A lo largo de su carrera, Guillermo del
Toro ha confirmado dos cosas: que hace lo que le da la gana (cuando
puede o cuando le dejan, y ahí están sus libretas y proyectos de
películas no filmadas para corroborarlo) y que lo que lleva a cabo,
suele gustarme. Además se ha decidido a tocar todos los subgéneros
del fantástico posible. Los vampiros, los comics, los kaiju, la
fantasía oscura, el cuento gótico, y por nada menos que dos veces,
en el último caso, incluso la temática romántica.
La forma del agua es de momento y tras
La cumbre escarlata, su segundo guión donde la trama romántica es
la predominante. Esta se centra en Elisa, una joven muda que trabaja,
durante la Guerra Fría, en unos laboratorios militares que ocultan,
al menos que se sepa para la historia, una criatura no humana: un
antropoide anfibio, encerrado y estudiado por unos perplejos
científicos que se preguntan que utilidad puede tener este para
enviar un hombre al espacio o para defenderse de la Unión Soviética.
Y con la que Elisa siente desde el primer momento una extraña
conexión que hará que arriesgue su vida para poder salvarlo. Como
en toda historia fantástica, también hay un monstruo. Pero desde el
primer momento es evidente que este está fuera del tanque, lleva
traje y es más peligroso que un ser que vino del agua.
Si con La cumbre escarlata hacía su
propia versión de toda la imaginería de la novela gótica, esta vez
desarrolla un cuento de hadas moderno, o al menos, contemporáneo,
donde escoge una situación muy distinta para escenarios que se han
visto previamente: laboratorios secretos y científicos los hay a
montones, pero ¿alguna vez nos hemos preguntado si los conserjes,
limpiadoras y bedeles no les extraña lo que está pasando por allí?
La película da una buena respuesta. Incluso la década elegida como
escenario sirve para hacer más patente el miedo a lo distinto, o a
lo que resulta desconocido. Los protagonistas, una joven con una
discapacidad, un homosexual y una afroamericana están a veces tan al
margen de la sociedad como la criatura que los acompaña. Esta idea
sobre lo diferente se completa incluso con el casting, y no solo por
la trama romántica: la actriz principal, Sally Hawkins, no es guapa.
Está muy lejos de los rostros atractivos habituales en una
producción de alto presupuesto e incluso su caracterización quiere
alejarse del rango de edad típico de los 25-30 en la que la mayoría
de actrices se ven obligadas a quedarse congeladas como sean. Su
vestuario, peinado y ademanes representan perfectamente su papel y se
describen, sin eufemismos, cuando el antagonista la define como “no
ser gran cosa”, mientras que es capaz de transmitir una gran
simpatía y ternura con sus gestos.
En algún momento, el uso de los
elementos más negativos de esa década resulta en algunas ocasiones,
excesivo. Si bien los momentos más paródicos funcionan algo mejor
(desde el retrato de la familia americana por antonomasia, hasta una
burla muy bien traída a costa de las primeras franquicias), la
tendencia a la hora de caracterizar al villano como la encarnación
de todo lo negativo de la década hace que resulte un tanto
caricaturesco, no sé si fortuito o intencionado. Algo que por suerte
se compensa aprovechando al máximo lo que da de sí la estética
propia de una década e incluso las extravagancias que a nivel visual
ofrecen: la década de los sesenta que se ve en su mayor parte, es la
del cambio. Pero uno que se lleva por delante el pasado, representado
en unos cines a punto de cerrar, en las ilustraciones de un artista
desplazado por la fotografía comercial y el apartamento de la
protagonista, sembrado de manchas de humedad y bañado
permanentemente en tonos verdosos.
Vista en conjunto, una de las cosas que
más llama la atención es su similitud en cuanto a temática y
personajes con El laberinto del fauno. Sin ser un calco, pero que
perfectamente podría considerársela una secuela dentro del mismo
universo o una trilogía unida por temas muy parecidos. La
ambientación en el pasado, incluso con una guerra (fría) de fondo,
la oposición entre lo diferente y el totalitarismo, una protagonista
abocada a un desenlace que, según se mire, puede ser trágico o
incluirse dentro de lo fantástico, y sobre todo, un antagonista que
recuerda mucho en cuanto a rasgos al Capitán Vidal de El laberinto:
Strickland, obsesionado con cumplir las órdenes, y obsesionado al
igual que el primero, con estar a la altura de una figura paterna (en
este caso, su superior) y que tiene un enfrentamiento final con la
protagonista muy similar al del anterior, Recuerda, pero no copia: su
actitud en sus primeras secuencias resulta tan exagerada y
caricaturesca que lo convierte en un personaje distinto del militar,
bastante más amenazador.
La forma del agua acaba siendo una
mezcla muy particular de los intereses de su director, que no se
corta a la hora de rodar una historia romántica sin pretender
esconderla tras otros géneros. El caso es que no solo lo consigue
sino que también logra que gente que no pagaríamos por ver una “de
amor” ni sedados, hayamos caído con Del Toro no una, sino dos
veces.