jueves, 27 de septiembre de 2018

La monja (2018). Hay que reconocer que el título no engaña


Aunque la saga protagonizada de los Warren no es la más larga ni se da demasiada prisa a la hora de sacar entregas, sí lo ha hecho con los spin offs: cada película cuenta al menos con uno protagonizado por los espectros que, en mayor o menor medida, aparecían en estas. Y si algo tan poco animado como la muñeca Annabelle tiene su propia serie, era de esperar que a una criatura tan inquietante como el demonio con aspecto de religiosa de El caso Enfield le correspondiera una producción para él solo.



La monja narra los orígenes de la criatura que acecha el segundo caso de los Warren, cuyo origen se remonta a un convento en Rumanía durante los años cincuenta. El suicidio de una monja hace que el Vaticano envíe a un especialista en casos extraños, junto a una novicia que desconoce el por qué ha sido convocada como ayudante en un caso que, en principio, poco tiene que ver con su apacible vida en Inglaterra. Lo que encuentran allí es una construcción desvencijada, habitada únicamente por un escaso grupo de religiosas que deben mantenerse en vigilia perpetua como parte de sus votos y una extraña presencia que recorre los pasillos del convento y parece conocer los miedos de los protagonistas.



Una de las ventajas de la película es contar con un antagonista con mucho más potencial del que podía tenerlo, o más bien, mejor desarrollado que el de una muñeca que, a fin de cuentas, no puede hacer otra cosa que estar quieta y tener una permanente expresión de extreñimiento malvado. Y es que, la gigantesca silueta de una religiosa de aspecto cadavérico, y un tanto irreal, que puede acechar en cualquier lugar oscuro, garantizaba el éxito de una saga muy capaz de gestionar la tensión y las escenas terroríficas. A esta le proporcionan ahora un entorno adecuado: los escenarios de un convento ruinoso, donde la iconografía cristiana aparece reducida al mínimo pero sí hay abundancia de imágenes y crucifijos destrozados por el paso del tiempo, y donde, más que un lugar de oración, este hace recordar a un castillo embrujado como los que hace tiempo que no se ven. Y en el que no falta de nada: los pasillos, el trono, la cripta poblada de cruces e incluso un camposanto donde los personajes tienen su primer encuentro con lo sobrenatural. Unos espectros, que, como es habitual en las series iniciadas por James Wan, suele ser muy físico y supone que estos, además del temor a lo desconocido, acaben siendo golpeados, vapuleados, poseídos y enterrados vivos.





A su favor también tiene el saber dosificar muy bien la tensión y pararse lo justo en escenas accesorias. A los personajes se los presenta de forma muy breve, con el tiempo suficiente para conocer un poco su trasfondo…al menos, en el caso de la Hermana Irene, la novicia protagonista, quien cuenta con una de las escenas más divertidas e inesperadas en una producción de terror que se podían haber esperado para caracterizarla. Sus acompañantes, por comparación, no pasan de secundarios efectivos, lo suficiente como para aprovechar lo que la película pretendía ofrecer desde el principio: sustos. Y escenas siniestras, y todas las variaciones que el concepto de "monja espectral" pueda ofrecer: monjas demonio, monjas fantasmas y hasta monjas zombie en un momento dado, que, aunque en el fondo produzca la sensación de no ofrecer nada nuevo, se le reconoce que el resultado está muy bien montado, especialmente a nivel estético.



La Monja acaba sufriendo lo que se pudo ver ya con la primera entrega de los spin offs de los Warren: en el fondo, no aporta nada nuevo. Trabajan con un personaje creado especialmente para unas apariciones limitadas, al que posteriormente tienen que crear un trasfondo y guión que justifique su aparición posterior, y que siempre está muy limitado a la intención de ofrecer el mayor número de sustos posibles en pantalla, además de presentar el correspondiente guiño a su posterior historia con Ed y Lorraine Warren. Y que en este caso, pese a haber contratado a Taissa Farmiga, no se trata, como se pensaba al principio, que su protagonista sería una joven Lorraine.

