jueves, 28 de febrero de 2019

Aterrados (2017). Por si no fuera poco las voces en el fregadero, encima hay un espectro desnudo en mi armario.


Con Netflix he comprobado unas cuantas cosas: primero, que parece no haber vida antes de 1999, y la falta de cine para un público nacido antes de esa década se echa mucho en falta. Lo segundo, que realmente ha conseguido sustituir a un videoclub de los de siempre a la hora de distribuir películas que en muchos casos, no han tenido presencia en todos los cines, o directamente, no han podido verse en una sala. Y sí, de estas cosas me he enterado tirando a tarde porque he debido ser de las últimas que se han subido al carro de las plataformas de vídeo…



Aterrados es una de esas películas que han podido verse gracias a plataforma digital, y que, entre una selección que aturulla por su volumen de oferta, ha conseguido hacerse un hueco como producción de terror. Una muy directa y aparentemente poco ambiciosa: todo comienza cuando un grupo de parapsicólogos piden la autorización, a un hombre acusado de asesinar a su esposa, para investigar una serie de sucesos extraños que comenzaron a tener lugar no solo en su domicilio, sino en todo un pequeño barrio bonaerense. Los ruidos, similares a susurros que se escuchan en las tuberías de una casa. Los golpes en la pared durante la noche, y la aparición del cadáver de un niño dan paso a una noche en la que tres expertos, acompañados por un policía, amigo de estos y con suficientes dudas respecto de lo que ha visto en los últimos días, se proponen investigar lo que sucede en tres de las casas de la zona, lo que probablemente esté intentando traspasar al otro lado, y quizá, con un poco de suerte, comprender el por qué.


Como muchas de las producciones que pueden verse en este formato, la duración es muy breve, no llegando a los noventa minutos para contar una historia que puede resumirse como un guión muy directo, centrado en el terror sobrenatural y donde no va a entretenerse con diálogos para caracterizar personajes o planos para describir el entorno, en el mejor de los casos, o para rellenar video, en el peor. La duración se maneja de forma efectiva, no resultando ni atropellada, ni un corto alargado, sino que destina el tiempo justo a describir un entorno que se haga familiar al público, para a continuación, despojarlo de cualquier posibilidad de ofrecer un lugar seguro a los personajes: desde el primer minuto, lo sobrenatural parece extenderse de una forma muy curiosa, desde algo tan simple como el ruido de una tubería, para manifestarse en forma de la clásica casa embrujada, y terminando como algo que envuelve todo un barrio. Un lugar, que como punto de partida anodino y en apariencia tranquilo, queda despojado de cualquier atisbo de seguridad que pudiera proporcionar a los protagonistas.
Pero qué barrio embrujado ni qué niño muerto

Desde los primeros minutos, la referencia más directa que se aprecia es la del cine de James Wan. Por el poco tiempo que pierde en escenas accesorias, por centrarse en la historia de fantasmas que pretendían desde un principio, y sobre todo, por el enfoque de esta: salvo los primeros minutos, los espectros que deambulan por las casas, no son nada sutiles. Tienen una presencia física y tangible importante, resultando paradójico que estos puedan ocultarse en una sombra del escenario, y sobre todo, su presencia es tremendamente violenta, añadiendo una sensación de amenaza física a la de la ausencia de seguridad que provoca la aparición de lo irreal en el entorno. Pero también por la similitud con los sustos más bruscos y con una banda sonora a base de violines estridentes que agota en muy poco tiempo. En esos momentos, la limitación de medios se nota, y los fantasmas resultan más parecidos a un monstruo de goma que a algo adecuado al resto del tono de la película. Acaba produciendo más desasosiego los ruidos de una tubería, o la presencia del cadáver de un niño, inmóvil en una cocina iluminada, que un supuesto fantasma desnudo que entra y sale de un armario como un inquilino no deseado.

Aterrados parece, en conjunto, una película menor, pero interesante: por un lado, algún abuso de clichés de cine de terror y sustos gratuitos, además de algunas secuencias que parecen sacadas de una recreación de Cuarto Milenio. Por otro, una historia breve, que no desentonaría como relato de fantasmas, unos protagonistas e interpretaciones adecuadas, y un escenario que realmente aprovecha su capacidad para generar inquietud.


jueves, 21 de febrero de 2019

Matemos al tío (Rohan O´Grady) ¿Quién puede matar a un niño?



