jueves, 29 de marzo de 2018

La muerte de Stalin (2018). Entre totalitarismos anda el juego


De la vertiente más oscura de lo cómico se dice a menudo que el horror es hermano del humor. Y, en menor medida, que a veces nos reímos por no llorar. Lo primero es la mejor forma que podía haber para definir una historia que decide tratar uno de los episodios de la historia que en principio, parecería estar más cómodo en un drama de espionaje o en una biografía de esas que van camino de los Oscars, como fue la lucha sucesoria tras la muerte de Stalin.


 

Es una noche cualquiera en Moscú, y los operarios de radio se desviven, temiendo por sus vidas por grabar de nuevo un concierto del que el camarada Stalin solicitó una copia, aunque este fuera en directo. Mientras, los principales jefes del Partido se reúnen en torno a una mesa entre bastantes litros de alcohol, anécdotas cuarteleras, chistes malos, y la duda de si alguno de ellos estará al día siguiente en la lista de la NKVD, camino de una prisión o con una bala en la cabeza. Pero lo que les aguarda en realidad, además de resaca, es la noticia de la muerte de Stalin, con la que se abre una sucesión bastante discutible: Malinkov, destinado a ocupar el puesto de este, oscila perdido entre las órdenes del resto. Lavrenti Beria mueve los hilos necesarios en la NKVD para asegurarse el puesto de cabeza del Partido y Khruschev hace lo mismo en el tiempo que le queda libre planificando el funeral de estado. Mientras, Vassily Stalin se bebe hasta el agua de los floreros y su hermana asiste desconcertada a la lucha de poderes.
 
 




Parecía difícil abordar un argumento así a modo de comedia (negra. Muy negra), especialmente cuando optan por no eludir ni uno de los aspectos históricos más dramáticos. En el guión no falta la presencia de las detenciones masivas, convertidas en un procedimiento rutinario, los interrogatorios y abusos, y el fanatismo. Filmados, quizá, de una forma menos gráfica y pasando por ellos con la velocidad necesaria para que su tratamiento realmente funcione como humor negro y para ser mostrados tal y como son vistos por los protagonistas: como una parte más de su trabajo y algo tan tedioso como cualquier función burocrática. Un enfoque que también funciona gracias a la caracterización de sus personajes principales: estos, más que aparecer retratados de una forma más humana y menos biográfica, lo son de una manera esperpéntica. Ninguno de ellos parece tener una sola cualidad positiva, y solo la astucia política que demuestran los salva de ser completamente grotescos, pero no por ello menos divertidos: a Malinkov lo mangonea todo el mundo, Molotov a ratos no parece enterarse de mucho, y a otros, recuerda a Winston Smith en su devoción por Stalin, y Beria, cuando no está conspirando, se dedica regularmente al estupro a modo de hobby. A pesar de todo, o quizá por ser uno de los personajes a los que se sigue durante más tiempo, se acaban siguiendo con interés cada uno de sus movimientos esperando cual será el siguiente. Aunque la historia esté escrita y el guión en ese sentido no depara ninguna sorpresa.



Dado el tono de la comedia, el peso de esta recae sobre sus protagonista, y en concreto, sobre sus actores. No es uno de esos casos en los que el metraje está lleno de caras conocidas de primer orden, pero han optado por secundarios con mucho peso y facilmente reconocibles, algunos más que otros: y es que es un poco extraño ver a Jason Isaacs en el poster de la película cuando Michael Palin tiene mucho más tiempo en pantalla que los escasos diez minutos del anterior. Todos ellos hacen un trabajo sobresaliente, no dudando en sacar su lado más histriónico, como no podía ser para unos personajes desarrollados de esa manera, aunque, frente a estas interpretaciones, Buscemi es el que a veces resulta un poco fuera de lugar, o más bien, que parece un poco limitado, quedándose un poco en hacer de Steve Buscemi y no de su personaje. Con este reparo, británico y estadounidense en su mayoría, no pretenden que la escenografía sea un reflejo de la época histórica: muchos carteles que aparecen figuran en inglés, y lo cierto es que habría sido interesante el ver una versión subtitulada solo para saber cual es el origen de la traducción. Que en este caso, también han optado por un doblaje muy poco formal y más cómico, donde los protagonistas usan abiertamente expresiones como “friki”, “mangurrian” o “la leche”.


La muerte de Stalin consigue convertirse en una película histórica muy curiosa: enfocar como comedia negra un episodio que daría para cualquier género menos para uno tan ligero, y gracias al cual, es capaz de llevar al público a un desenlace que conoce: no es lo que cuentan sino cómo lo cuentan. Que en este caso, es con mucha sorna.


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