Muy superior a las dos partes de Annabelle, cumple lo que prometía: es efectiva, su antagonista funciona, y su transfondo, recuerda mucho a las explicaciones que podían verse en películas de serie B. Pero también se olvida fácil, y desde luego preferiría ver una tercera parte de Expediente Warren a una película basada en el monstruo que solo aparecía dos o tres minutos.


jueves, 20 de septiembre de 2018

Mom and Dad (2017) ¿Quien puede matar a un niño?


No es raro encontrarse con alguna película sobre niños asesinos. Bien un pequeño psicópata, o bien una banda de infantes actuando en grupo, la idea resulta inquietante por su contraposición con la de una criatura desvalida, incapaz, por motivos físicos, de hacer daño, a la que un adulto debería proteger...o, porque como muchos padres confiesan, "a veces dan ganas de comérselos, aunque luego ves su carita y se te pasa". La versión contraria, los padres como asesinos, sí han sido algo habitual, pero presentados como algo aislado: el monstruo en el hogar que debería proteger.
 


 
Mom and Dad, en cambio, recoge una posibilidad distinta: ¿y si todos los padres se convirtieran en asesinos despiadados? O más bien, ¿y si esta tendencia se manifestara únicamente hacia sus propios hijos? Algo así como el anterior "a veces dan ganas de matarlos" pero sin el "después se te pasa". Y que en la historia comienza a suceder de forma gradual, con hechos aislados que no pasan de la sección de sucesos de la televisión que una familia cualquiera, compuesta por Brent y Kendall, o más bien, mamá y papá desde hace años, y sus dos hijos. A medida que lo que parece ser su vida diaria va deteriorándose en unas pocas horas, siendo golpeados más de lo habitual por las dudas de la crisis de los cuarenta y el tratar con hijos en la edad del pavo, esos casos aislados van multiplicándose hasta convertirse en una epidemia, donde solo una cosa está clara: los padres intentan asesinar a sus propios hijos por todos los medios, sin motivo aparente y sin más respuestas que unas pocas teorías formuladas en las noticias. Y cuando Kendall llega a casa, para proteger a su familia, sus intenciones, y las de su marido, acaban convirtiéndose en otras.

 
 


La impresión que produce en general es la de ser una gran broma. Una con mucho humor negro y más referencias que las que podían pensarse al principio: el montaje inicial, con una música y unos créditos que recuerdan directamente a las películas de amenazas genéricas de los setenta, es todo un guiño a aquella forma de hacer cine donde se mezclaba a partes iguales las catástrofes y el drama familiar, que aquí es tratado con mucha sorna. Aunque el aspecto un tanto setentero se quede solo como broma inicial, no pasa lo mismo con la banda sonora, muy caótica y con piezas reconocibles elegidas para resultar anticlimáticas respecto a lo que sucede: pocas veces se puede tener tan mala baba como el hacer sonar It must have been love de Roxette cuando una madre intenta asesinar a su hijo recién nacido. En su mayoría, la parte melódica está pensada para acentuar esos momentos, mientras que el resto se completa con unas piezas de sintetizador que, aunque deben estar intentando recordar el aspecto retro que querían homenajear con el principio, resultan un poco chocantes porque este se acaba abandonando a los pocos minutos de metraje.

El guión es consciente de que una premisa como esta sería difícil mantenerse durante mucho tiempo, y menos cuando la duración impide que se ofrezca una explicación satisfactoria o un trasfondo adecuado para mantenerla. Por eso prefiere pasarse cuanto antes a un escenario más pequeño, trasladando la acción al hogar de los protagonistas, y convirtiéndose en una cinta más cercana al terror doméstico: en este caso, no importa tanto lo que esté sucediendo a nivel global, que puede verse de forma breve en la primera parte, sino lo que le pasa a los personajes principales y como lo afrontan. Una decisión que funciona sobre todo gracias al trabajo de los protagonistas adultos (en el fondo, a los actores que interpretan a sus hijos no les queda más papel que el de ser insufribles al principio y correr por sus vidas después). Nicholas Cage ha pasado media carrera sufriendo altibajos de calidad, y su estilo de actuar no es el favorito de todos, pero aquí decide tirar la casa por la ventana y ofrecer un retrato de lo más enloquecido, quizá demasiado histriónico a veces, pero de los que hace pensar que, si su personaje no estuviera siendo víctima de la plaga del principio, quizá sería de esas personas que protagonizan la columna de sucesos del periódico. Selma Blair, en cambio, ofrece un registro más calmado, quizá más convincente y de rabia contenida, donde es capaz de cambiar de registro de preocupación a asesina en cuestión de segundos.