Los mejores libros infantiles ofrecen la posibilidad de segundas lecturas para los adultos. No es lo mismo la primera lectura de un Peter Pan, La isla del tesoro o Pinocho (bueno, este último, ni Collodi se lo tomaba en serio). Otros, sin ser demasiado complejos, suponen también un momento de entretenimiento para alguien que supere el rango de edad al que iban destinados, y ahí esta Una serie de catastróficas desdichas como ejemplo, además de aportar algunas referencias que se le escaparían a los lectores más jóvenes. Y después están esos cuyo argumento, tono o personajes resultan desconcertantes ¿Por qué nos estamos interesando por las aventuras de un niño? Estos personajes ¿no resultan demasiado sutiles para una novela de aventuras? O directamente, ¿cómo demonios ha podido colarse esto en un libro infantil?

Matemos al tío podría ser el caso de la última pregunta, si no fuera porque, fijándose detenidamente, no tiene demasiado de libro infantil. Barnaby, un niño de diez años, llega a una isla canadiense a pasar las vacaciones. Allí conoce a Chrissie, una niña de su edad con la que, pese a las peleas iniciales, acaba entablando amistad y formando parte del resto de habitantes de la isla, ganándose en mayor o menor medida, el cariño de estos. Al menos, eso sería una parte. Porque Barnaby también es un niño difícil: huérfano y bajo la tutela de su tío, es poco menos que un pequeño salvaje, mentiroso y que no duda en presumir de los millones que heredará al cumplir los 21. Su amiga tampoco se queda rezagada en mentir, causar destrozos y pelearse. La isla, pese a su aspecto apacible, ha sufrido las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial: ninguno de los jóvenes ha regresado vivo, salvo el sargento Coulter, el policía, quien siente la vergüenza de no haber caído en el campo de batalla. Sumémosle a esto el que Murchinson-Gaunt, tío de Barnaby, pretende asesinarlo y quedarse con su fortuna, aunque su comportamiento en público es muy distinto al del sádico que Barnaby asegura. Ah, y también hay un puma. Que pese a ser un peligroso depredador, soporta como puede la compañía de ambos niños.


La novela ha estado hasta ahora inédita en España, llevando a cabo un buen trabajo de traducción, y conservando la portada de Edward Gorey, un ilustrador que, por su humor negro y tratamiento muy macabro del mundo infantil, no podía ser más adecuado. El tono, desde un principio, no es demasiado luminoso, y ya en las primeras páginas se establece el carácter de los protagonistas, marcando una forma de ser muy asilvestrada, lejos de los de un niño modelo, y que se define muy bien desde las apreciaciones de los secundarios, pero que se hace comprensible una vez se establece su trasfondo y forma de ser. A lo largo de los capítulos estos evolucionan, estableciéndose una complicidad entre ambos y suavizando su carácter. Pero manteniendo, en el fondo, cierta amoralidad, egoísmo y crueldad inherente que la autora no duda en seguir mostrando como una parte más de sus protagonistas, pero que, dentro de sus diálogos y forma de ver el mundo, perciben como lógica.
Ese mismo tono, pese a mantener desde el principio cierta gravedad, va oscureciéndose gradualmente. La primera mitad podría ser muy parecida a una novela infantil, describiendo, en cierto modo, el verano de unos niños,  pero también con una parte costumbrista, donde se describe con detalle a muchos de los habitantes de la isla, a menudo con ironía y parodiando muchas de las actitudes de posguerra. Esto hace que el escenario sea mucho más vivo, pero en algunos casos hay tantos secundarios que parecen querer tener su parte, que se quedan en tramas que no avanzan: el matrimonio que acoge a Barnaby ha quedado marcado por la muerte de su hijo en la guerra, y su intención parece ser sustituir a este, de algún modo. Se menciona a menudo en las primeras páginas, pero poco después este aspecto desaparece de la trama a favor de otros secundarios, y a partir de la mitad, de la aparición del tío.
Este, en comparación con su entorno, se convierte en un personaje de novela gótica, donde su descripción resulta imposible: presentado como un depredador, con unas habilidades de hipnotismo improbable, y sobre todo, ciertas implicaciones sobre su sadismo que hacen que, lejos de convertirse en un villano poco creíble, sea más bien una versión literaria, quizá demasiado más fantasiosa, de una probabilidad más real: el monstruo que vive en la casa de al lado, del que nadie sospecharía.

