Aunque desde siempre me hubieran gustado las historias de
terror, no fue hasta bastante después de empezar como lectora habitual cuando
pude encontrar libros que realmente me parecieran terroríficos, o que al menos,
lo intentaran de verdad. Hasta entonces, lo que había encontrado dentro de la
literatura infantil y juvenil me parecía que los autores se cortaban mucho de
escribir algo que realmente pudiera asustar a sus lectores de verdad. Era lo
que pasaba con Pesadillas de R. L. Stine, que en el fondo, eran un poco la
serie B de los libros: portadas llamativas, escenarios típicos pero miedo, no
demasiado. Por suerte, contaba con algunos libros de Concha López Narváez, e
incluso alguna antología escondida en colecciones infantiles, pero exceptuando
estos, y quizá Edward Gorey, lo relativo a los sustos era un área que siempre
parecía quedar coja. Bueno, y porque en realidad Gorey es más bien un escritor
para adultos…o para adultos con su punto de niño siniestro.
Chris Priestley es un escritor inglés que, como tantos
otros, ha publicado desde principios del 2000 varias series infantiles y
juveniles. Unas cuantas consisten en colecciones de relatos terroríficos, de
las que forma parte Cuentos de terror de mi tío. Quizá un poco tarde para
volver a este tipo de historias, pero la portada española es de esas que captan
la atención a la primera, sobre todo si al lector le queda nostalgia por el
mundo de los terrores infantiles. Algo que, desde el planteamiento, consigue
reflejar bastante bien: Montague, el tío del protagonista, además de ser un
guiñó al nombre de pila del escritor de relatos de fantasmas M. R. James, es el
narrador que cuenta las historias relacionadas con los objetos que guarda en su
casa. Un grabado, una gárgola de madera, un marco vacío o un catalejo, que de
una forma u otra, hacen que los protagonistas de cada uno de los relatos tengan
un encuentro con lo sobrenatural del que no salen bien parados. El propio
narrador es también parte de su historia: un personaje recluido en una mansión
anticuada, perpetuamente en niebla, sin más compañía que un sirviente al que su
sobrino, quien acude regularmente a visitarlo y escuchar sus relatos, jamás ha
visto.
Estos cuentos son muy breves, de esos casos en los que no se
puede esperar ninguna caracterización de los protagonistas más allá de la de
ser niños, cerrados en su mayoría con un desenlace impactante, que además de
ser algo típico de narraciones que buscan un poco la sorpresa (especialmente
las de tradición oral), también hace que sean prácticamente lo que más se
recuerda al terminar la lectura. Pero los temas en torno a los que giran:
maldiciones, brujas, genios, la locura o incluso la figura del doppelgänger, se
utilizan más bien como un elemento para reforzar el estilo clásico y y tirando
a arcaico de los relatos, y no como cliché.
En el fondo, esto es lo que el autor buscaba y que al final,
consigue: sus relatos están pensados para dar miedo, y en ninguno de ellos hay
moraleja ni final feliz para sus personajes. En lugar de limitarse a
situaciones en la que los protagonistas negativos reciben un castigo moral,
todos ellos sufren un desenlace terrible: bien un niño que se limita a jugar en
el lugar equivocado, u otro que actúe con mala intención, ninguno de ellos
parece estar a salvo. Y esa sensación de inseguridad que mantiene en cada
cuento es también la que hace que estos mantengan una atmósfera más siniestra,
sin la seguridad que puede ofrecer que la historia en cuestión se quede en un
mero susto.
Además de la estructura de los relatos, los temas y el tono,
también contribuye a esta idea de cuento de terror clásico la ambientación:
esta es muy intemporal, y las referencias a internados, mansiones y jardines
hace pensar en esa especie de época postvictoriana a la que suele recurrirse
como escenario sobrenatural.
Otro de los elementos más llamativos, y que también sirvió
para que el libro me llamara tanto la atención, fueron las ilustraciones que
además de la portada, acompañan alguno de los relatos. Los dibujos de David
Roberts, mostrando árboles retorcidos y figuras vestidas con ropas anticuadas,
recuerdan bastante a los de Edward Gorey, además de acentuar bastante la
atmósfera tirando a antigua, y el único defecto que tienen es que se habría
agradecido alguno más para acompañar el libro.
Los Cuentos de terror de mi tío es uno de esos libros que sí
me habría gustado leer mucho antes. Realmente estaba pensado para asustar a sus
lectores, y no para ofrecerles una sensación de seguridad, aunque por suerte,
la ambientación y sus ilustraciones es algo que los que sean algo más mayores
apreciarán mucho más que los anteriores.
No conocía a Chris Priestley, pero haré esfuerzo por remediarlo. Me llama eso de lo importante no es una moraleja o final feliz sino, efectivamente, una historia de terror y que cree desasosiego de principio a fin ... y tras la lectura. Cansado esta uno de que el género debe ser al final "edificante", no se sabe muy bien porqué. Tiempos de anulación de la perversidad en el arte y potenciacion desmesurada de lo "educativo", más con niños de por medio. Eso, lo de los niños, y la ambientación gótica, también me llama la atención del libro que comentas.
ResponderEliminarAdoro las ghost-stories. Algunas de mis favoritas son: "La muerte de Halpin Frayser" de Ambrose Bierce, "La habitación de la torre" y "El rostro" de E.F.Benson, "Los piratas fantasma", "Los habitantes de la isleta Middle" y alguna de Carnacki de W.Hope Hodgson, "Corazones perdidos" y algunas más de M.R.James, "Embrujado" y alguna otra de Edith Wharton ... bueno, muchas, demasiadas para citar todas.
De Priestley no volví a encontrar nada mas desde este libro, pero hay que reconocerle que como "historias de terror para niños" lo clavó. Ningún protagonista está a salvo, y realmente consigue llevar la idea de terror al mundo infantil.
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