Con una segunda parte más concentrada en un escenario reducido, y una situación que resulta más manejable, se hace más evidente lo caótico de la primera mitad: el humor negro está presente desde el principio, y la información acerca de lo que sucede comienza a distribuirse de forma adecuada, pero se acaban centrando demasiado en una parte crítica que estaba ya presente y no necesitaba tanto peso como pretendían: unos cambios bruscos en la línea temporal, donde intentan hacer hincapié en la crisis de madurez de los protagonistas que, si bien en el caso de Selma Blair funciona, en el de Nicholas Cage parece más una pataleta que otra cosa, y que acaba ofreciendo demasiada información sobre los personajes cuando estos, lo que necesitaban, era entorno y quizá más tiempo para presentar de forma general lo que después tratarían de forma particular.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Dave made a Maze (2017). Dentro del laberinto. De cartón



Si hoy alguien dice que "se hacen películas sobre cualquier cosa", no estaría equivocado. Cuando pensaba que una historia sobre cortinas de la ducha malvadas serían lo más raro que vería nunca, un guionista decide hacer una sobre una de las actividades a los que muchos niños se dedicaron en un momento de sus vidas: la construcción de fuertes y refugios con lo que hubiera por casa. Debo decir que en  tie4mpos hice mis pinitos como arquitecta o contratista, y los cojines del sofá daban para unas barreras que ni el muro de Juego de Tronos. Las cajas, por desgracia, eran un objeto de lujo y cualquiera moderadamente grande era confiscada para guardar trastos en el garaje. Con el tiempo, el afán constructor se va olvidando, pero, ¿Qué pasaría si un tío hecho y derecho decidiera llevar a cabo uno que fuera la envidia de cualquier niño?



Al Dave que da título a la película es lo que se le ocurrió durante un fin de semana en el que, con su novia de viaje, se suceden sin éxito varios intentos de composición artística. Cuando esta regresa, encuentra situado en el salón un gigantesco castillo de cartón, desde cuyo interior Dave le informa que se ha perdido en el laberinto construido por él. Pese a lo improbable de la situación, sus amigos se reúnen para entrar en una construcción que según afirma, es más grande por dentro que por fuera. Su mejor amigo, su novia y unos cuantos conocidos que, o bien pasaban por ahí o bien quieren filmar el documental del siglo, acaban adentrándose en una caja de cartón que, para su asombro, era lo que Dave afirmaba: un laberinto de papel, lleno de todo tipo de trampas y monstruos.



Lo mejor de la película es su duración y su vocación artesana. Lo primero será probablemente por un presupuesto que se les ha ido literalmente en papel, y que quizá el guionista sabía que no podía estirar demasiado la broma. Lo segundo, por tratarse casi de una pieza hecha a mano donde aprovechan los recursos al máximo. Desde los créditos, con animación en dos dimensiones destinada a presentar el comienzo de la historia y la caracterización de su personaje principal, hasta el interior de un curioso laberinto hecho de piezas de cartón y donde son capaces de bromear con toda la simbología asociada a este: las trampas, un minotauro y paredes que recuerda en cierto modo, a una versión muy de andar por casa de Dentro del Laberinto.


El humor es una parte muy importante de la trama, sobre todo teniendo en cuenta que el escenario es un laberinto construido en una sala de estar, y donde las muertes más grotescas (a fin de cuentas, todo buen laberinto tiene trampas) se ven reducidas a confeti...literalmente. Es imposible tomarse e3n serio una muerte así, sobre todo cuando las víctimas no son los personajes más simpáticos de la historia. Y es que, tampoco falta cierta parodia del mundo de los "millenials", o más bien, de la idea que la generación anterior tiene de una quinta aparentemente formada por hipsters y estudiantes eternos con ínfulas artísticas. Un retrato que aquí se presenta de forma muy caricaturescas, tomándose muy a broma ambos bando pero  quedándose al final con un trasfondo mucho más profundo donde la idea de la mazmorra, el estar perdido y la obligación de terminar las cosas toman un significado muy distinto.