Matemos al tío es una curiosa obra que podría calificarse para todos los públicos…en el sentido menos amable: por un lado, las aventuras de dos niños durante un verano, unas aventuras que desembocan en una situación peligrosa. Por otro, una historia con mucho humor negro que no desentonaría como una película de Tim Burton.

jueves, 14 de febrero de 2019

Los muertos no pagan IVA, de Sergio S. Morán. Corrupción, nigromancia y un saco de gamusinos





He perdido la cuenta de los detectives de lo extraño que he encontrado. Algunos de los casos de John Silence como precursor de los Mitos de Cthulhu. El desvarío de Harry Dickson, de quien debí leer de corrido decenas de las novelitas de Jucar antes de pasarme a su idioma original. Harry Dresden, como mucho, para pasar el rato, y apenas conocido en España, John Taylor, el investigador oficial de Nocturnia, la saga que quedó colgada en La Factoría de Ideas. Quedan muchos pendientes, casi todos anglosajones o investigando en ciudades de habla inglesa (aunque Dylan Dog sea una creación italiana), pero entre ellos, faltaba algo: ¿qué pasa en el resto del mundo? Es que en otros países no hay trasgos, vampiros, ni hay casos imposibles de resolver sin una explicación sobrenatural? Al menos, en España, los hay. Y también hay una persona que se gana la vida con ese tipo de sucesos.



Los muertos no pagan Iva es el segundo caso publicado de la detective Parabellum, una detective acostumbrada a lidiar con entidades sobrenaturales y alguna que otra divinidad...aunque su nombre en el Registro Civil sea Verónica Guerra, sea la hija de la severa comisaria de un barrio de Madrid y ahora, tras terminar con un cíclope que amenazaba un convento en Ávila, debe lidiar con su adicción a la ambrosía, renovar su licencia de detective, y si puede, conseguir unas vacaciones. Aunque, cuando empiezan a aparecer espectros en las líneas de metro de la ciudad, esto último parece complicado.

                           

Las aventuras de Parabellum no son muy distintas a las que podría tener un Harry Dresden o uno de los múltiples detectives que aparecen en la sección de “fantasía urbana”. El estilo en todos ellos es muy similar, donde la protagonista narra la historia en primera persona (pocos detectives hay que no lo hagan), hay un mundo sobrenatural que solo unos pocos tienen la suerte o desgracia de conocer, y sobre todo, aunque hay un hilo conductor en forma de escenario, personajes fijos, trama de fondo o antagonistas, se mantiene la individualidad de lectura de cada entrega, siendo posible empezar en el segundo caso de la serie aportando la información necesaria sobre los personajes. Una manera de narrar que favorece un poco la intercambiabilidad entre cada libro, pudiendo acercarse al personaje sin ser necesario buscar la primera entrega como algo necesario.

La mayor particularidad del libro es contar con una heroina de estas características situada en España. Moviéndose en sitios tan reconocibles como las calles de Madrid o Barcelona, por un convento en ávila o teniendo un sitio para mencionar lugares que nunca se hubieran pensado en este tipo de ficción, pero el Bierzo también tiene aquí su hueco. Y, donde los monstruos o los espectros se manifiestan de forma tan natural como podrían hacerlo en las calles de Chicago, adaptándose estos a la mitología popular de la península, algo que sorprende a las pocas páginas cuando la protagonista utiliza una bolsa de gamusinos como cebo (que, como todo el mundo sabe, cuando se les saca de ahi, se convierten en piedras), y donde después aparecerán xanas e incluso una bruja. Estos se mueven también por escenarios cotidianos y que normalmente se asociarían a situaciones más prosaicas o en su defecto, a la comedia. Algo que Morán decide evitar para ofrecer un escenario distinto y que procura tomarse en serio: en ningún momento se hace mofa de lo sobrenatural ni se utiliza como elemento de comedia torpe, sino que es un entorno que procura hacerlo tan real y creíble como podría ser una investigación en las calles de Londres. Esto tampoco implica el extremo opuesto donde se peque de seriedad, sino que la narración viene acompañado de un razonable sentido del humor derivado de lo cercano del escenario y sobre todo, de la sorna con la que su protagonista relata los hechos. Con sorna, en la mayoría de los casos, como herramienta para lidiar con lo que la rodea, pero también a menudo con impotencia, ternura, desesperación o tristeza. Porque el entorno que presenta, pese a ofrecer una fascinante población de seres mágicos, también trata con las consecuencias de su condición: una de las tramas de Los muertos no pagan IVA consiste en la vuelta de la protagonista a su ciudad y barrio natales, y quizá, de una forma muy sui géneris, la crisis y dudas de una persona que ha abandonado el hogar hace tiempo y ahora se ve obligada a volver. Para encontrarse con amistades de su pasado y sus mejores años, que no han cambiado. Ni lo harán en mucho tiempo.

