Esta vez cambiamos de tercio. Después de unas cuatro semanas
dedicando entradas a libros sobre fantasmas, primigenios, investigadores de lo
paranormal e incluso a cómo sobrevivir a todos ellos, vuelvo al género de
aventuras. Algo que no es muy habitual, excepto cuando se trata de los dos
protagonistas de series literarias muy largas, y muy conocidas en Francia y
Bélgica.
El estilo de Morane es el de las aventuras más clásicas, al
menos en los primeros tomos: algunos lugares y situaciones todavía son deudores
de la entonces reciente II Guerra Mundial, pero gran parte de los escenarios
son tan exóticos, atractivos y relativamente cercanos para sus lectores como
selvas perdidas, barcos hundidos en el Mediterráneo, o un país todavía poblado
por tribus sin contacto con la civilización. Posteriormente vendría La Sombra
Amarilla, el que sería su archienemigo, pero para este todavía quedan unos tomos,
por lo que, en la mayoría de los casos, y el de la Griffe de feu también, sus
antagonistas son personajes a los que su codicia les convierte directamente en
villanos.
En este caso, se nota demasiado la época en la que fue
escrito, donde la explotación de determinados recursos naturales se plantea
como algo habitual, y donde no faltan los “buenos salvajes” que suelen aparecer
en casi todas sus aventuras. Morane también suele ser un héroe de miles de
recursos, pero esta vez se lleva al extremo: lo mismo sabe de vulcanología, que
de química, que de ingeniería de caminos…¡es increíble lo que da de sí su
presentación como “ingeniero”! (aunque sospecho que a día de hoy, incluso
tendría problemas para encontrar trabajo en cualquier empresa de Alemania).
Quizá
por el tema y la ambientación ha sido el que menos me ha entretenido de los que
he leído, porque esperaba algo más en la línea anterior. Aunque el anexo que
incluyen al final, como en cada libro, explicando a la chavalada unos cuantos
conceptos de vulcanología, me sigue pareciendo entretenido y entrañable. Y es
que en esta edición se tomaban mucho en serio lo de instruir deleitando.
Jean Ray. Le monstre blanc. Otro de mis favoritos, si no el
que más. El detective creado por Ray, quien presumía que entre vaso y vaso de
ginebra, era capaz de escribir una aventura por noche (en más de una vez me he
preguntado si el alcohol tendría algo que ver con alguna de las descacharrantes
situaciones que incluye), empieza sus aventuras visitando el manicomio de
Bedlam. Allí, entre locos que se creen Napoleón, se encuentra un hombre que
asegura haber visitado el infierno donde todavía permanecen varias personas
desaparecidas recientemente. La pista del demente se mezcla con la desaparición
de un conocido explorador, unas notas acerca de la existencia de una feroz
criatura de pelo blanco, y una veta de oro en los subterráneos de Londres.
Y todo esto, así, sin anestesia ni nada. Porque con un
argumento así queda claro que lo que sucede, no va a tener mucha lógica ¿Por
qué va un detective a una convención de psiquiatras en un manicomio? Por el
mismo motivo por el que una historia sobre exploradores y monstruos
subterráneos se mete de por medio: porque sus historias no siguen la norma
habitual de detectives. Lo mismo empieza perdido en un pueblecito inglés, que
descubre a los últimos seguidores de un dios sumerio. Le monstre blanc no es
una excepción, y cada elemento, más enloquecido que el anterior, va apareciendo
de la misma forma un poco aleatoria y estrafalaria. Tanto, que al igual que
otros personajes de principios de siglo, como Rocambole o Fantômas, o se ama o
se odia. Y en el último caso es muchísimo más sencillo ver los defectos de la
narración. Pero lo cierto es que en muchas ocasiones estos elementos se han
planteado desde un punto de vista humorístico.
De un humor que se adelantó varias décadas al término autorreferencial,
y del que años después serían deudor, entre otros, las aventuras de AdèleBlanc-Sec.
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