Aunque esta parte de la trama y su aspecto artístico sean los mejor trabajados, el hilo conductor acaba perdido por comparación. Hacia el desenlace, una vez planteado lo importante, se decide terminar, sacar a los personajes y que no importe mucho lo de cargarse a todos los secundarios, total, si los créditos del principio servían para presentar la historia, lo mismo los del final lo hacen como epílogo. Aunque para eso, ´habría que haber tenido uno.

Curiosa, con cierto mensaje y visualmente bonita, Dave made a Maze es una producción pequeña, a veces muy consciente de sus límites, pero toda una muestra de cómo se puede hacer  cine fantástico con humor y lo más cotidiano.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Lecturas de la semana. Desde el país del sol naciente


Aunque la literatura japonesa no es una extraña en las librerías, el fantástico hasta hace poco no hse había hecho un hueco. Durante el boom del terror asiático, estuvo disponible la novela en la que se basó The Ring, aunque este se enfrió en cuanto la gente se aburrió de fantasmas despeinados y maldiciones imposibles de romper. Por suerte, la tendencia ha cambiado, y aunque con décadas de retraso, es posible leer algo de lo que en Japón han llegado a considerarse clásicos del terror y del fantástico.



Koji Suzuki. Dark Water. Suzuki conoció el éxito fuera de las fronteras gracias a The Ring, junto con el apodo de “el Stephen King japonés”. Aunque el parecido termina en dedicarse a escribir género fantástico, porque cuenta con un estilo propio como demuestra esta recopilación de relatos, entre los que se cuenta el que sirvió de inspiración para la película del mismo nombre, aunque esta resultara ser una versión más libre y más centrada en lo sobrenatural de lo que ofrece el material original.

El agua es el elemento en común de los cuentos de esta antología. Desde la que se encuentra almacenada en el depósito de un rascacielos, donde una mujer recién divorciada se muda con su hija, hasta la del canal donde un hombre, intentando huir de una forma bastante particular de una reunión sobre un negocio piramidal, acaba encontrando una criatura espectral. Pasando por el mar, donde los protagonistas pueden toparse con algo incomprensible y peligroso, o encontrar la redención en las profundidades marinas.

El estilo del autor es muy directo, pero con una gran capacidad para crear atmósferas que acaban haciendo que el relato capte la atención del lector desde las primeras páginas. Y, aunque por el momento no haya más traducido al castellano, ha servido para darle una segunda oportunidad: exactamente, la misma que perdió cuando, movida por el interés, decidí leer la secuela de Ring y me encontré con una resolución que desarrollaba a su personaje principal de la manera más peregrina.



Ango Sakaguchi. En el bosque, bajo los cerezos en flor. Tres relatos dispares, de un autor capaz de regodearse en lo más grotesco hasta que este se convierta en algo poético. Y de describir escenarios que hoy no dudarían en considerarse bastante gore: la nueva esposa del bandido, coleccionando y jugando con las cabezas cortadas de sus víctimas. La princesa Yonaga, toda una mujer fatal capaz de enloquecer a un aprendiz de escultor, e incluso una aproximación a las figuras de la mitología japonesa, como las doncellas de la princesa de la Luna.

Este se toma su tiempo a la hora de escribir, siendo muy minucioso en las descripciones de los escenarios. O de las situaciones, sean estas el proceso de putrefacción de (parte de) un cadáver, o la rutina de un personaje que va volviéndose más obsesivo. Con mucho cuidado, consigue que una situación grotesca se convierta en algo fascinante, y que el lector no pueda hacer otra cosa que continuar la historia temiendo en lo que esta pueda desembocar.

Lo peor que puede decirse es que, con tres relatos, la muestra de Sakaguchi sabe a poco. Solo tres cuentos para pasar de forma inesperada, de la tragedia al horror cósmico, convirtiendo escenarios tan típicos de la cultura japonesa como los bosques de cerezos o sus criaturas mitológicas en algo ominoso.

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