La saga de Parabellum, en principio, no parece muy distinta a la de otros detectives. Pero también lo hace para bien: es muy sencillo aproximarse al personaje y la serie, se lee rápido y tiene la frescura necesaria dentro de un género demasiado homogéneo. Aunque el título engaña. Mas que no pagar IVA, lo que hacen los muertos es no cotizar a la Seguridad Social.

jueves, 7 de febrero de 2019

Nightworld (2017). Tenemos un edificio chulo. El guión ya lo escribiremos

Europa del Este ha encontrado un hueco a la hora de hacer cine de bajo presupuesto. Algo derivado de poder aportar localizaciones y escenarios vistosos, pero sobre todo, unos precios más que competitivos en cuanto a rodaje y alojamiento. A menudo lo único que aprovechan es esto último, y la mayoría de producciones realizadas en ese país suele implicar una realización barata hasta límites irrisorios, un guión de terror mal contado con unos actores noveles dispuestos a enseñar cacho, o alguna antigua estrella de acción en horas bajísimas  (bueno, de esto último no me voy a quejar porque las últimas apariciones de Steven Seagal me han hecho mucha compañía en las tardes de colada y plancha). Lo sorprendente acaba siendo que realmente se valgan de lo primero que pueden ofrecer esos países, aunque implique valerse únicamente de una localización alrededor de la cual van preparando el resto.



En Nightworld ese escenario se encuentra en Bulgaria, en una mansión a la que acude un antiguo agente de policía estadounidense para trabajar como guardia de seguridad. El puesto, en principio, parece algo sencillo: un inmueble de más de cien años dedicado a viviendas en el que su tarea es vigilar mediante una cámara una sala oculta en el sótano. Ante cualquier anomalía, sin que sus misteriosos jefes le indiquen cual, debe avisar a un contacto. Es poco después cuando la visión de una sombra en uno de los vídeos desvela el secreto que se oculta en esa sala: un espacio vacío, al que todos parecen temer, incluso los encargados de guardarla, y que esconde una de las puertas al reino de los muertos que se encuentran dispersas en varios puntos del planeta. Pero ahora, esa puerta parece estarse debilitando y los habitantes del otro lado quieren traspasarla.


El guión, en conjunto, es pura serie B: hay una mansión misteriosa que esconde una puerta al otro mundo, un escenario limitado a dos calles, la casa en cuestión, y el bar de la esquina, y con ellos, cinco personajes contados, desarrollados de forma esquemática: el policía americano (probablemente para justificar el rodaje en inglés de cara al mercado) marcado por el suicidio de su esposa, un amigo que va a durar lo justito, el nuevo interés romántico y el secundario clave para poder explicar lo que sucede en la trama de forma rápida. Que en este caso, le corresponde a Robert Englund, a quien siempre es un detalle poder ver en alguna película. El argumento es breve y va al grano, sin esforzarse demasiado en dar un aspecto realista…tanto que da lugar a situaciones tan absurdas como ponerse a explicar a un guardia de seguridad recién contratado que los símbolos de una puerta son lenguaje enochiano imposible de traducir ¡Lo típico que te explican en tu primer día de trabajo!


La realización muestra una completa falta de efectos especiales que, en realidad, defiende bastante bien gracias a su escenario: ahí lo importante es la mansión sus habitaciones, y el poder evocar un escenario sobrenatural sin más medios que una sala oscura y unos extras maquillados de forma simple, que demuestra bastante ingenio, y quizá, bastantes ganas de meterse en la historia por parte del espectador. Una historia que, salvo el contar con un escenario interesante, y cuatro pinceladas, se queda en algo muy poco trabajado y que se ha visto en historias anteriores mucho mejores. El edificio en el que se desarrolla bien podría ser el de La centinela, y el resto de la producción tampoco se esfuerza demasiado: los diálogos son planos, el resto de personajes están por cumplir, e incluso factores técnicos como la iluminación y el sonido se quedan en la categoría de telefilme. Parece, en el fondo, que lo que tenían a mano era el permiso para rodar en esa localización y el resto decidieron irlo juntando por el camino.

Nightworld se queda en una especie de telefilme de corte fantástico. Desde luego, bastante mejor que las producciones de terror baratas que empezaron a inundar los estantes de dvds los últimos días de los videoclubs, pero tampoco llega ni de broma a la categoría de serie B que se recuerde después de verla.