio cargué mis cosas y a un par de gatas que todavía se preguntaban indignadas por qué estaban en un transportín en lugar de en su ventana tomando el sol del Vallés, para cruzar medio país y acabar en un sitio que, si bien sigue sin estar cerca de lo que la Administración me permite, sí tiene la cantidad de lluvia y días grises a la que estaba acostumbrada. Algo que, pese haber solicitado de buen grado, resultó tan caótico, prometedor y desconcertante como la primera salida. 

Hace ya dos años que pasamos de esa fecha especial que sería la década, llegamos a los doce en una época muy extraña...solo podemos decir que seguiremos este año que viene.